Jordán se
arrinconó en la porqueriza. Ya sabía lo que vendría después de semejante
escándalo. ¡Una lluvia de palos y palabrotas del salvaje! El vecino de la finca
de “La Llorona”
era un colorado grandote, malicioso y malhumorado. Siempre prepotente y gritón.
Por nada o casi nada se venía a pelear con su patrón. Siempre estaba armado y
su voz tronaba entre los durazneros y perales. Jordán le tenía mucho miedo. Ya
había recibido varias zurras del matón. Y su patrón no podía hacer nada por su
pierna de palo y metal que tenía desde el choque con la “chata” en la Feria. Jordán se tapó los ojos
y los oídos con las manos entre las piernas canilludas y sucias. Acurrucado y
tembloroso. El miedo lo atormentaba. Un estruendo lo achicó contra los
tablones. Luego un pegajoso silencio sombrío lo adormeció.
Cuando se
atrevió a salir, el patrón de espalda en tierra, con los ojos abiertos,
vidriosos y mudos, yacía sobre un enorme coágulo bordó, con un agujero en la
frente. “Chispa” el perro echado junto al viejo lamía la pata de palo tratando
de hacer mover al dueño.
El grito de
Jordán hizo vibrar el callejón y los árboles. Como un trueno de horror, comenzó
la tiniebla de la vida del pobre muchacho.
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