Le nació la sonrisa como un granado nuevo. Era un ave
solitaria, un espejismo hecho joven. Moreno, poco agraciado y ágil, servía para
acompañar a su padre en las tareas más simples.
No era despierto como su hermano mayor y la mirada limpia
mostraba su paz interior. Buscaba el rincón más pequeño para encerrase en las
siestas y descansar en las noches. Siempre vestido con la ropa de otros,
zapatos usados, tiradores para evitar que se cayeran sus pantalones y una gorra
de fieltro apelmazada lo distinguía en la plaza o el mercado. Debajo de los
bultos, llevaba una pequeña flauta que hacía sonar en el atardecer cuando
lograba terminar su interminable trabajo en la chacra familiar.
Solía acompañarlo un perro. Callejero y sin raza conocida.
Fiel como el más fiel. Como era él. En los veranos calientes, se metía en el
arroyo a refrescar la piel que se quemaba con el sol perdulario del medio día. Su
nombre, buscado en el almanaque le resultaba raro y apenas lo pronunciaba, no
sabía escribir ni leer. Jotamario era y nadie lo llamaba así. Le decían Mario o
Jota. Sólo el abuelo, campesino laborioso y paciente lo quería y de él,
aprendió todo lo bueno de la vida, del campo, de los animales. Le cortaba el
cabello y las uñas, le lavaba los pies en una palangana y cuando fue creciendo
le enseñó a criar cerdos y gallinas, a plantar verduras y legumbres. A estirar
los cueros y juntar los huevos en los nidos de aves para poder hacerse una
buena sartenada al fuego.
Es apenas un niño grande. Un gigante enano. Un campesino
pobre sin luces ni relumbre.
Un día, Jotamario lo encontró dormido. Lo abrazó y se quedó
dos días con el cuerpo frío entre los brazos calientes por la triste fiebre del
olvido. Supo que la vida se iba caminando despacio por la vereda estrecha de
los días. Su padre se lo arrebató con presteza, le dio una palmada y le entregó
un reloj que roto y sin valor alguno, el chico amaba de su abuelo.
Creció, con el pasar de los años, comenzó a ser
imprescindible en la chacra. Y el padre viejo, lo tomó de apoyo. Murió su perro
y trajo otro, parecido y feo, leal y compañero.
Esa mañana la vio en el mercadillo, era una muchacha morena de ojos
grandes y limpios. Ella le sonrió como un amanecer de verano y se olvidó de
decirle el nombre. La siguió con la mirada dulce de un duende que cosquilleaba
en su pecho. Su padre descubrió en la sonrisa que una estrella había destellado
en sus ojos. Sin mediar palabras se acercó a la tiendita donde vendían jamones,
su padre y su abuela. Preguntó su nombre y si era soltera. Inquieto bajó la
vista y tropezó con los pies de la muchacha. Eran pequeños y rústicos. El padre
aceptó que se vieran y Jotamario le regaló una flor. Lobelia aceptó el presente
y entonces como en los cuentos que una vez le contara su
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