Podría volver atrás... ¡Si pudiera! Ya no recuerdo su
nombre o sí me acuerdo. Repito que fue hace mucho tiempo. Mis canas me susurran
al oído su nombre, mis arrugas su imagen extraordinaria. Era joven. Moderna sin
estereotipos. Era la mujer que admiraba en secreto. Era la madre de mi mejor
amiga... Beba.
Trabajaba
en una oficina del centro. Cálida. Sobria. Desenvuelta. En mi mundo de
adolescente soñadora parecía una duquesa sin ducado. Una reina. Majestuosa y
alegre.
Mi
mundo estricto de deberes y pocos derechos, me permitía liberar mi simpatía en
sus ojos color canela. Nos envolvía, a su hija y a mí, de un sabio respeto por
nuestros sueños. Tal vez para mí eso era muy nuevo. Inauguraba, cada vez que
llegaba de la calle, un rito estrafalario para llorar a carcajadas. Y nos
dejaba jugar con sus ropas y lencería, sus tacones y sus alhajas de fantasía.
Usábamos los restos de maquillaje para parecer actrices de cine en juego. Luego
venía el tiempo de la “crema”. ¡Ah, qué increíble era verla untada de pie a
cabeza en crema después de su jornada de trabajo! Y nosotros también.
Allí,
en su lecho, después de la ducha, parecía ( como solía decir Beba) Madame
Pompadur. Era una extraña dama. Me tenía seducida y con mi secreto sueño de
diva, inscribía en mi imaginación la novela heroica de tomar su lugar cuando
creciera.
Soñé
ser así. Tal vez soñé y crecí desgastando en suspiros una realidad idílica sin
serlo. Ella tal vez no era tan feliz como yo creía.
Un día llegó muy alterada y no permitió que jugáramos en
su cuarto. Asombradas, fuimos al escritorio y comenzamos a escribir un
teleteatro para remedar los de la radio. Beba estaba muy seria. Sombría, diría
yo. Luego de escuchar algo de música clásica que era lo que nos servía para
representar nuestros relatos teatralizados, me pidió quedarse a solas con su
mamá. Yo salí sin imaginar que no volvería más a compartir sus vidas.
Como era nuestra
consigna, antes de ir a dormir, llamé a su teléfono. Sonó y sonó, pero nadie
acudió a mi llamado. No asistió a la escuela al otro día. ( A pesar que había
una evaluación importante) eso me preocupó mucho. A la señorita Monona también.
Me preguntó si yo sabía qué le había pasado. Todos sabían que éramos
simbióticas con los juegos y estudios. Yo me quedé toda la mañana triste. No
tenía respuesta. Tenía que esperar.
Cuando llegué a mi casa
hice el comentario y mamá no le dio importancia (como siempre) dejándome ir a
buscarla luego de la siesta. Así hice. Llegué a la casa. Todo estaba cerrado.
Toqué el timbre y no acudió nadie. Esperé sentada en el umbral de la casa, miré
la vereda, que siempre relucía y vi hojas secas que jugaban con el aire.
Volví a golpear, esta vez, con las manos en la puerta. Nada. Silencio o mejor
dicho, retumbó el silencio en un hueco deshabitado, que yo ignoraba. Así pasó
una semana. Otra. Y otras. Una mañana, me llamó la señorita Monona y me dijo:
- Bernardita, he recibido
una esquela de la mamá de Beba. Se han ido a vivir a Bs.As.; no van a
regresar.- quedé atónita. – dice que te diga que cuando puedan te van a
escribir. Vete a jugar niña.- y caminó cabizbaja por el corredor oscuro. Se
recortaba su figura con un cansancio enorme. Allí descubrí que no era tan joven
o que algo le ensombrecía el alma.
Esperé un tiempo
prudencial, para mi edad y le volví a preguntar si ella tenía alguna noticia.
Me contestó con voz entrecortada por un suspiro: -No, querida, trata de
olvidar, no sufras tanto. Ella te quiere igual que siempre. Cuando pueda,
seguro se comunicará contigo. Dile a tu papá que necesito hablar con él.- yo
asentí, pero unas lágrimas corrieron por mis mejillas.
Papá acudió preocupado.
Mis calificaciones estaban derrumbadas. Yo estaba derrumbada. Hablaron a solas
un buen rato y papá salió, me abrazó muy fuerte, acarició mi cabeza, con sus
enormes manos consoló mis lágrimas y me dijo: - Enseguida te vengo a buscar.
Bernardita, ya hablaremos.- salió de la escuela con los hombros caídos. Parecía
golpeado por ¿no sé qué dolor?
Cuando llegué a casa,
mamá estaba muy seria. Me miraba distinto. Había cocinado mi plato favorito.
Milanesas de “pecheto” con huevos fritos. Yo no tenía hambre, pero me di cuenta
que se esforzaban por darme una alegría y comí. Tardé el doble que otras veces.
Era muy lerda para comer, porque nunca tenía apetito. Papá se sentó en el
momento del postre. Mis hermanas se pararon automáticamente y con un pretexto
salieron hacia sus tareas escolares. Mirta, la muchacha, que nos había criado,
se disculpó y también salió del comedor. Quedamos solos: mamá, papá y yo.
-Bernardita... ( carraspeó papá, mirando a mamá) debes
saber que no volverás a ver a Beba ni a su mamá.
-¡Papá, qué pasó? Yo soy su mejor
amiga.- dije entre lágrimas.
-Es muy triste y difícil de explicar, pero confío en tu
educación cristiana. La mamá de Beba, en un ataque de ira, mató al esposo. Como
no era el papá de tu amiga, ya que la señora era divorciada, Beba vive en Wilde
con su verdadero papá. Vive en Bs.As.; lugar adonde ella pasaba sus vacaciones
¿Te acuerdas? Ella siempre hablaba de esa casa.
-Y ahora papá, ¿qué será de su vida?- me sequé las lágrimas
con mi pollera.
-No lo puedo decir, te prometo averiguar. – papá salió
cortando toda posibilidad de más explicaciones.
De pronto un castillo
fuerte y poderoso se derrumbaba frente a mí. Entendía apenas lo que había sucedido.
Mi heroína estaba presa. En mi mundo mágico, imaginé que un malvado rey la
había raptado. Quise pensar que un buen príncipe la iría a rescatar. No fue
así. Al año justo, recibí una tarjeta para mi cumpleaños. Beba se había
acordado de mí. Al abrirla noté que no era su letra. La firma era de su mamá.
Sentí un dolor profundo en mi alma juvenil. Ese día había cumplido mis trece
años.
Le mostré el sobre a
mamá, que sonrió pero luego seria, me dijo que rompiera esa breve esquela. ¡Esa
mujer no debe tener contacto contigo, dictaminó! ¿Quién sabe qué quiere de ti?
Es mala.
Salí callada del comedor
y me senté en mi escritorio. Pensaba en cuán mala podía haber sido esa hermosa
y alegre mujer. Odié a mi madre. Ella me obligaba a romper el único vínculo que
me unía a mi mejor amiga.
Pasaba por el frente de
la casa. El jardín del frente se fue llenando de pasto y yuyos. La gente
desaprensiva dejaba basura de todo tipo. Un día vi un cartel de: SE VENDE.
Habían abierto las persianas, cortado el pasto y limpiado todo. Una señora
añosa, me atendió cuando llamé. Le pregunté si había visto a los dueños, sonrió
y me contestó que por el juzgado tenía que vender la propiedad. Le pregunté a
papá si él, no podía comprarla. Él se rió con muchas carcajadas. No,
Bernardita. Es una casa cara. No puedo. Me fui a escuchar Scherezade, y fue
Rinsky Korsakof, quien me dejó temblando de pie a cabeza. Esa música era
nuestro nexo de hermanas del corazón.
Pasaron muchos años. Crecí, me casé,
formé mi familia. Un día caminaba por la calle Espejo y de espalda, me pareció
ver la figura de la madre de Beba. Casi puedo decir que corrí hacia ella. Le
toqué el hombro. Cuando se volvió, vi los ojos de color canela. No era la
madre, era Beba. La abracé como si hubiera encontrado a Dios en persona. Ella
me miró casi indiferente. Perdón, qué desea señora, me dijo zafándose de mis
brazos.
-
Beba... soy Bernardita, tu amiga de la infancia. –
-
Perdón, no recuerdo, ¿Bernardita qué? –dijo mirando a
la distancia.
-
Bernardita Araujo, no te acordás de Scherezade, de
nuestros teleteatros... -mi voz había comenzado a temblar.
De pronto de
un negocio, salió un señor con una mujer canosa, que apenas podía caminar. Casi
ciega. Artrítica y deforme. Era la madre de Beba. Se paró y me miró. Unas
lágrimas de dolor surcaban sus arrugadas mejillas. Estiró la mano y acarició mi
cabello que ya tiene canas.
-
Bernardita, mi querida Bernardita... ¿ qué ha sido de tu vida? – y miró a Beba que
jugaba con un pequeño muñeco de peluche.
-
Señora Dulce, soy yo, Bernardita con más años y el
mismo amor. Los recuerdos... ¿ qué le pasa a Beba?
-
Un ataque de esquizofrenia. No conoce a nadie, está
como autista. La culpa es toda mía. No supe ser buena madre. ¿Supiste alguna
vez lo que pasó?
-
Papá me contó. Pero a mí, no me importaba, yo quería
volver a verlos. Mamá me impidió que contestara su tarjeta de cumpleaños.
-
Yo hice eso para ver si tú, podías hacer algo por mi
hija. Fue en vano. Ella tiene tu edad pero no sabe quién eres.
-
Déjeme que le hable, que le muestre fotos de entonces.
Tal vez... si escucha nuestra música
recuerde y vuelva. – temblaba. Me pasó una pequeña tarjeta. Era una mala copia
de su juventud.
Logré ir a su
nueva casa, que estaba lejos, en un barrio precario. Lúgubre, con las ventanas
estrechas. Sin cortinas. Los muebles de segunda mano. Abrió ansiosa la puerta y
me hizo pasar. Sentada en una hamaca se mecía Beba. Puse Scherezade... y
sentándome junto a ella fui desgranando las fotos. Uno a uno los álbumes pasaba
de mi mano a su regazo. Me convidaron un refresco cola. Yo les comenté que
tomaba mucho café. Me ofrecieron uno, que tomé de un sorbo. De repente Beba se
paró y comenzó a bailar como cuando jugábamos a los doce años. La tomé de la
cintura y bailamos. Bailamos. Comenzó a reír. Reía a carcajadas. Y pronunció mi
nombre... Bernardita. Y lloré. Lloramos
de alegría. Beba, mi hermana del corazón, había regresado.