“Para eso
quiero la revolución, para desatar gigantes y potencias” Solicitada Juan Pérez
La hermosa
ceremonia no comenzaba hasta que llegara el señor presidente con su comitiva.
Siempre ocurría lo mismo, había que esperar. El tan soñado regreso del
presidente electo, del destierro sacó a los viejos ocultos que seguían la
doctrina. Su sonrisa era inconfundible. Sus manos, con manchas de color oscuro
acongojaban a quienes deseaban la inmortalidad.
Llegó con su
nuevo traje en lugar del uniforme que lo hacía ver más imponente, pero los años
habían hecho estragos en su salud. Su nueva compañera, varios pasos atrás, apoyada
en un hombrecito gris, de aspecto zorruno que observaba con astucia a los
presentes, catalogando a los reales adictos y a los hipócritas, sonreía
sorprendida por la suma de caras desconocidas a las que literalmente temía. El
secretario, como lo llamaban, hablaba al oído de la señora para susurrarle apellidos,
grados o cargos que ostentaban algunos personajes que la saludaban.
Muchos habían viajado a la casa en su refugio del
exterior para suplicar apoyo, llevar comentarios y como espías, pero siempre
hubo un servicio de control para conocer quién era quién, en ese ir y venir de
arrivistas. Había que cuidar al anciano jefe. Él, era el hombre.
Hacía calor y a
pesar de los ventiladores que taladraban con ruidos dispares desde los techos,
sólo removían el aire caliente y húmedo. El grupo de representantes del
gobierno se apretujaba junto al gran escritorio, donde se firmaría el despacho
de los nuevos subtenientes. Un verdadero enjambre de mozos con bandejas, hacían
piruetas entre los asistentes para llevar jugos y refrescos, vino y champagne;
otros con pequeños bocados deliciosos retrocedían frente a verdaderas
emboscadas de manos que arrebataban hambrientas los minúsculos canapés. El
murmullo apagaba la música que desde la galería exterior intentaba un grupo de
músico serenar los ánimos.
El
plantón era inevitable y todos sabían que tendrían un largo y extraordinario
día. La espera valía un millón de esperanzas.
Esa mañana,
Delfina se había despertado muy temprano, no salía el sol y un suave resplandor
movilizaba a los adultos en la casa. Ella y Gabriel, tenían listo el uniforme
de gala y el traje, único blanco, que estaba dentro del protocolo que exigía
ese acontecimiento para ella. Salieron hacia el Edificio del Comando, cuando
asomaba un anillo rojo en el horizonte.
El edecán de turno, estaba sofocado por el grupo
de fotógrafos y periodistas, que pujaban por tener la nota más próxima de la
firma de los diplomas por el Hombre. Se acercaba el medio día y ya pasado el Te
Deum, las fanfarrias, discursos y salutaciones, era imposible no sentir la
canícula que no respetaba a nadie. El grupo mostraba un cierto cansancio y mal
humor oculto para aparentar estar
felices. ¿Quién iba a ser tan descortés y darse a los ojos de la comunidad tal
cual sentían? Hipócritas, mantenían una sonrisa amable y benigna. Eso era lo
esperable por las circunstancias.
Atrás, en segundo plano, las esposas de
ministros, militares, asesores y los padres del grupo de jóvenes graduados, se
movían y murmuraban impresiones. El calor era insoportable. La humedad del día
presagiaba una gran tormenta. Entre grupo de señoras, Delfina, parecía una flor
marchita. Su hermoso trajecito de hilo blanco parecía un trapo viejo y ajado.
Sacó de la cartera un almanaque y se dio aire. Recordó que dejó el abanico
sobre el tocador y olvidó que siempre era necesario en esos acontecimientos.
Cada mujer observaba con discreción a las que
tenía cerca. Miraban ropa y calzado, alhajas y peinados. Unas por curiosas,
otras para copiar y otras por envidia. Hembras al fin, tendrían mucho para
chismorrear entre amigas y familiares por unos cuántos días y semanas.
Delfina había dejado los chicos con María Clara,
su hermana. Imaginó el ruido en casa, y el derroche de agua en las canillas.
Sufrió pensando en los vecinos que sólo en la noche conseguían juntar en los
tanques el precioso líquido. Cada año se construyen más viviendas y monobloques
en esa zona, pero no agrandan las cañerías y atanores maestros, ni hay más agua
potable disponible. Sufría cuando al querer bañar a los niños solo salía un
hilo de fluido de los grifos. ¡Los chicos todavía no entienden que deben
cuidarla! Pensaba sin oír otro de los discursos que expresaba un embajador de
algún país que ella no conocía.
¡Pobre
María Clara, con sus veinte años y sin
experiencia, los chicos la estarían volviendo loca! La gente aplaudía. Comenzaban
a moverse. ¡La empujaron hacia un costado y quedó semi-sepultada entre dos
señoras gordas que lloraban! Rezó pidiendo que se terminara rápido todo. Ese
día, quería, llevar a los chicos a la quinta de su amiga Cecilia. María Clara y
con sus cuatro niños y los seis de Cecilia, tomarían un poco de sol. ¡Pensar en
la pileta de la quinta, en la frescura de los árboles y en un poco de
tranquilidad, la llenaba de gozo! No exigía mucho la habían preparado para
aceptar la vida como se presentase, pero siempre la mujer joven sueña y espera
algo mejor.
Alguien la volvió a empujar y quedó junto a dos
oficiales de marina, que la miraron con cierta ironía. ¡La próxima vez le diría
a Gabriel que ella no lo acompañaba más a esas tediosas ceremonias! ¡Pero cómo
no lo iba a acompañar, si él era tan bueno y siempre le daba los gustos!
Cuando pudo se acercó
al grupo de esposas de oficiales que ella conocía. La recibieron con algunas sonrisas
y comentarios intrascendentes! Como siempre aburridas y preocupadas por no
poder estar cumpliendo con alguna tarea familiar.
¡Pensar que ella era
una chica culta y preparada! Siempre que se juntaban, terminaban hablando de lo
mismo: Embarazos, partos, traslados y mudanzas.
Cuando tenía trece
años, viajó con su madre y hermanas a Europa. De acuerdo a la idea de su padre
una joven debía tener una educación acabada y entre esas premisas, era
imposible no hablar Inglés y Francés, viajar a Europa y tocar el piano.
Su
estudio de piano, fue un suplicio. Odiaba a
Le estaban preguntando
por sus chicos. ¡Bien, creo, que los dejé bien estoy segura! ¡No sé ahora cómo
estarán, son cuatro, alborotan y juegan! No podía soportar, ese calor húmedo y
la gente que la apretaba y empujaba. Trató de localizar a Gabriel. Lo vio a lo
lejos con otros oficiales de mayor rango. Intentó de acercarse, para decirle
que quería irse. Cuando llegó junto a él, le estaban preguntando algo y no le
prestó atención.
Le tomó la mano y le susurró
que se iba. Eran las quince treinta y minutos. Él, distraído, le entregó las
llaves del coche. Le dio un ligero beso en la frente y siguió hablando con sus
“superiores”.Delfina saludó a algunas señoras conocidas y salió al pasillo
lateral. Allí había un grupo de soldados, que reían distraídamente. Les
preguntó dónde estaba el baño y medio desorientados le indicaron sin precisión. Siguió por otro
pasillo casi desierto. Llegó a un recinto donde había una puerta, que no le
dejó dudas. Entró, el baño. Estaba limpio, impecable. ¡Gracias a Dios! Y
fresco.
Orinó. Se quitó la chaqueta
del traje y se refrescó. Se retocó el maquillaje y peinó; Cuando miró la hora, se dio cuenta, que hacía
desde las ocho que estaba de pie. Tomó
una aspirina. Eso le calmaría el dolor de pies. Sintió consternada que las
sandalias de tacón le apretaban y había anulado con la mente el dolor. Salió al
pasillo, y siguió buscando una salida del lugar hacia donde dejaron el coche.
Cuando estaba en la
calle, vio unas cabinas de teléfonos públicos. Buscó en su cartera y encontró
fichas. Gracias a Dios, tenía la manía de
tener de todo en la cartera. Siempre se reían de su costumbre de tener
cosas insólitas en la cartera pero la sacaban de apuros y ella, no era de las
mujeres amigas de pedir ayuda y molestar.
Educada con rigidez y
sobriedad, sabía que tenía que salir sola del paso, en cualquier circunstancia.
Marcó el número de teléfono de su casa. En medio de un griterío se escucho la
voz de María Clara.
-¡Hola! ¡Chicos silencio que no escucho nada!
-María Clara, soy yo, Delfina, mirá prepará a
los chicos que yo espero llegar en media hora y nos iremos a la quinta de
Cecilia en el Tigre.
-Delfina, ha venido el mecánico del lavarropas
¿Qué hago?
-Decile que lo arregle, yo voy enseguida y le
pago.
-¿Vienen con Gabriel? ¿Comieron algo?
-No, voy sola y no tengo deseo de comer, de
todos modos, tomaré algo de jugo de naranja o leche, Cuando llegue. ¡Prepará
sándwiches y fruta en una canasta!
-¡Te esperamos! ¿Llegarás alrededor de las dieciséis
quince o más tarde?
-No más de las diecisiete. Besos a los chicos y
que se porten bien!
El diálogo se cortó e inmediatamente, Delfina
salió de allí a buscar el coche entre los autos estacionados. El Peugeot bordó
brillaba al sol. Parece un horno. Abrió la puerta y trató de airearlo. Se sacó
la chaqueta, pero se dio cuenta que le impediría quemarse con el asiento y se
la colocó nuevamente. Puso el auto en marcha y esperó un rato como le indicaron
Gabriel y el mecánico.
Salió con
dificultad, de entre ese cúmulo de coches estacionados. Junto con ella salieron
otros coches. Enfiló por la amplia avenida. Colocó un cassette de Roberto Carlos.
Buscó una calle lateral más fresca y arbolada. Con todas las ventanillas
abiertas el coche estará menos caliente. Y se perdió por un enredo de caminos
que rodeaban la zona.
No había ningún retén militar pero no le puso
atención.
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