Andrés era mi mejor amigo. Nos
conocimos a los siete años en la escuela de campo y nuestros padres trabajaban
en la misma finca. Salíamos con el calor del verano a pescar mojarras en el
arroyo con una caña hecha con sauce y piolín de algodón y un tarrito de lata de
esos que mamá usaba cuando no tenía dulce casero al que le habíamos hecho una
manija de alambre de atar las viñas. Y en invierno, con el frío que nos ponía
los pies amoratados; usábamos con unos carboncitos encendidos y en el aula cada
chico calentaba los pies y el ambiente. En esa época no se hablaba de estufas.
Yo tenía los pies, las manos y las orejas moradas de sabañones. ¡Nunca supe
porqué ni cómo salían los muy malditos! Siempre juntos con él, con Andrés. Cada
pibe ayudaba con sus medias viejas y armábamos una pelota de medias para jugar
al fútbol, claro que en “pata pelada” para no romper el único par de zapatillas
decentes que teníamos.
Me acuerdo que se nos llenaron las
piernas de pelo y seguíamos con los pantalones cortos. Un día mamá me llevó al
pueblo y me compró un pantalón de denín. Más grande para que me durara. Cuando
él me vio se echó a reír, su mamá le había hecho en su máquina uno tipo
bombacha de campo y a mí me encantó. Tuve la increíble idea de cambiárselo y me
ligué una paliza de las buenas en manos de mi papá.
Fuimos creciendo. Ayudábamos en la
finca cuanto pudimos pero poco, porque nos costaba estudiar, un poco por no
tener la cabeza puesta en eso y otro por la poca ayuda de libros en casa y de
mis padres. La falta de dinero era un problema, siempre había algo más urgente
que comprar libros.
Igual, yo luché y seguí como pude la
secundaria. Tenía que viajar en lo que podía hasta el pueblo y repetí dos veces
un curso. Me recibí con más edad que el resto de los muchachos y chicas. ¡Y
ahí, residió mi mayor problema!
¡Ay, las mujeres! Sí que son un
problema. Me enamoré como un zopenco de Clarisa. Una petulante y risueña
pelirroja del otro curso. Era, por supuesto, dos años más chica que yo. ¡Pero
temblaba todo cuando la veía¡ Su papá, un gringo colorado y forzudo me miraba
con cara de odio cuando se cruzaba conmigo; debe haber sido por la cara de
idiota que yo tenía.
Una mañana vino Andrés y me contó
que su papá se había ganado mucha plata en la quiniela y yo festejé con él.
¡Para qué! Cuando se enteró la pelirroja, se acercó a mi para que yo le
presentara al Andrés y ahí me di cuenta que vale más un billete que una cabeza
educada.
¡Lo peor, que Andrés se puso de
novio con ella y dicen, dicen que se van a casar! Y yo, “pelandrún”, sigo
estudiando para ser ingeniero y las chicas que me rodean son más feas que un
pisotón descalzo o los malditos sabañones. A eso le llamo una gran traición. Hasta he soñado que le metía un cuchillo en
el corazón al Andrés, pero no, él es mi mejor amigo. Por una mujer no vale la
pena… desgraciarse.
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