miércoles, 22 de noviembre de 2023

ALGARROBO DE ARRIBA

 

La noche se ponía el poncho de violeta con perfume a frío. Ciriaco Luna, cabalgaba sosteniendo un trote suave en su lobuno. Detrás, el “Flechita” con la cola entre las patas, seguía a su amigo. Oscurecía y en escampe, sólo se veía el fuego del cigarro que se quemaba entre los labios secos del hombre. Las nubes se habían diluido entre los cardales. Y él, confiado seguía la huella que lo llevaba a su rancho.

No estaba la Carmen, se había ido al pueblo donde vivía su hija, la Teresa. Algarrobo de Arriba era un montón de soledad y silencio. Se oía el ruido del viento y el aullido de algún chacal que merodeaba los potreros. Los perros cimarrones peleaban por alguna osamenta con los de la casa. Frenó el pingo y desandó entre los maizales.

Una ráfaga helada le voló el sombrero y salió disparado hacia el corral de chivos. Se le escapó una maldición. Se arrepintió al instante. No hay que llamar los fantasmas en noche sin luna. Flechita se alarmó; su pelo se había erizado y las orejas en punta le señalaron su enojo. Había algo raro en el aire.

En el algarrobo un cuchillo clavado sostenía un papel con palabras escritas en malos garabatos. Sacó la nota y el cuchillo. Lo limpió en la camisa y abrió la puerta del rancho. Prendió el farol de kerosene que iluminó en naranja la pobreza de las paredes de barro. El perro se echó junto al fogón y allí se quedó dormido. Antes había tomado agua con fervor de animal y ni miró el trozo de pata de vaca que le había puesto Ciriaco en una lata junto al agua. Él, Ciriaco, estaba muy cansado, quería echarse en el catre pero primero con suma dificultad, leyó la nota.

Mañana tendré que ir a la vieja Capilla del Cavadito. Me esperan. Caracho con el difunto. Nadie se imaginaba que estaba malo. Se comió una torta frita, seca y dura que tenía días en la fiambrera, con una tajada gruesa de jamón de chancho. Y se quedó dormido.

Ululaba el viento a la madrugada. Y despertó con la garganta arenada y sedienta. El agua en la palangana estaba helada, rompió con una piedra el hielo y se lavó como pudo. ¡Vamos Flechita, tenemos que ensillar y se nos viene el calor y es lejos! El animal, levantó la cabeza y movió la cola. No quería salir con esa helada.

Esta vez ensilló a “Carasucia”, la yegua y se puso camisa blanca y bombacha negra. Cinturón de función de tristeza y caló sombrero algo nuevo. Poncho blanco hecho por la Carmen al telar ese otoño. Un pañuelo al cuello de color violeta. Salió rumbo a la capilla. No lo acompañaba el perro. ¿Qué te pasa Flechita?

Se fue sin esperarlo, tal vez lo siguiera. Lo alcanzaría en un trecho. Al trotecito variado arrastró su tristeza. ¡No es tiempo para que mi amigo se fuera!

Casi al medio día, se le negó la yegua. Las patas encabritadas sostenían su cuerpo que se apretaba a las crines. ¿Y a vos qué te pasa? Un murmullo de pájaros, jotes dañinos se arremolinaron en la cruz del camino. A lo lejos, se veía la Cruz de la Capilla del Cavadito. Un tañer de campanas, malograron su curiosidad de hombre bueno.

Entonces, entre los yuyales encontró un cadáver. ¡Era el cuerpo de Carmen! Un cuchillo igualito al que encontró en el árbol, tenía su mujer clavado en el pecho.

Se apeó y vio su rostro entumecido y yerto. Carasucia coceaba entre los yuyales y un sonido de triunfo escuchó tras los árboles. La carcajada histérica de la Teresa, apretaba en su mano el cabello canoso de la madre.

¿Teresa qué pasó? Y al darse vuelta ya no estaba la loca. No había nadie

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