miércoles, 15 de septiembre de 2021

HERMANAS

 

            Cuando el ferrocarril, dejó a la joven embarazada en el andén, el abuelo la estaba esperando con una pobre calesa vieja. Escondida por su preñez, Lisia no dijo nada. Al mes, un mal parto le quitó la vida. El anciano no quiso llamar un médico y la pobre mujer que ayudó en la parición, no logró sacarla adelante. Las niñas quedaron sin madre y con un padre desconocido.

            Adela y Marina nacieron sanas. Hermanas mellizas, no gemelas. Una morena, la otra pelirroja. Una dulce de carácter y la otra obsesiva e insidiosa.

            Crecieron discutiendo cada pequeña participación escolar o familiar. Se hicieron mujeres y al verlas así, nadie se acercaba buscando amistad o amor. Sólo las unía el amor de su abuelo, anciano sereno pero extremadamente avaro. Ellas perdieron a sus padres siendo pequeñas y las cuidó, pero con muchas carencias. Eso hizo que fueran perdiendo el brillo de la juventud y olvidaran la risa. Cada una tenía una tarea para realizar. El anciano, envejecía y siempre en la noche, se escondía en su pequeño taller de relojería. Era pulcro y meticuloso con ese arte de armar relojes manualmente. Sus pequeñas herramientas parecían de juguete.

            Una mañana, luego de otra discusión muy fuerte, no escucharon la queja del viejo. Vieron luz bajo la puerta del taller. Asustadas, no se dieron ánimo para entrar. Se empujaban con palabras de aliento y promesas.

            Llamaron a un vecino que la rompió y encontró al hombre helado y sin el color de los vivos. Lloraron un para de días. Lo llevaron junto a su abuela y a sus padres.

            Un tiempo de serenidad, sin discusiones, unió a las mellizas, pero… cuando comenzaron el aseo del taller, algo les atrajo el espíritu inquieto. La mesita que servía de escritorio y espacio donde tenía sus elementos de trabajo, pesaba demasiado.

            Buscaron en sendos cajones, rebuscaron debajo de la tapa, pero sorpresivamente, Adela descubrió que en las anchas patas del mismo, había un sin fin de monedas. Eran de oro.

            Marina vociferó, quería todo para sobrevivir a esa mala vida que les obligó el relojero. ¡Su abuelo era tan avaro como ella! La pelea fue terrible. Empujó a su hermana y ésta, cayó sobre un borde de metal golpeándose tan fuerte que murió casi al instante.

            La amargada muchacha, cosió en la capa invernal de su abuelo, cada una de las monedas de oro y decidió huir. Iba por el camino arrastrando el borde, así se fueron cayendo los círculos dorados como  si una lluvia se deslizara por la calle. A medida que caminaba y caminaba, una larga alfombra de oro se pegaba en el barro bajo la lluvia.

            Dicen que cada año, para la época de marzo, aparece la capa de harapos dejando una estela de monedas de oro, que el pueblo entero, espera para recoger. 

 

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