La guerra estaba en el otro confín de su lugar de confort pero su promesa había sido ir volando a la ayuda de los más necesitados. Su lema era donde hay una bala, una bomba o una metralla, ahí me necesitan y ahí estaré. Armó una mochila que le cubría parte de la espalda, y el maletín con el instrumental. Sacó el pasaporte y buscó el mapa con un recorrido que debía hacer por varios países para llegar a ese que seguro la estaba esperando.
¿Usted es Leticia Ramos? Le preguntó un joven con cara de nada. ¿Por qué viaja? Soy Médico Sin Fronteras y necesito llegar lo más cerca posible al punto donde me esperan otros colegas. ¿Tiene VISA para entrar en este país? No necesitamos, creo que ya lo sabe. ¡A partir del año pasado se necesita un visado especial!
Leticia, siente que se le viene el mundo abajo. ¿Con quién puedo hablar? ¿Hay consulado de mi país en este? No, está en el país vecino, si quiere llamo a un personal especializado. ¡Por lo pronto le retengo los papeles y me tiene que dejar su maletín!
De ninguna manera, es material indispensable para salvar la vida a los habitantes de su país. Creo que lo necesitan. Bueno, entonces llame a esa persona que es especializado en estos trámites. A lo lejos se escucha el tableteo de metrallas y estampidos.
Mire, mientras usted me detiene, hay gente a la que yo puedo ayudar. Se acerca un hombre de cara adusta y feroz. ¿Quién la manda? Nadie, dice Leticia, soy Médico Sin Frontera. Vengo con lo poco que tengo, para ayudar a sus habitantes, civiles o no. Nunca nos han pedido VISA, sólo con nuestras credenciales he trabajado en muchos países. Páseme el pasaporte. El hombre lee: Sudán, Irak, Sierra Leona, Haití, Palestina… ha viajado mucho. ¿Cómo sé que no es una espía internacional? ¡Por Dios…! ¿Cree que podría entrar en tantos lugares peligrosos por el placer de hacer eso?
El hombre llama a una mujer soldado. Revise exhaustivamente a esta mujer. La hacen entrar en un habitáculo cerrado, con una persona que la mira con desdén y desconfianza. ¡Desnúdese! Leticia comienza la triste ceremonia de sacarse las prendas que usa. La revisa en forma descuidada y rústica. ¡Abra las piernas! Sin usar un guante le ingresa las manos en su intimidad femenina. Pase por acá, entra en una especie de radiógrafo, como a su mochila le hacen una suerte de revisión tecnológica. No tiene nada. ¡Vístase!
Sale con un rubor que acrecienta el color oscuro de su pelo y ojos. Pero sabe que no puede quejarse. El hombre especializado en eximir a los recién llegados y detectar extraños, le hace un nuevo interrogatorio. Leticia con paciencia, ya lo vivió en otros lugares, contesta seria a los reclamos. Llaman a otros dos personajes, que parecen superiores en jerarquía. Hablan entre ellos. La muchacha trata de interpretar lo que dicen, pero lo hacen en un dialecto que ella no conoce. La miran y vuelven las espaldas.
¡Puede entrar en el país, pero la estaremos vigilando! Sale y una cachetada de humo y polvo de los derrumbes la dejan sin habla. En un lugar cercano, está un coche destartalado que tiene el Logo de Médicos Sin frontera. Se acerca un muchacho sonriente. ¡La esperábamos doctora! Venga, déme su maletín y su mochila. A lo lejos ve que un tipo vestido de paisano los sigue en una bicicleta. ¡Ese es un vigilante que la seguirá por donde vaya! No le tenga miedo, nosotros le damos muchas cosas: comida, cigarrillos, ropa y remedios que a veces revende en el mercado negro.
Cuando llegan al “hospital”, una suerte de galpón de chapas y carpas con paneles de tela gruesa; y atestado de literas llenas de heridos, la hace retroceder unos instantes el olor a muerte. La sangre y el perfume de ciertos medicamentos, le devuelven el sentido. ¡Por algo vino, a dar sus conocimientos a esos pobres desheredados! La llevan a un cobertizo. Allí, cerca vuelve a divisar al hombrecillo de la bicicleta, le sonríe y este le devuelve la sonrisa. ¡Ya está, será su amigo, no su enemigo! Pero se cuidará igual, nunca se sabe. Se cambia y apronta para entrar hasta sus enfermitos.
Leticia Ramos, vuelve a escuchar en su corazón esas palabras que pronunció el día que le entregaron el título de médico y una medalla de oro por sus notas y logros. Acá estoy cumpliendo con el Juramento que hace siglos hacemos los médicos. Curar el cuerpo y el alma de nuestros semejantes. Al ingresar le entregan el cuerpo de un pequeño esquelético con ambas piernas heridas. Así comienza la gran misión.
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