“Cuando
en medio del dolor y las dificultades no se pierden
la esperanza y se tiene constancia en el
bien, se acerca a Dios” JUAN PABLO II
La ermita era todo lo que había quedado de la estancia “
El pobre novato no cabía en sí del asombro. Sabino lo acompañó como pudo
acarreando su debilidad entre el bramido de sus pulmones secos. Abrió la puerta
y fue como ingresar al paraíso. En el altar un fresco de
Salieron de la ermita, cerraron antes que se escondiera el sol y vinieran las ánimas desde quién sabe dónde. El anciano le ofreció unos mates, que era lo único que tenía. Y se sentaron sobre unos tacones de viejos sauces cortados hacía años y servían de muebles en el rancho. El viento entraba por todos los agujeros que tenía la tapera y el humo con su olor de cenizas envolvía todo. Los mates le supieron a veneno, al cura, pero pensó que debía ser caritativo y acompañarlo. El hombre le dijo que eran los yuyos que le ponía a la yerba para alargarla, ya que una vez cada tres meses aparecía un paisano y le traía harina y grasa, yerba y azúcar, algunas velas y algo de aguardiente.
Ya entrada la noche cuando el monje quiso irse, Sabino le ofreció un jergón y allí se echó vestido. Se sacó sólo la sotana y el cuello de plástico para poder dormir algo, cosa que le costó bastante ya que no estaba tranquilo al oír aullido de animales y el ruido del viento.
Al amanecer salió a refrescarse y no encontró al viejo, luego de un titubeo, se refrescó con un poco de agua que encontró en un tacho. Era salada y de color beige, pero no había otra. Caminó hasta un pequeño habitáculo y allí encerrado en la tierra vio gallinas y pollos. Entre huecos desperdigados unos conejos mustios intentaban escapar de los picotazos que le propinaban las aves. Sintió el ruido rastrero de un hombre, era Sabino que se acercaba. Le traía unos huevos de patos silvestres.
¡Son de la laguna! Bueno de lo que queda del humedal. Y se puso a cascarlos en una lata y revolver con una varilla de romero salvaje. Yo no me voy hasta que no vuelva el tren a pasar por allá. No me puedo morir sin verlo de nuevo. Mi Tata, me trajo acá para que le ayudara en el trabajo de los rieles, sabe… y se fue muriendo, él y el tren. Ahora ya no viene nadie por acá. Ni hay escuela, ni dispensario, ni gente. Hablaba solo para explicar su estoico cuidar de la ermita y del lugar.
El sacerdote miró el reloj y se despidió prometiendo pronta visita. Vendré con algunos seminaristas y le vamos a ayudar con lo que necesite.
No venga. Si no viene el tren, no vale la pena. Yo estaré siempre acá como ese quebracho viejo. Mi Tata me dijo que nací en noviembre, creo que el 26, pero ya ni me acuerdo en qué año. Y le aseguro que nadie me hará morir si no vuelve el tren. ¡Ni “mandinga” con perdón, padre!
El ruido de un motor que se acercaba los distrajo. Sabino le apretó la mano, la rústica forma de crear un vínculo con el otro, que había aprendido de sus mayores. Un apretón de mano era una promesa a cumplir.
Una lágrima rodó por el rostro barbado del joven y se fue con la cabeza gacha. ¡Era imposible que volviera el tren!
Cerca del 26 de noviembre armó un atado con ropa y víveres. Invitó a cuatro seminaristas y en el jeep del curato, se fueron rumbo a la ermita. Al llegar vieron a Sabino parado mirando fijo al paso del tren. Con un gesto inquieto el anciano los recibió. Sin jolgorio. Los muchachos se sorprendieron del estado de abandono del viejo.
La vista larga puesta en el frente. Arrastrándose cada vez más con los pies desnudos de calzado. Armaron un tablón y le pusieron un mantel, una jarra con vino tinto y un buen guiso de lentejas. Comieron, charlaron entre ellos, ya que Sabino sólo los contemplaba. Luego de una pequeña heladera de camping sacaron una torta. ¿Qué es eso? Preguntó el anciano. Vamos pruebe la torta. Le pasó el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor dulce le hizo cambiar la cara. ¡Nunca tuve una de estas cosas en mi larga vida! y pasaba feliz los dedos por la crema. Le cantaron el “cumpleaños feliz” y a lo lejos… muy a la distancia, se oyó el ruido metálico de un tren que pasaba por los viejos rieles.
Sabino, el “viejo”, el cuidador de la ermita lloró por primera vez en muchos años. La sagrada Familia había hecho el milagro.
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