Nació como según se
dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un
legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja
despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas
niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones
que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes
al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una
berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la
nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.
Lo bautizaron Luciano
Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar
pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo
travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de
tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en
un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de
coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el
corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres
kilómetros de la casa familiar.
Pasó el tiempo y los
muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho
años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el
Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y
cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el
ganado. Para el muchacho todo era un deporte.
Creció hablando un
francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su
madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le
obligaba a usar el español a la perfección.
Nadie habló de llevarlo
a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la
enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su
padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que
trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos
polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un
simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el
asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros
del coche.
La cocinera se
molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con
recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión
que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de
Luciano.
Cuando pasó el tiempo,
ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien
formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que
recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos
y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y
sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.
Su padre le regaló un
campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado
como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería
recordada por siempre. Él, sería un héroe.
Aprendió a volar unos
armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno
de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado
por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos.
Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y
pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un
telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en
América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y
regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se
había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y
deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida,
su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían
ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!
Resolvió la vida de
Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que
tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más
inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en
Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba
como había visto a grandes artistas en París.
Siguió cazando pero
junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando
piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras
ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en
reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron
dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer
Les confiscaron las
haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había
llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido
el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los
atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un
tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se
acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que
había envejecido.
Un abrazo enorme los
unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre
maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le
entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le
correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su
parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se
arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su
vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.
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