Barbarita fue al final la que
sobrevivió y pudo contar todos los sucesos ocurridos.
La
familia había llegado por allá, por la década de 1890 al país, como todo
inmigrante con más hambre que bolsas, con más esperanzas que certezas, con más
miedo que seguridad. Primero quedaron en el Hotel de Inmigrantes con otros
extranjeros que hablaban mil lenguas diferentes. Los ojos grandes mirando las
ropas raras de algunos vecinos en las largas mesas que los cobijaban, donde no
faltaba un plato de comida caliente, pan crocante y tibio y alguna fruta.
¡Ellos hacía mucho que no comían tanto! Menos frutas y carne. La gente, allá en
la aldea, hablaba mucho que en este país había carne por todos lados y que el
pan sobraba. Ellos, lo verían cuando salieran de allí. Los llamaban por un
número que le habían prendido en la ropa cuando bajaron del barco. Después de
pedirle los papeles que traían, un hombre calvo que hablaba su dialecto, les
explicó que quedarían en cuarentena para evitar contagio de cualquier enfermedad
y después tenían asegurado un viaje por tren hasta un pueblo del interior.
Los
embargó un poco de temor, por lo del idioma. No conocían esta lengua que los
empleados murmuraban rápido y se movían con tanta agilidad de un salón a otro.
Ludovico aceptó sin poner resistencia, Ivana lo miró con rabia, a ella le
habían dicho que se quedara en la capital porque era una ciudad grande donde
podían tener más comodidades y más trabajo. Como hembra, no podía opinar ni
oponerse a lo que el marido le imponía.
La
habían casado antes de salir del pueblo. A Ludovico lo había visto dos veces en
la feria del domingo. No era cristiano y ella sí, por lo que no hubo ninguna
ceremonia religiosa. Ella sentía que no estaba casada. Que ese muchacho alto,
moreno, de ojos oscuros y mirada profunda que se clavaba en su piel rosada y
suave era un extraño.
Tenía
manos fuertes y mucha energía, levantaba los baúles de ambos como si fueran
cojines de plumas. Él, la miraba y sonreía. No la tocó en todo el viaje, porque
ella se acurrucó en un pequeño espacio en esa bodega atestada de gente sudorosa
y gritona. Descompuesta con el vaivén del barco y el miedo. Ludovico la
abrazaba por los hombros en la noche, porque había notado que algunos hombres
que viajaban solos la miraban mucho y mal.
Fue
un respiro llegar al puerto y salir de esas barracas inmundas. Él, feliz de
alejarse de su país. Ya se hablaba de guerra y estaba cansado de la prepotencia
de los dueños del lugar. Aprovechaban a los jóvenes fuertes para darles los
trabajos más duros y apenas les soltaban unas monedas. ¡Estas tierras eran de
promisión! Los alojaron en una habitación pequeña, limpia, con un lecho con
colchón y lienzos que olían a sol. Tenían cerca un baño que usaban todos pero
que les explicaron debían dejar tan impecables como lo habían encontrado. Ivana
se esmeró en dejarlo brillante siempre que lo usaron.
Pasaron
los días y la muchacha se transformó en mujer. Él, con experiencia, la tomó sin
que ella se resistiera. El padre le había dicho que no hiciera problema y la
madre con un llanto solitario, le dijo al oído lo que le pasaría. ¡Y pasó! Supo
que la vida deparaba a las mujeres un trabajo extra: dejar su cuerpo en manos
de ellos y satisfacer a su hombre cuando éste lo reclamara.
Un
día los buscó el hombre que hablaba su idioma y los condujo hasta un espacio
abierto, donde había otros “paisanos”, dijo que crearían una aldea nueva en una
región cercana a un río grande y fecundo. No muy lejos de esa capital. El
gobierno ya les había repartido unos papeles con los metros que tendría su
parcela de terreno y cargaron unos grandes bultos con herramientas y utensilios
de variedad inimaginable.
Algunos
hablaban su lengua y otros trataban con palabras parecidas de comunicarse. La
mayoría eran familias, algunas con niños y otras con parientes mayores o
jóvenes. Todos con la gran esperanza y el sueño de ser feliz.
Los
subieron a un tren y tras horas de traqueteo, pasando por eternos campos sin
sembrar, llegaron a una estación despoblada y allí los hicieron bajar. Unos
viajaron en carretas, otros en sulkys y otros, los que sabían montaron a
caballos. Fueron varias horas andando hacia el norte. Llegaron a un lugar con
enormes árboles de una especie que nunca había visto. Altos pastizales y
ruidosas aves que revoloteaban por ahí.
Ivana
encontró el cartel con sus nombres. Allí estaba la tierra. No había ni casa ni
corral ni animales. Llamó a Ludovico y éste corrió asombrado a su lado. ¿Adónde
dormirían ahora? Tenía sus cofres, bultos, herramientas y utensilios. Pero no
había nada.
Es
noche durmieron debajo de un carro que les habían dejado. Apenas pegaron los
ojos, el ruido de las aves y macacos los aturdía y aterrorizaba. A la mañana
siguiente
Vieron un hombre que traía dos
vacunos, una jaula con gallinas y pollos, dos caballos de tiro y conejos. A
Ivana le regaló un cachorro de perro. Saludó con la fusta en el ala del
sombrero y siguió cabalgando y se perdió entre los enormes algarrobos.
Con
esfuerzo y ganas, pronto levantaron una habitación con los troncos de los árboles y techaron con maderas que
hachueló dejando pequeños orificios en las paredes para tener aire y luz. La
mujer se acostumbró a trabajar mucho. Era fuerte y no lo sabía. Ludovico, la
miraba con asombro. Se enamoró de su cuerpo y más de su alma. En el atardecer
la veía sentada en una especie de silla que le había hecho leyendo un libro. El
silencio y su rostro, lo llenaba de paz. No sabía leer y ella enfrascada ni lo
miraba. Un día se atrevió a preguntarle
qué hacía y ella asombrada le dijo: Leo la Biblia.
¿Qué
es eso? Le preguntó. Todo. La sabiduría de la vida y de la muerte.
Pasaron los años, un par de niños
llenó la vida y agrandó la casa. Lo rústico fue dejando paso a una casa de
material, ladrillos cocidos y tejas, maderas lustradas y ventanas con vidrio.
Ludovico, trabajó como todo inmigrante con esfuerzo y acrecentó el bienestar
económico de la familia. Compró más tierras y quedó como anécdota las noches en
que durmieron bajo el carro. La esperanza afloraba en cada siembra y en cada
cosecha. Los muchachos, dos varones que eran idénticos al padre crecieron
conociendo cada árbol, cada animal, cada semilla con su tiempo de laboreo. Y
con su madre aprendieron a leer y a escribir y supieron de la fe de sus
ancestros. Ludovico enfermó, las fiebres provenían de la miríada de insectos de
las orillas del río.
Pasó
su fortaleza en un lecho de dolor y ardores. Cerca del amanecer de un mes de
julio, llamó a Ivana y le rogó le hablara de ese Dios que ella tanto amaba y se
fue quedando dormido entre sus brazos. Se quedó sola con el dolor de haber
perdido a un hombre bueno que nunca le hizo faltar sueños.
El
nuevo siglo trajo muchos cambios. El ferrocarril, avanzaba entre los campos de
trigo y maíz. Era una enorme boa de humo y chirridos que espantaba a los
animales, pero que traía consigo otros métodos de trabajo, herramientas y
máquinas para cosechar que los muchachos aprendieron a usar muy pronto.
Un
día desde el lejano país de su padre llegó un puñado de parientes que
reformaron la simple vida de Ivana y de sus hijos. Llegaron Maira y Ludovica
unas primas, una anciana que era la tía mayor de su difunto marido. Un joven
que escapaba de la pérfida guerra entre países vecinos a la tierra y que
transformó la seria existencia del grupo.
El
muchacho se llamaba Alfred y con su violín serenaba el espíritu de los amigos y
vecinos. Pronto construyó una fábrica de cerveza y en su vetusto corralón, que
compró con unas monedas de oro, único bien que poseía, recibía a todos los
habitantes de los terrenos de tres o cuatro kilómetros a alrededor de su
caserón.
Ivana
ya envejecía y suplicó a sus hijos que formaran una familia. Así Conrado buscó
una alemanita siete años más joven y la desposó. Rigoberto se casó con una
ucraniana tímida que poso sabía hablar pero muy trabajadora y dotada de una voz
angelical. En el templo solía despertar el espíritu a los ancianos adormecidos
por la lucha y la nostalgia.
Cuando
llegaron las noticias de la guerra ambos creyeron que tenían que ir a pelear.
Ivana se opuso fieramente. Ustedes, mis hijos no van a ir a luchar por un país
que no supo darle a tu padre un hogar y a mí un futuro como el que hemos
construido acá. Y se quedaron. Y vieron como los que se fueron, volvieron mal.
Unos enfermos, otros dementes y muchos no regresaron.
Ivana
dejó que sus hijos vivieran cerca pero independientes. Una mañana no despertó.
Sus ojos azules quedaron clavados en el techo y entre sus manos el libro
desgastado por la lectura de años y años. Su Biblia.
Alfred,
casi como un hijo más, le cerró los párpados y la acicaló para que los hijos no
la vieran así, dormida. Ese día, conoció a una muchacha venida de Hungría,
pequeña y bonita. Y al poco tiempo se casó. Ella era delicada pero fuerte. Tuvo
varios hijos y lo ayudó con el negocio que fue prosperando. La cerveza, era un
atractivo para la mayoría de la gente y comenzó un negocio de exportación, al
que incluyó a sus parientes. La empresa era tan importante que Maira y Ludovica
comenzaron a viajar por el país para completar las ventas. Una catarata de
beneficios los aunó. Cada una se casó y formó su familia. Pero… la vida no fue
tan generosa. Ellas no sabían que otra guerra los ahogaría en pérdidas y
gastos. Perdieron todo.
Sus
sueños se desmoronaban con un banco que se llevaba sus ganancias, sus animales
y sus campos. Había que comenzar de cero.
La
tierra es genial, siempre te presta auxilio, decían los hermanos. Y empezaron
con trigo, maíz y tabaco.