martes, 31 de agosto de 2021

CANALLADA

  

            Le dolía la espalda. Su mirada se perdía en los vericuetos del callejón donde juntaba cartones, bolsas, metales y objetos que le pudieran servir para vender. Su carromato, especie de nave espacial y carretilla, era un colorido muestrario de cachivaches. Lo empujaba entre las veredas y calles atestadas de automóviles, motocicletas y transeúntes. Las tiendas no diferían de su carretón. La diferencia estaba en los dueños. Hombres con impolutos vestidos de blanco o negro, siempre limpios y con sus cabellos aceitados. Sandalias de cuero y  bolsa bien rellena de monedas y billetes. La sonrisa, marcada con un carbón invisible. Estáticos, inquisidores y soberbios. A él, le mataba la espalda todo el día. Arrastraba sus tesoros como un mago sus secretos. Las manos endurecidas y callosas, tantas veces heridas por vidrios y metales… que ya no sentía ese dolor punzante de su niñez sombría. ¡Ahora siendo hombre, se miraba en los cristales como a un maniquí de cera y cerda!

            Sintió caliente sus pies, un hilo de sangre abrazaba su tobillo. Se sentó un minuto, rompió un pedazo de tela y se enrolló el tobillo. De inmediato apareció un hombre que sin decir palabra lo golpeó y lo echó del frente de su tienda. Una dama pasaba y le alcanzó un pañuelo impecable. Agradecido besó el orillo del  sari. Ella no habló. Él, tampoco. Sobraban las palabras. Siguió en su errante tarea de acumular riquezas. Encontró un cartel roto y lo sumó a la pila que llevaba. No sabía leer. Entonces, vio que se acercaban varios muchachotes con palos y dejó su carga y corrió, corrió para salvar su vida. Los truhanes, venderían el trabajo de todo ese día.

            Llegó a su barrio en los suburbios y se tiró en la estera donde dormía. Cada noche le dolía más la espalda. Tosió. Un rastro de sangre se mezcló con su saliva. Estaba hambriento. Sintió un ruido extraño. Entró silenciosa su mujer. Lo cubrió con una vieja manta y le alcanzó una sopa de vegetales que había conseguido en el mercado. Apenas pudo abrir los ojos, agradecido besó el hilachento sari de su esposa niña. Ella se agachó y le dio calor con su cuerpo tembloroso. Al oído le contó cómo había vivido ese día sin él. Una pequeña lágrima escapó por las mejillas. Sintió el movimiento del niño en el vientre abultado de la mujer y se volteó para contarle. No pudo. Ella, tenía una gran herida en el rostro, su madre, esa mañana, le había golpeado exigiéndole un dinero que no tenía. Él, sacó de entre sus ropas unos pocos billetes que había logrado guardar. ¡Ve y dale a tu madre! No quiero que te vuelva a pegar.

            Apagaron el candil y se abrazaron, el niño se movía en la panza. Ella comenzó una canción muy dulce. Se dormía. Él, tenía un dolor muy agudo en la espalda y el costado. Su alma, rota, había perdido el mañana. Sabía que vivir era difícil, pero ahora lo era mucho más. Acarició al niño y a su niña mujer. Un rayo de luz de luna, entró por el ventanuco del albergue. Y una estrella fugaz, cruzó por el oscuro cuadrado de la puerta. ¡Tal vez mañana, recuperara su carromato en donde compraban los maravillosos objetos que encontraba y le pudiera comprar un lecho a su pequeño! No perdió la esperanza. ¡Por el niño y por ella! Tenía que seguir arrastrando por las calles de Bombay sus tesoros perdidos.   

 

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