lunes, 20 de noviembre de 2023

EL ARQUITECTO

 

Allí, frente a mi mesa en el bar encontré sus ojos. Era un hombre triste, con recuerdos ocultos en el pelo de la barba candado, en los párpados enrojecidos por no dormir de noche. Miró lo que leía. Dos o tres revistas y libros de arquitectura. Era corpulento, pero tenía el cuerpo como acurrucándose sobre sus pena.

No es mi costumbre mirar a los parroquianos de los lugares que frecuento, pero me dejó preocupada y sentí deseo de hablarle. Mauricio, el mozo que siempre me sirve el cortado con una medialuna caliente, se acercó y disimulando su voz me dijo. Se le acaba de morir la mujer en España y dejó al hijo de trece años solo allá. Está desocupado y no sabe qué hacer.

El hombre estaba derrotado. Y yo sentí todo un mundo de pena por él. Como trabajo en una empresa de viajes, le escribí en una servilleta que si podía hablar con él. Apenas leyó el billete. No levantó la cabeza. Me hizo una leve seña de difícil comprensión. Me acerqué acompañada por Mauricio quien le explicó quien era yo y que podía ayudarlo.

Entablamos un breve y extraño diálogo. Ofrecí un pasaje de atención, esos que acumulamos con nuestro trabajo y así él, podía viajar a buscar a su hijo, pero no aceptó.

Agradecido me dio la mano se irguió y salió dejando dormidos sus libros y revistas sobre la mesa. Nuestro nexo, Mauricio los recogió y guardó en un estante. Me contó que antes iba todos los domingos a tomar café cortado con leche sin azúcar en la confitería de la peatonal entre las 12 y las trece. Entonces se quedaba escribiendo o leyendo largas cartas que le mandaba a su hijo o recibía del chico. Desde que se quedó sin trabajo en un famoso estudio dejó de ir y desde ayer había vuelto. Era el espectro del que fue.

Quedé anonadada, cuando al salir para la oficina lo vi. ahí, anclado en la vereda mirando la nada. Su cabello corto estaba desgreñado y alborotado. Había mermado el color de su piel y se acercó como si los pies fueran de plomo.

Señora. Disculpe. Quiero que me venda dos pasajes a España yo le voy a pagar con un reloj de oro de mi padre. Sólo eso tengo para poder ir. Él, me necesita. Allá tengo algunos colegas y amigos que seguramente me ayudarán.

Le sonreí y le extendí la mano. Temblaba. Su ropa sport, estaba algo ajada pero se notaba que había tenido una hermosa vida. Mi ropa era la ritual de una oficinista que vende sueños para otros. Lo invité a seguirme hasta el negocio. En la puerta, grande fotos con paisajes de playas remotas y palmeras, un coliseo romano vetusto y un enorme crucero, intimidaban a los que nunca pudieron subirse a un avión, a un barco.

Le completé los trámites y guardé el reloj. Yo esperaría su regreso para devolverle ese precioso objeto que seguro era muy preciado. Él, se sintió agradecido. Creyó que lo tomaba como pago.

Lo dejé de ver. Mauricio recibió una carta desde Madrid, diciendo que regresaba en primavera. Una mañana que fui a la cafetería lo vi. Estaba acompañado por un muchacho hermoso, muy parecido a él. La silla de ruedas en la que se movía era muy moderna. Sabía que había sido a causa del accidente con la madre, donde ella murió y el quedó vivo. Le dejé el reloj en la mesa, en un momento en que se paró para ir al baño. El chico no entendía nada. Yo desaparecí rumbo a casa donde mi esposo me esperaba para tomar el avión hacia una de esas playas de ensueño que adornan la vidriera del negocio. 

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