Tenía esa especie de cansancio que produce la gran urbe. Las ciudades con ese ritmo desenfrenado que impone con su tránsito alocado. La lluvia, perenne. El mal humor. Los vozarrones destemplados todo el odio de la gente desconforme. Iracunda.
Buscaba un espacio
libre. Libertad para ser él mismo sin cadenas humanas. Ni ganancias, ni
pérdidas en la lucha diaria. Quiso detenerse. Miró el reloj. Estaba muerto a
las once y cuarto. Una nube de gases de los vehículos lo envolvió con su
cianuro. Cubrió el rostro con sus manos y sintió el calor salobre de la sangre
que manaba de la frente. Una especie de muralla humana lo empujaba. Parecía que
llegaría pronto.
No quería seguir pero
lo corrían, lo golpeaban y lo echaron a las vías sin pena. Todos querían ser
los primeros. Él, con su pancarta con la foto de su amada Arminda, cayó bajo la
locomotora. Encontró más rápido que otro a la señora “Oscura”.
Los hombres
indiferentes siguieron atropellando a los manifestantes. El desprecio por la
vida se había incrustado en la masa informe de la muchedumbre. Nada importaba
ya. Todos, uno a uno, fueron cayendo en el profundo hoyo de la que esperaba
abajo. La dama sonreía sedienta.
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