lunes, 2 de octubre de 2017

DE TRASEGANDO HISTORIAS EN RITMO DE VINO

 TANGUERO POR ELECCIÓN.

            El campo se pintarrajeaba de luz a esa hora en qué los pájaros dispersan los insectos. El griterío de ranas y sapos despertaba a los que se habían atrevido a romper con los relojes naturales del sueño. El mate pasaba su peor momento, flaco de yerba y azúcar quemada unido a yuyos de aquí y de allá, saborizaba la tranquilidad de la garganta.
            Don Elías se acomodó el cinto, allí escondido tenía un viejo revólver que no tocaba sino para pavonearse en caso de emergencia. Un bolso donde apretaba el dinero para pagar a los cosechadores, soportaba el permanente pasaje de la vista aguda del patrón.
            Llegó a la finca la noche anterior. La cosecha magra por el granizo tempranero, dejó la mitad de la uva en el suelo. Algo de melesca y algunos racimos se habían salvado. El sesenta y cinco por ciento apenas, dijo el de la cooperativa. Sí, era cierto, pero a los hombres había que pagarle igual.
            El tractor atropelló suavemente los perros que intentaban robar algo del fogón nocturno. Salieron ladrando sin problema. En la parrilla dormitaba, sobre las brasas, un asado que merecían los obreros. La Florita se acercó con una “sopaipilla” y le tendió una servilleta. El hombre tenía tiznada la frente. “Límpiese don Elías”. La pava, que se desmembraba sobre la hornalla, tenía hollín de varias cosechas. Algunos gallos juntaban ganas de cantar aún, y las gallinas picoteaban alrededor del dueño y la mujer.
         —¿Doctor, alguien sabe que usted vino anoche? ¿Y si se aparecen todos juntos, no habrá camorra? Anoche chuparon mucho. Era vino viejo, lo que queda, pero tontos no son. Ellos saben—. Sin esperar respuesta la Florita se levanta y se mete de lleno en la cocina.
         Don Elías sigue cebando mates suaves y lavados, pero con sabor a menta y cedrón. Comenzaba a amanecer. El rojo círculo entrelazaba su luz con los viñedos, que ralos ya, ponderaban el paisaje.
            El hombre había nacido en la tierra y por esfuerzo de su padre, tuvo que emigrar a la ciudad para ser abogado. Aún se regocija y estremece de placer al ver la finca. Harto de expedientes y códigos, añora su vida juvenil, cuando ayudaba entre hilera e hilera, atando o podando la vid. Simplemente colaboraba cuidando el agua, para que el gringo de la otra finca no se robara, de madrugada, ese oro imprescindible.
            Recordó las noches de luna, allí junto al zanjón, con la escopeta aperdigonada con sal. Evocó a su madre, esa extraña libanesa de ojos negros y profundas ojeras que, silenciosa, seguía viviendo como en otro mundo. Única mujer entre ocho hermanos, su madre era sumisa y sabia. El padre la casó con el paisano de Rivadavia. Y allá fue sin haberlo visto nunca. Obediente aceptó ese matrimonio, pasiva como toda mujer de aquella época. Siete hijos, había criado. Todos varones. Don Elías era el más pequeño. El hijo predilecto. Pero un día se fue a la eternidad, silenciosa como siempre.
            Rememorando estaba, cuando una sombra se proyectó tras él. Alcanzó a manotear la navaja que trataba de cortarle la yugular. Logró hacerle, por detrás del pecho, un profundo tajo que le abrió la carne. Su mano diestra cogió la hoja aunque se abrió una herida sangrante en la palma.
            El grito de Florita asustó al ladrón que trató de manotear el bolso con la paga de los cosechadores. Salió corriendo el bandido y en una moto se perdió entre los parrales hacia el norte con un vil acompañante que lo esperaba.
            Con el amasijo, la Florita tapó la herida y medio a la rastra llevó al apuñalado hasta el automóvil. Como pudo, el pobre don Elías manejó hasta el hospital Sícoli.  Al oír el bullicio de los que esperaban en la vereda ser atendidos, salieron corriendo los hombres y mujeres de la guardia. Rápido ingresó a cirugía. Un manchón de sangre regaba el corto espacio hacia la muerte.
            Recuperado, don Elías, descubrió que la existencia, demasiado corta, tenía un nuevo ventanal para sus sueños. ¡Siempre había querido cantar tangos! Ahora era su tiempo.
Así, con los sábados despierto a la música, en espacios sorprendentes, cantó tangos para amigos y desconocidos, que se sorprendían de su entonación y fuerza. Otra vida diferente se prendió en un farol de la esperanza en la esquina venturosa de una calle cualquiera de la ciudad.

Vocabulario

Melesca: cosecha de uva que queda en no más de dos o tres granos después de la cosecha grande.

Sopaipilla: torta frita, típica de Cuyo y otras regiones de América del Sur. 

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