ENTRE RECUERDOS Y OLVIDOS
—Me
toca a mí hoy, es difícil, pero lo cuido yo. Mañana que lo cuide el que pueda
—dice la muchacha y se agacha frente al anciano que dormita en la silla de
ruedas.
Un
mechón de cabello canoso cae desprolijo sobre la cara del hombre. Las manos,
largas y ajetreadas descansan deformes sobre los brazos del armatoste. Sólo en
la noche lo ponen en la enorme cama con dosel y pintura desvaída que tuvo mejor
memoria.
Con
un movimiento brusco la atrapa. Los ojos celestes del viejo la observan y le
mete la mano por debajo de la falda. Ella le da un golpe, grita.
—Abuelo,
quieta la mano. Soy Eleonora, la hija de su hijastro Jurguens. Quieta la mano.
Un poco de respeto. ¡Viejo zorro! ¡Bien que sabe, mujeriego, baboso!” —la joven esquiva la mirada febril del
viejo—. ¡No me busque…! ¡Seré como una fiera cuando le cambie los pañales o lo bañe!
No soy su mujer —se sienta y comienza a depilarse con delicadeza la pierna.
Mañana
es el día, la familia toda es un avispero. Buscaban para que represente al Club
de Tiro en la Fiesta
de la Vendimia
de Junín a una joven bonita como ella. Es alta, de cabello negro y ojos
celestes. Es esa perfecta mezcla de criollos y europeos que llegaron a poblar
Mendoza. Una figura esbelta y grácil.
Ella
es el sueño del pequeño paraje al que llegó después de rendir varias materias
de su carrera de Relaciones Públicas. Eleonora ha sido protegida desde niña.
Ahora su madre, mujer dedicada al cuidado de la finca, junto al marido y al
anciano, sueña con ver a su hija mayor con la capa y la corona distrital. ¿Y
por qué no departamental?
El
viejo se sacude la modorra y la mira.
—Eres
tan bella como mi primer esposa. La conocí en Marsella cuando escapaba, de país
en país, buscando salvar mi vida. Yo tenía siete años, cuando se produjo la
revolución y mi padre me puso en manos de unos extraños.
—Ya me lo contó mil veces,
abuelo. Que su mamá murió frente a usted, que le cañoneaban la ciudad y
degollaban a los campesinos que no se adherían a los revolucionarios.
—¿Te conté cómo
llegué a este país? ¿Por todo lo que pasé? —pregunta el anciano y enseguida dormita.
Eleonora
se hunde en su recuerdo, en su infancia tranquila, pero llena de historias de
guerra y metralla. Piensa qué haría ella si de pronto le destruyeran su casa,
su familia, sus amigos y su país. Mira al abuelo. Apenada, le acomoda la colcha
tejida con restos de lana multicolor, sobre las piernas. La mano rígida vuelve
a tratar de subir por sus largas piernas enfundadas en una pollera de muselina.
Usa una gastada remera con el dibujo de Mafalda. Lo esquiva. Se ríe y él,
acompaña su risa con la boca desdentada y seca.
—¿Quiere
un mate? —ofrece ella.
—No,
usa mi samovar y prepara un buen té. Allá en Rusia, siempre había un samovar en
cada casa. Aun en la más pobre. Y té caliente esperaba a cada campesino. Hacía
mucho frío. A veces hasta cuarenta
grados bajo cero. Cuando papá me entregó a aquella gente, apenas me dio una
cadena de oro y sus anillos. No tenía nada. Me los quitaron en cuanto salimos
de la villa. Y se fueron. Quedé solo y me escondí en un carromato lleno de
paja. Mis padres nunca supieron. Estaba solo como vos.
El sueño del viejo es más
profundo. Eleonora observa que de los ojos dormidos, caen unas tenues lágrimas
que se desparraman por la piel arrugada y se pierden en la boca entreabierta.
Sin dientes parece una máscara lamentable.
A las
siete, aparece su madre con las manos rojas y doloridas. Ha cosechado duraznos
y los cajones se apilan en la tierra blanquecina. El desgastado delantal es un
muestrario de los jugos dulces que emanan de la fruta. “Don Antenor vendrá
dentro de media hora a buscar los cajones. Me baño y te ayudo. ¿Cómo se ha portado
el viejo?”, dice y sale sin esperar
respuesta. La rutinaria vida es extrema y dura. La muchacha, comienza a
preparase para la noche.
Se
bañó, se sacó esa suerte de tiras de tela que le enrulan el pelo. Tiene el
perfume dulzón de las manzanas convidado por el papel de los ruleros caseros.
El cabello cae como cascada de fuego oscuro sobre su piel tostada por el sol.
El cielo turquesa de su mirada, despliega historias de amor entre gente
antigua. Tiene una mirada envolvente y labios sonrosados. Dos hoyuelos insinúan
un frágil mohín aniñado. Sobre la cama
ha desplegado un vestido, del color de sus ojos, que espera abrazar la
espléndida figura.
El
anciano despierta. La mira.
—¿Ingrid
o Hilse? Eres como una de ellas. Hermosas mujeres me calentaron la cama. Claro
que sucedió mucho después que entré en el túnel negro del barco, donde me
escondí en el carbón de los fogones. ¿Te conté que pasaron tres días y, muerto
de sed, me mordí una vena? Mira todavía se ve la cicatriz. Lamía mi sangre para
no morir de ansiedad, angustia y hambre.
—Sí,
abu, me lo contó mil veces. Cambie de historia, ya es muy vieja.
—¡Ustedes
no entienden! La muerte me seguía por todos lados y trataba de distraerla. La distraje hasta
ahora. Suele venir a verme y le hago una pirueta y se aleja. ¡Por ahora! Se
aleja por ahora. Pero viene, siempre viene. Te hablaba de Hilse. Una mujer
bella, casi como tú. Alta, de piel casi azul, tan blanca y ojos celestes como
los de mi hijo Iván. Murió en 1955. La polio.
—¿Quién?
—Mi
hijo Iván. Eso dijo un médico. Hilse se atormentaba en la pena. Se fue. Me
dejó. ¡Todos me dejan! ¿Y tú, Eleonora qué harás cuando te coronen reina?
—¡Abuelo
usted qué sabe?
—Yo
sé. Eres la más bonita de las muchachas. Verás, serás una reina y corearán tu
nombre miles de personas allá en el parque.
—Vamos,
viejo, no divague. Con suerte esta noche seré candidata al cetro de Junín.
—Serás la reina. Eleonora 1ª. Ya
verás.
El
viejo vuelve a su sueño errante y la muchacha se prepara. Ya pasada la hora del
crepúsculo, sale con su esperanza hacia el círculo social.
Una
muchedumbre se para a aplaudir a la hermosa joven que se desplaza por el
escenario. Estallan los fuegos artificiales. Allá en la finca el anciano
murmura “Ya lo sabía, mis amores, tú Ingrid, y tú Hilse me lo han dicho. Ella
será la reina”. Y se sumerge en la profundidad de las
sombras.
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