Merodeaba por los centros juveniles. Siempre bien acicalado, peinado y vestido como un gran señor. El automóvil impecable y lustrado como el de un caballero ocupado.
Desde la salida de la etapa del secundario se sentía perdido. Ya no podía decir que era el centro mismo de la atención de las “chiquilinas púberes”.
Se había graduado con honores, siempre brillante en el discurso y la palabra. Sus comentarios atraían por conocer temas que atrapaban las mentes curiosas de las púberes. Sabía bailar y jugar al tenis, cantaba bastante bien y aprendía las canciones de moda atrayendo los oídos curiosos. Se compró un pequeño perro que más parecía un juguete que una mascota y se paseaba cerca de las escuelas del barrio lejano a su casa. ¡No debía llamar la atención de quienes pudieran reconocer las oscuras intenciones que tenía!
Su madre, preocupada por ciertas actitudes comenzó a regañarlo. Las discusiones se iban haciendo cada vez más fuertes y difíciles. Un día la golpeó. La madre cayó sobre un sillón con un hilo de sangre sobre la tez arrugada por los años. Él, ya no era su pequeño Valerio. ¿Un monstruo? Su hijo un monstruo que ante sus angustias respondía con golpes.
Salió azotando la puerta y chirriaron los neumáticos sobre el pavimento caliente de la calle. Cuando se acercó al Liceo, dejó el vehículo, se acomodó la ropa, abrazó su mejor sonrisa y comenzó a caminar pegado a la cerca donde las pequeñas jugaban al hockey y se detuvo a observarlas. Sintió una erección indescriptible cuando una bella pelirroja pecosa se agachó cerca de él, a recoger la pelota. Esperó.
Cuando las chicas dejaron de jugar, se apresuró a la niña que le atrajo tanto hacía unos momentos. Le comenzó a hablar sobre cómo debía manejar el juego. La niña, incrédula se interesó. La invitó a subir al auto, con el pretexto de mostrarle la cancha de los jóvenes que jugaban en primera. Así la fue llevando por la carretera hasta un parque donde en efecto estaba la enorme cancha de hockey de la universidad. Se detuvo y sin hacer mucha presión, la tomó del brazo y la atrajo con un movimiento que por sorpresa la niña no supo esquivar.
Trató de besarla. Inexperta la muchacha intentó desprenderse. Le tapó la boca y la manoseó. Un auto patrulla se iba acercando, él, la soltó y salió con furia hacia la calle principal y la dejó sobre la vereda con la carita mojada en lágrimas y sangre en la nariz.
¡Otra vez será se dijo desesperado! No fue mi culpa que ella no me aceptara, con un poco de tiempo sería mi enamorada.
Cuando llegó a su casa, lo esperaba la policía. Lo arrestaron porque habían reconocido el vehículo y no era la primera vez.
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