jueves, 14 de diciembre de 2017

LA ALDEA

La pequeña población donde Maida nació, es un rincón lleno de gente simple y le gusta de la charla larga que se produce al ocaso en el mesón “El Disparate”. Allí se concentra todo el parroquiano que regresa de sus tareas diarias en el campo o en las oficinas estatales.
Su padre un tonelero que hábil con las herramientas provee a varios pueblos de los alrededores. Su madre, Gimena, una mujer que se siente feliz con su trabajo hogareño. Tiene cuatro hermanas y dos hermanos que la miman y la cuidan mientras hacen sus tareas de escuela. El pastor alemán se llama Lemus y no saben quien le dio el nombre, pero los sigue como su fidelidad le dicta.
Maida es una niña tímida y suave, diferente a sus hermanos que ruidosos, van y vienen por el pequeño hogar y la huerta que rodea la casa. Con ellos vive el abuelo. Un anciano callado y sabio que sabe de plantas, cosechas, siembra y animales de granja.
De vez en cuando se sienta en la mesa del bar y toma una cerveza y charla con los parroquianos. Lemus siempre a sus pies esperando un bocado que deja caer sin disimulo. Algunas veces el saca el violín y ejecuta antiguas melodías de su infancia y juventud. Sus dedos algo agarrotados por la artritis y el paso de los años logran un bello sonido a pesar de eso.
Pero los años pasan y Maida crece con una enorme necesidad espiritual que la acercan a los enfermos, niños solos y ancianos que sienten que esa niña les lleva un arco iris de paz y ternura. Los padres la observan y murmuran preocupados que no es de este mundo real, sino de uno más lírico. Excelente alumna y buena con el violín que heredó del abuelo, canta en la iglesia con el beneplácito del cura. Ella cree que tiene un llamado especial de Dios para hacer de su vida un camino religioso.
Ingresó en un convento. Su vida allí fue un mundo de paz y oración. No perdió la alegría pero al paso del tiempo comenzó a sentir una pequeña comezón en el corazón. ¿Qué sería su vejez? Sus hermanos con hijos y familias alegres y ruidosas, la visitaban una vez al año y ella disfrutaba al llegar y sufría al irse los amores de los sobrinos.
Un día preparó su pequeño bolso y pidiendo permiso a la superiora se retiró del convento.

Pasó un par de meses y conoció a Daniel, un ferretero que ya mayor estaba solo y le ofreció matrimonio. La duda era grande, pero pudo más la ternura de ese bondadoso compañero que le mostró otra cara del la vida. Así ya mayores, una mañana alguien dejó en su portal un niño de apenas meses y ambos llenos de alegría lo recibieron con los corazones abiertos. Con el paso de los años, el muchacho se puso rebelde y una noche, discutieron con él porque llegó bebido. Al día siguiente encontraron a la pareja con un cuchillo en el pecho bajo un charco de sangre. Aun busca la policía al desgraciado hijo que no respondió al amor.

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