martes, 31 de julio de 2018

EL VIAJE DETENIDO EN EL TIEMPO




            Estamos solos. Nada responde a nuestro llamado de auxilio. Quietos en la serena ensenada de la isla que nos prometiera tantos éxtasis. El transparente cielo  permanentemente de color turquesa. Es irreal como todo lo que nos sucede. Un reloj marca perfecto las veinte horas. El sol se escabulló tras la costa. Un perfil apenas perceptible e inalcanzable. Somos unos ciegos habitantes fantasmales en la niebla del mar quieto. Se recorta nuestra barca como una gaviota nívea en el celeste inmenso. Silencio. Soledad. Una azotaina rítmica golpetea a estribor ya o tan pronto a babor. La madera cruje y se resiste al latido rumoroso de cada movimiento agónico del agua. Nos acechan las gaviotas para tomar su parte. El calor agobiante nos permite alucinar. Sombras desflecadas a lo lejos. Siento con horror que ya nadie me habla. Ni siquiera el hombre que abrazaba mi cuerpo amalgamando su piel ardiente a mi piel apasionada. Ya no se mueve ni alza su dorado cuerpo húmedo amurallando mi cintura apetecible de besos. Sigue el reloj marcando las veinte horas, disimulando el movimiento del territorio irrefutable de la tierra. ¿Existe  un lugar en el planeta donde sea realidad la vida?
            Mi cuerpo distante del insondable rectángulo del lecho. Me levanto casi de un salto y me aproximo al timón que brilla despojado de manos conductoras. Veo un pie descansando entre las tablas del compartimiento de máquinas. Me agazapo y casi me deslizo por la breve escalera que me acerca al cuerpo. Casi caigo como una carga inesperada sobre el desordenado despojo inanimado. Siento náuseas nuevamente y me mareo. Veo tres, cuatro, ¡no!;  un cuerpo caído... trato de estar cerca y tocarlo. Está febril. Inerte. Mojo con mi camisa en un cubo que contiene agua de mar, le aplico en la cabeza que babea. Los ojos dan vueltas, como las gaviotas en el cielo, mostrando líneas rojas. Trato de pensar. Una imagen se acerca y se aleja en mi mente ardiente.
            Es una mesa meticulosa, limpia y ceremonial. Mantel a cuadros azul y blanco , cubiertos de plata, copas brillantes de cristal, flores en ramillete. Un hombre se acerca con una fuente de belleza indescriptible. Colores: salmón, verde, amarillo, naranja, perfumes exquisitos, sabor a mar en la langosta aliñada. El champaña que burbujea entre las sonrisas excitadas de mi enamorado. Yo estoy sobre el mantel y me deslizo por el suelo con el vientre aguijoneado por un dolor agudo.
De repente comprendo. ¡Estoy envenenada! ¡La muerte acecha! El reloj marca las veinte. Silencio. Soledad. Debo llegar a la cabina y pedir auxilio. Una mano me impide el movimiento. El cuerpo hercúleo de mi amado me obstaculiza salir de ese lugar sofocante. Sonríe. Me mira alucinado. Me acaricia la garganta con vaivenes suaves de un cuchillo con movimientos sensuales. En mi obnubilación veo que goza y se excita. Ríe. Las ruidosas carcajadas alejan los pájaros gritones que acechan en los palos de la vela mayor. El calor me asfixia. Quiero gritar, no puedo. El terror me paraliza. Miro el reloj, está muerto. Yo también.
                                                                                                                     
                                                                                 

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