lunes, 26 de agosto de 2024

MÁS VALE PÁJARO EN MANO QUE CIEN VOLANDO


 

            Agapito siguió a la yegua madrina con la tropilla chusca. Tenía que aceptar, cabeza gacha, con las órdenes de misia Eleuteria, su patrona.

            Desde que don Juan Leoncio murió, esa mujer se había estropeado la sesera. Pedía, exigía y ordenaba cosas cada vez más locas. El peón sabía que era más práctico ir a la feria del agro a comprar un padrillo y dos o tres yeguas como “Aurorita”, la madrina que ya vieja y mañosa  no tenía potrillos y pateaba cuando los chúcaros la querían “cubrir” pero no le podía discutir, ella creía saber todo.

            El potrero sur estaba atestado de potros ordinarios, de poco valor que nadie quería. Con sus coces, rompían los alambrados y el potrero era un asco. Una tormenta de truenos y refucilos, los espantó tanto que corrieron dislocados en todas direcciones, cayéndose algunos y quebrados sus patas otros. Luego fueron cayendo en el barranco del río que venía borracho de aguas turbias. Era como fuego húmedo y lodo. Los animales se alejaban como cadáveres de la Apocalipsis. Así había dicho el padre cura en la capilla hacía un tiempo. Así es el demonio, como el río cuando está bravío y ciego. Arrasa con todo.  Y fue así, no quedó nada, o sí, la yegua madrina que herida y enlodada se arrastró hasta el alto llamando con relincho a los pocos caballos y potrillos que sobrevivieron.  

 

 

TE TIENES QUE IR

 

Tal vez encuentres las pisadas que perdiste

Buscando un vergel de palabras de ternura.

En la estrecha tierra sembrada de locura

Que en otro tiempo tú me prometiste

 

Tal vez me busques en las sombras del camino

En la ventana asombrada de silencio

Pero aunque esperes bajo el sol o las estrellas

No me verás como me viste en aquel tiempo

 

Ya te fuiste y yo te extraño un tanto

Como se extraña la lluvia en primavera

Será el tiempo doloroso de la espera

 

Cuando entendamos el dolor del adiós

Y aun el triste llanto, suene en la tarde

Como violines oxidados, dolor atroz.

 

OTRO CUENTO DE FÚTBOL

 

Las chicas no juegan al futbol, dijo seria la Yolanda. Es de poca clase y deben ser muy delicadas en el trato entre ustedes y con las otras chicas. La miraron raro. Ella, las hermanas Esperanza, venían de un pueblo donde el “potrero” era el lugar donde  juntaban todos, pibes y pibas, gordas y flacas, altos y petisos y ahora en la ciudad, donde les dieron el departamento en el edificio nuevo el Intendente, estaba la cancha armada sólo para los varones.

Esa idiota, la Yolanda, era la secretaria del Intendente, medio nariz parada, medio melosa.

Los domingos para ir a ver el partido, el padre no las podía llevar. Eran un ómnibus, un tren y otro ómnibus de ida y luego en el regreso otro tanto, mucha plata y tiempo para llevarlas.

Cuando volvía les relataba detalladamente los planteos del D.T. en cada jugada y ellas se imaginaban que jugaban con ellos. ¡Su sueño se iba muriendo de a poco por las tardes de otoño! Lali se puso medio de novia con un pibe hermoso. Era alto y musculoso, de voz grave y mirada soñadora. Él, odiaba el fútbol, decía que era deporte de “grasas” y entonces comenzaron las peleas. La Lali era buena en la cancha, allá en Pico. Pero no podía salir de nochecita a patear en la vereda porque quedaba fulero.

Etelvina se hizo amiga de dos pibes, eran como de su edad y bien plantados, buenos para hacer jugar la pelota entre las piernas y el cuerpo, y los brazos y la cabeza. ¡Eran muy cancheros y la hacían de goma! Pero, su mamá les aconsejó que no salieran con ellos a jugar en la calle, no quedaba bien.

Abril, la del medio, se animó y le propuso al padre ir a la municipalidad y preguntar si no había una forma de armar un equipo de chicas que jugaran futbol. La tal Yolanda, puso el grito en el cielo, pero como venían las elecciones, el jefe, dijo: ¡Sí!

Se armó una lista de aventureras y se formó la “Liga Juvenil Municipal de Mujeres de La Central Sur” y allá comenzó el torneo. Un partido, un triunfo, otro partido otro triunfo. Al final, comenzaron a llegar periodistas de la radio, del diario y ya las reporteaban. La Lali se peleó con el novio y jugó, y pateó con todo y ganó. Un día nublado, frío y con una tormenta en cierne, llegó un auto negro con vidrios polarizados. Bajó un hombre rechoncho y pelado. Con un toscano en la boca y las manos en los bolsillos del sobretodo. Miró casi todo el partido. Se fue. Al día siguiente el Intendente las hizo ir a las tres al municipio. La Yolanda estaba más seria que vaca que va a parir un ternero. Y el “Tipo” les propuso jugar en la liga femenina mayor. Les pagarían un montón de billetes y les daban estudios y casa  con todo.

La madre furiosa les prohibió y el padre se refregaba las manos. No necesitaba más levantarse a las cuatro de la mañana para ir a la Feria y cargar bolsas. Así es que entre retos y disputas las Esperanza, partieron para la capital y terminaron siendo una leyenda.

 

 

HISTORIA DE UNA MUJER

  

¡La mesa está servida! Me enteré esta mañana de algo importante. Sí, si, te escucho. Me pueden interrumpir, por supuesto. ¡Ah, es que vino Martín esta noche! No sabía que había vuelto. ¿Cómo le fue en el viaje, ganó el torneo? Me imagino lo felices que estarán sus padres. Y vos, claro. No, servite tranquilo viejo, hay más. Hoy hice un puchero grande y guardé una parte en el congelador para después. También cociné estofado para varios días y amasé fideos y lasaña de carne y verdura. ¿Te gusta el pastel de papas? Ya dejé para por lo menos un mes y medio en el freezer. No, no lloro. Y bueno, si estoy llorando un poco… por todo lo que ustedes han logrado en estos años, y vos viejo, tu ascenso en la fábrica y Jorgelina en la facultad que le falta tan sólo la tesina.

Lloro por todo lo que Leopoldo ha ganado en estos años en la empresa y que yo no he podido ni siquiera ir a conocer Mar del Plata, ni pude ir a ver el ballet o salir a bailar a un “boliche” y porque nunca terminé besando a un hombre como Delon o Bratt Pitt o La Port, lloro por las joyas que miré mil veces en las vidrieras y no pude comprar, o en los viajes que soñé hacer a oriente o a Europa. Lloro, sí, ¿y qué? ¿Acaso no tengo derecho a llorar por el futuro? Ya lloré mucho en el pasado. ¡Por favor no atiendas el timbre que suena! Debe ser el tintorero que trae el vestido azul que mandé a limpiar, ese que te gustaba tanto cuando nos pusimos de novios. Pronto, seguro lo voy a usar.

¡Gracias por darme tu pañuelo! ¡OH, está roto, traeme el costurero Jorgelina, así lo remiendo! ¿Este es el pañuelo de tu papá? Está gastado. Sí, yo también más que gastada estoy rota. Hoy me llamaron del laboratorio y me dijo la secretaria que… me estoy muriendo, la biopsia dice: “Cáncer terminal” en el útero,  con metástasis en hígado. Por eso he hecho las cosas para ustedes. Viejo, por favor, pasame la sal. ¡Gracias!

CUENTOS DE FÚTBOL

 

 Mi padre era de esos hombres del siglo pasado que tenía cada día organizado minuciosamente. Se levantaba temprano y salía a cumplir con sus tareas de bancos, oficinas y luego al regresar entraba al consultorio que estaba en el frente de la casa y se vestía como lo que era un odontólogo impecable.

Tenía los turnos escritos en un carnet y como sus clientes lo conocían y sabían que nunca los hacía esperar, llegaban a horario.

Cuando abría la puerta que separaba la sala de espera al espacio donde brillaba su equipo, comenzaba la danza. Había clientes valientes, otros miedosos y otros aterrorizados. Tengo que aceptar que en esa época el ruido del torno era horrible. Yo odiaba cuando papá nos hacía entrar para revisarnos. Temblaba.

Todo era normal durante la semana, pero cuando llegaba el domingo…mi padre se transformaba. Lo primero nos llevaba a misa de la mañana o a las diez o a las once, luego nos sentaba a comer los “tallarines” caseros que amasaba mamá con tuco de pollo casero también que religiosamente nos regalaba nuestra abuela paterna los sábados y luego sentado junto a la “radio” de madera lustrada con diales de baquelita, comenzaba el:” Partido”.

Había que hacer silencio. Nosotras tres hijas mujeres y mamá, a leer o a bordar cerca de él, en silencio. Yo, me abstraía y volaba con mis libros de cuentos de la colección “Robin Hood” y mi hermana mayor dibujaba con tinta china y plumín cucharita, en papel bellísimos trazos de flores y paisajes. Mi hermana del medio, era la más rebelde, recortaba de la revista “Para Ti” fotos de artistas de cine.

Papá se transformaba. Se paraba, se sentaba, bufaba, según fuera lo que relataba el locutor. El grito de Goooolllll solía asustarnos un poco. ¡Nunca lo escuché, eso sí, decir una mala palabra! Pero a veces cuando el partido era peliagudo y ganaba su equipo favorito, se paraba y abrazaba a mi mamá y nos daba un beso a nosotras, que no entendíamos nada.

Una vez, me llevó a la cancha. Era en el parque General San Martín; el club Gimnasia y Esgrima, y me sentó en un asiento que llevaba su nombre y apellido. Miró un partido de los chicos que recién empezaban a patear el balón. Yo me distraía y él, pobre, trataba que me interesara lo que pasaba. ¡Dios no le dio un hijo varón y yo ni entendía ni me gustaba ver a ese montón de muchachitos peleando detrás de una pelota! ¡Pobre papá!

Salió dándome la mano y eso me gustó tanto que le pedí que me llevara cuando quisiera. No pudo ser muy seguido, pues él, era un profesional muy requerido.

Pasó el tiempo y cuando justo apareció la Televisión en blanco y negro, se enfermó y al poco tiempo falleció.

Lo lloraron su amigos, sus clientes y nosotros quedamos desoladas y sin tener casi sin qué comer. Mamá hizo malabarismos para terminar de educarnos y criarnos y el sábado, aunque no nos gustara el fútbol, mamá se sentaba junto al aparato de televisión y miraba un partido en su nombre. ¡Nunca me voy a olvidar cuando llegó el televisor a color para el Mundial de 78!  Por primera vez, nos sentamos todas y lloramos la ausencia de papá, ¿Él estaría entre esa multitud ruidosa mirando un partido? ¡Vaya uno a saber!

 

OJO POR OJO

 

                               Vivo de una sonrisa, que usted no supo cuándo me donó. Renato Leduc

 

     No es lindo estar prisionera en un lugar húmedo y oscuro. Aun no se porqué estoy acá. No puedo dormir ni descansar con el ruido de las rejas que hacen otras prisioneras. Mi historia comenzó hace muchos años. Yo nací en un pueblo pequeño, de la zona costera, acostumbraba a esperar la pequeña barca de mi padre que con mis tíos y primos mayores salían muy de madrugada a pescar a la mar.

Es cierto que no siempre regresaban con buena carga. El pescado estaba raleando en ciertas partes y a veces la marea roja, impedía que se recogiera algunas especies. Otras, el agua revoltosa y rústica impedía alzar las redes.

Lindo era ver la llegada de varios botes, que llenos de presas se podían vender en la rada. Desde que una tormenta rompió el casco, papá, cambió el carácter. ¡Era duro como las rocas que acordonaban la playa!

Mi madre había muerto hacía como dos años y eso le endureció más el humor. Nunca lo ví llorar. Y nunca supe de una caricia o beso de mi padre. Fui creciendo como la hermana mayor y asistiendo a toda la familia en la faena diaria. ¡No me gustaba esperarlos con los guisos de arroz y pescado que sobraba de la venta diaria! El silencio nos enroscaba en la madrea húmeda del mesón donde las cazuelas se mezclaban con los trozos de pan que aprendí a hacer junto a mi tío Alfio.

Me gustaba ver en la noche, desde la ventana las luces de los botes que estaban desperdigados por el mar. Parecían luciérnagas en la oscuridad y cuando la luna llena se enamoraba del las aguas, competían con el lucimiento de luces.

¡Pero ahora estoy aquí, encerrada por lo que me pasó una noche de verano en el puerto! Yo había ido como siempre a esperar casi al amanecer el bote con mi familia y me senté en una enorme ancla que dejaron perdida los marineros antiguos.  Coménzó a soplar un viento fuerte y helado. De las sombras apareció un enorme pescador que me tomó por la cintura y arrancándome la ropa, me desgració. Parecía una guerra entre el mal y el bien. ¡Yo siempre llevo una cuchilla afilada en las bragas! Se la clavé en el corazón al maldito. Y cayó boqueando como pescado sin agua sobre el cemento frío de la rada. Me quedé allí, sentada esperando a mi padre. Cuando llegaron, el silencio me envolvió y me caí desmayada junto al desgraciado muerto.

Mi padre tomó el cuchillo y se lo clavó en los ojos y le cortó el pene y los testículos. ¡No tuvo que hacerte eso! Dijo. Y ahora estamos ambos en la cárcel. Pero el está lejos y ya no puede pescar y yo no puedo cocinar para los pescadores. ¡Dicen que extrañan mis guisos! Yo los extraño a ellos y a los botes y las luces a lo lejos en la mar.

El tío Alfio viene y me trae comida fresca de su pesca, me acaricia y me besa la frente y su sonrisa me ayuda a seguir soñando con una vida normal. Siempre me dice: - Francisca, ya pasarán los tiempos y regresarás a casa y te podrás casar y tener tu familia.

Pero yo no le creo. Acá es muy dura la vida y hay muchas venganzas y odio a los carceleros que me dicen palabras muy feas y otras mujeres que han hecho peores faenas que yo. ¡Cuánto extraño a mi papá! Cuando cumpla los veinte, seguro que seré vieja y nadie me va a ayudar.

EL PESCADOR

 

Una cárcel de espinas incrustadas en la memoria de un muchacho que tiene que pescar.

La tarde calurosa amenazada una noche plagada de estrella. Él, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una pipa y prendió un perfumado sabor de chocolate. Su tabaco amigo de la soledad. Miró tras sus pupilas nubladas  por la luna y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo no llenó el vientre hambreado de  su barca. Poca pesca. No había viento y el poco que rondaba su bote, no permitía que se alejaran de la costa donde seguro se apretujaban los peces.

Un olor penetrante de sal y pescado hería a los hombres silenciosos en sus bancas. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente, dejando el cielo con un color de sangre seca. De muerte antigua. Un pescador comenzó a canturrear un triste sonido. Otro tomó un sonido de belleza inexplicable en esa rústica vida de sudor y fuerza.

El muchacho se acomodó. Cerró los ojos y dejo vagar la mente en los recuerdos. Laberintos de historias avidas que  regresaban como pájaros.

Recordó a su abuelo que le enseñó los juegos de la infancia, recordó la brava tormenta que se tragó con furia el barco de su padre.

Cerró los ojos y aspiró profundamente la sabrosa pipa. ¡Una mujer! Pensó en la muchacha de sus sueños. Era altiva la tonta, lo miraba de lejos como para que no se atreviera a buscarla. Pero siempre pasaba cerca del muelle con la pollera de color mostaza y flores rojas. Revoloteaba el cabello sobre su espalda como alas de gaviotas en danza de apareo.

Una nube comenzó a avanzar sobre el mar y se puso oscuro y sombrío. Sopló un viento enérgico que atormento el madero, tuvo que bajar las velas y remar brioso. El agua le mojaba el rostro. A lo lejos la vio con una lámpara encendida. Era ella que lo guiaba a la costa. Las olas lo tapaban. Siguió peleando. Ella lo estaba esperando, no podía fallarle.

 

EL COMPADRITO

 

            Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.

UN AMOR INDESCRIPTIBLE Juanita y Francisco.

 


LA INFANCIA

Le pedí a mi madre que me dejara ir a la casa de la abuela Asunción. No quería porque quedaba en el pueblo cerca del río. Yo insistí. ¡Me voy en la bicicleta que le dejó Jordi a papá cuando de una noche a la mañana, se tuvieron que ir lejos! Después supimos que se fueron a Argentina en el sur del mundo. ¡Al fin del mundo! Y salí por el camino real hacia la aldea de Sorihuela de Gualdamar dejando atrás una buena polvareda. Como madre no quiso decir porqué huyeron los padres de Rocío y Julián, mis compañeros de juego, supe que la abuela Asunción era mi última esperanza. 

Cuando llegué a la casa, antigua y humilde, en los muros encalados brillaban los tiestos con claveles multicolores. Salió ella, secándose las manos en el faldar húmedo y manchado por la tarea de guisar en las hornillas de su hogar. Me apretó entre sus senos que olían a ajos y perejil. Un perfume que abre mi alma a los recuerdos desde entonces.

Dejé en el murete la bicicleta y entré empujada con los besos de esas manos rústicas y venosas de la abuela. Adentro de la casa, el perfume se confundía con el de los viejos muebles que habían soportado una guerra.

¡Por fin Juanita, te atreviste a cruzar el río! ¿Cómo te dejó venir tu madre, con el miedo que le tiene al Guadalquivir? Ven que te sirvo un puchero. Siéntate y dime, a qué te trae esta hora. Me senté y me plantó un tazón humeante con guisantes y trozos de carne de conejo. No lo voy a olvidar. Abuela, ¿Porque se están yendo los vecinos como huyendo? Y como un rayo soltó su dolor... ¡Porque han estado del otro lado, entreverados con los rojos, niña! Los buscan para... bueno son cosas de gente grande, tú, debes ser cuidadosa y si te detiene un gendarme, saludas con respeto y diles que te espera tu madre. Y sigue. No te detengas con charlas y parloteos.

¡Gracias abuela por explicarme!  Y luego de hablar de mil cosas regresé a casa sin problemas. Pasé por Villanueva del Arzobispo y en un muro, vi, el cartel de un gallardo torero con su traje de luces, que invitaba a la lidia del día de las romerías de santa María de los Ángeles. ¡Me enamoré al instante...! ¡"Francisco Alegre" y "Jesús García", en el duro combate el próximo domingo a la hora de la siesta!

Era el hombre más bello, con su traje de luces y la capa en los brazos, coleta de pelo negro que caía en sus espaldas, bordada de color grana. Miraba de lado como un ave espiando mi sonrisa.  Quise llevarme el cartel, pero el sargento me hizo un silbato largo y agudo que se clavó en mi costado como una espada de estoque.

Pensé si tenía los cuatro duros que costaba la entrada y si mi hermano me acompañaría, ya que le gusta la lidia, pero es caro y siempre anda de bolsillos flacos. Llegué a casa sudando y acalorada por el viaje y las ansiedades que se burlaban de mi esperanza de verlo. Mamá, como siempre me reprendió al instante. Le entregué los buñuelos, que le mandaba su madre, el jamón y el tocino. Se puso seria y preguntó si estaba bien de su reuma. Mamá, está más que bien, cantando como hace siempre y abrazándome a cada rato. No le dije del cartel. En la siesta, me senté bajo el naranjo y llamé a Jesús, mi hermano. ¿Quieres ir el domingo a la lidia? Yo pago. Se que nunca tienes un duro y yo tengo guardado algunos y otros le pedimos a madre.

ADULTOS

 

¡Ole! ¡Ole! ¡Bravo! Ese toro está a tus pies. ¡Francisco Alegre eres el guapo más chulo de España! ¡Mátalo, ya, que te puede coger!

El capote brilla junto al sudor helado del mozo. Los caballos se arriman y tratan de sostener distancia entre el torero y la bestia. ¡Bufa el animal herido! ¡Bufa el joven torero! Cierra los ojos un instante, no puede distraerse y sabe que si lo hace, arremeterá enloquecido por el dolor de las banderillas que cuelgan de sus carnes desgarradas. El toro. Animal hermoso, brilla por la sangre que se va mezclando con la arena del ruedo.

En un palco está ella. Juanita Reina, la bella y exitosa cantante que le echa claveles rojos a la misma arena donde se funden la sangre con las flores frescas. ¡Su Juanita hermosa, qué amante perfecta! ¡Esconde su pasión desde aquel tiempo que la vio en el pueblo en la romería!

Brilla la espada en su mano. Envuelta en la capa de seda. Se hinca. Y un grito se desparrama en el ruedo. Ha entrado el acero moro en la testa del animal moribundo que desparrama sus entrañas ardientes de rojo oscuro. ¡Ole! ¡Ole! Y con el rabillo del ojo ve que su amada se levanta, deja caer unos claveles y se toma del brazo de un caballero de estampa; joven, muy majo.

Cae de rodillas al lado del animal sangrante y siente un puntazo enorme en su pecho. El amor se ha ido con otro hombre, sin saber que él, la ama en silencio.

Esa noche va al tablao donde ella canta. Su voz es tan bella que lloran hasta los ancianos. Su peineta atrapa la mantilla que le hizo llegar sin que ella supiera quién se la mandaba. Era de primera, hecha a mano en bolillos de hilos de seda. Ella lo mira distraídamente y sonríe. Pero suelta besos a todos los que están sentados en los taburetes.

En la mesa, medio escondido donde está Francisco ha dejado una foto firmada por ella. Él, la toma y besa. Ella no lo observa. Unos hilos grises asoman en su larga coleta. Y el sol de la lidia, le ha dejado huellas, le ha dejado penas en la piel morena.

Francisco Alegre está triste. Se aleja por la callejuela que lleva a la Virgen de la Macarena. Allí, deja unos claveles que tomó del ruedo, se hincó llorando y prometió no volver a verla. 

 

 

 

jueves, 22 de agosto de 2024

JUAN MANUEL

  

            Por su porte, lo miraban todas las muchachas y algunos muchachos. Pero aun era un púber. Trajinaba calles vendiendo frutas de la chacra de sus abuelos paternos a quienes le debía su educación. Su padre le era una especie de fantasma imaginado perpetuamente porque nunca regresó de un viaje por las islas del sur. La amarillenta fotografía que tenía de él, se estaba desdibujando con el tiempo y la humedad de la casa.

            De su madre, solo escuchaba chismes malintencionados de las vecinas y del cuchichear de sus abuelos. Le parecía que era una vampiresa de esas de las novelas que escuchaba su abuela por la radio. Pero nadie le decía la verdad. No sabía ni siquiera cómo se llamaba y si vivía en ese pueblo.

            Soñaba despierto. Pensaba que sería un torero como el “Piquín” o el “Muletilla”; pero ya a su edad no lo aceptarían en ningún ruedo. A veces iba con el abuelo a los toros. Miraba azorado el valor de esos muchachos que enfrentaban los toros en la arena.

            Un día, una mujer de mediana edad, se acercó y quiso hablar con el viejo, pero este se hizo a un lado y lo tironeó de la camisa bruscamente. ¡Vamos, salgamos de aquí que hay un demonio cerca! Y se lo quedó mirando mientras la mujer le decía dos o tres mezquindades.

            Esa noche escuchó clarito una discusión entre ellos, sus abuelos. ¡Que no dejaste hablarle al niño! No, mujer, si casi me insulta. ¿Pero él la vio bien de cerca? Bueno había mucha gente alrededor, puede que no la viera muy bien. Y el murmullo se fue sofocando como él, pues comprendió que algo importante tenía esa mujer con los abuelos y su persona.

            De camino al mercadillo, un sábado, se cruzó con ella. Se la quedó mirando y se imaginó que podía ser su madre. ¿Cómo le hablo? Pensó, pero siguió rápido su camino, no fuera que sus abuelos se enteraran y se armara un lío.

            Juan Manuel cumplía los dieciséis años y vino de la aldea de Portezuelo un tío, que era su padrino. Le traía un traje de tela gris oscura. Un regalo inesperado para ese chico que tenía poco y nada propio. El padrino era hermano de su padre. Y le habló muchas historias de cuando eran niños. Se fue tarde, casi al anochecer.

            ¡Mira Juan Manuel, parece que se viene una buena… la mili está muy alborotada y el general Franco, está dispuesto a enfrentarse con los rojos! Y de golpe sintió orgullo de sus ideas. ¡Quiero ir a la mili, abuelo! Tú, niño, ni pensarlo. Dicen que se viene la guerra y ni te imaginas lo que se sufre con ella. ¡Es un monstruo que no dispara con justicia, sino con odio y venganza!

            Ese domingo se puso el traje que le regaló el padrino y decidió ir a la iglesia del pueblo. Que lo vieran las muchachas. Que creyeran que era un hombre y que su pecho, ya no enfrentaría a un toro, sino a un soldado o cien o miles.

            Juan Manuel, estás muy guapo. Este muchacho es un milord en persona. Un majo. Un mozo de orfebrería. Y una y otra comparación que no entendía. Se sintió enorme, sabio e inteligente. Se sintió un elegido.

            Pocos días después, comenzaron las riñas en el pueblo. Ya no había esa amabilidad que era su fuente de alegría. Los vecinos peleaban, se decían vulgaridades y hasta se comenzaron a pegar con herramientas de labranza. Aparecieron camiones con hombres de otros pueblos y después del ejército. Los primeros tiros, eran oídos sin preocupación, hasta que al salir a la calle vieron al cura muerto con un balazo en las sienes. Otro día en la noche, se sintieron disparos más fuertes y cayeron don Paco y Lisandro. ¡Eran rojos, dijeron!

            Juan Manuel, ya no se sentía un chiquillo, era un hombre dispuesto a luchar. Pero una mañana que salió para llevar las naranjas, vio muchos muertos en las calles y él, no quería participar de esa locura. Caminó por la orilla del río y vio más caídos. Más sangre y de pronto, una mano de mujer lo sujetó con fuerza. ¡Vete niño! Era la mujer del encuentro. ¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? ¡Soy tu madre, y te ruego que vuelvas con tus abuelos y se escondan y guarden toda la comida!

            La mujer llevaba una escopeta y un brazalete de paño rojo. ¡Esa era su madre! Y le quería evitar un desastre. Juan Manuel no alcanzó a preguntarle el nombre cuando un balazo le entró en las tripas. La mujer se agachó sollozando. Amor mío, te quiero con toda mi alma. Y cerró los ojos del niño que se creía un héroe de verdad.

EL COSTA VERDE

 

Con muchas esperanzas subieron por la rampa al buque. No les correspondía el piso de primera clase, pero el de segunda estaba a una buena altura. Por los ojos de buey, se veía muy cerca el mar. A lo lejos, se fue deshilvanando la urdiembre de los edificios viejos en la costa. Una bocina seguía advirtiendo como si se quisiera abrazar a la tierra que ya se adentraba al mar la nave.

Sabino y Lorena, apretaban con fuerza la manito de la niña. Sabían que no sería fácil regresar a su tierra natal. La pequeña llorisqueaba con un suave gemido como si supiera que se enfrentaba a una aventura lejos del sol y de las cálidas mañanas del pequeño pueblo. Poco llevaban, lo justo para comenzar la vida en ese lejano país del sur.

 Ya había poca gente en los pasillos de la zona alta. Arriaron una bandera y dejaron volar pequeños estandartes que ellos, desconocían qué significaban. Un mozo de piel oscura los acompañó hasta la pequeña habitación de su billete. Les pidió que les entregara los pasaportes por unos momentos, en nombre del capitán. Y el billete de viajero. Lorena lo miró sorprendida y disgustada. ¿Por qué necesita nuestros pasaportes? ¿Y cuándo lo devolverán? El muchacho la miró de soslayo y dijo unas palabras en un idioma desconocido para ellos. Hizo una seña que interpretaron como... mañana o después.

Las literas estaban firmemente ajustadas a los maderos laterales de la cabina.  Hasta una pequeña cuna con un pálido tul como mosquitero. Los bultos que habían traído estaban sujetos con cuerdas y sobre una mesa que no se podía correr de lugar una palangana de peltre con agua y una jarra. Todo muy simple. Casi monástico.

Sabino se tiró literalmente en su lecho. ¡Estaba agotado, sudoroso y agobiado! Lorena, se ubicó en una especie de hamaca y amamantó a la bebé. Se cambiaron de ropa cuando escucharon una campanilla que recorría el angosto pasillo que mostraba un sin fin de puertas de madera, cuyos frentes tenían escritos algunos nombres. Eran de marina. Desconocidos. Uno señalaba el retrete, que era compartido con varios pasajeros.

Subieron por una escalerilla y llegaron a un gran comedor donde había varias mesas redondas con seis sillas cada una. Los manteles tenían un blanco amable y unos listones verdes con el nombre del barco: Costa Verde. La vajilla simple también tenía el nombre del buque. Una mujer con un uniforme parecido al de un hombre, servía en platos una perfumada sopa de habichuelas y trozos de verduras de la zona de su país. Comieron en silencio, pero junto a ellos viajaba una familia y charlaban amablemente.

Luego llegó un plato con un pastel de pollo y patatas. El postre era una manzana asada al horno. Nada extraordinario, pero aceptable. Fue la única comida que realmente disfrutaron. Cuando el armatoste comenzó a navegar en mar abierto, sus estómagos comenzaron a sentir cierta repugnancia por los alimentos. Sólo té o leche ingresaba sin ser despedido por la borda del puente de arriba. Pasaron varios días y a lo lejos se avistó en el horizonte un esquema de tierra firme. Era el norte de África.

Adormilados y sin fuerzas, caminaban bajo el sol que parecía enamorado de sus pieles claras. La única que no había sufrido era la niña. Cuando comenzó el buque a hacer sonar la bocina, apareció el recio capitán con su albo e impoluto uniforme, para informarles que harían puerto por dos días en las costas de Marruecos. Si deseaban podían descender y dar un paseo por la zona marítima del país africano. Estaba en manos de franceses y podían comprar alguna chuchería, porque les aceptaban las liras.

Luego de una charla algo ríspida, bajaron en el puerto. Una miríada de vendedores se arremolinó con mil objetos alrededor de los viajeros. Sin embargo... ellos, aferrados a la niña, no se dejaban tocar. Nada necesitaban y nada querían solo pisar tierra firme por un breve tiempo. De pronto escucharon un griterío y gente que corría.

Sabino vio a uno de los pasajeros que corría tras unos chiquillos que le habían arrebatado su reloj de oro. Sin darse cuenta los tuvo junto a él y haciendo gala de su fuerza les propinó un golpe. De las manos sucias de un chiquillo cayó al piso el reloj que rápidamente recogió. En un segundo tuvo a un gendarme francés a su lado. Tomó al purrete de la ropa y lo arrastró por la sucia vereda.

El olor de pescado y mariscos se les metió como una trompada en los pulmones. ¡Era el puerto y los rudos hombres arreglaban sus barcas y redes! Lorena lloraba. Su piel enrojecida por el fuerte sol, parecía una granada madura. Quiso regresar y así, volvieron sobre sus pies hasta el buque. Se acodaron en la baranda a esperar el amigo sonido de la bocina que avisaba el retorno al mar.

Cuando llegaron al comedor esa noche la gente aplaudió a Sabino que le entregó el reloj al viajero. Éste había bajado de la zona de primera. Y los invitó a cenar con ellos a su mesa en la parte superior. Lorena quedó prendad del lujo que ostentaba ese lugar. Todo era de seda blanca con ribetes dorados y verdes. La vajilla de porcelana y las copas de cristal. La comida exquisita. Y el caballero hizo traer un buen vio español de La Rioja, para darle su agradecimiento a la pareja.

Cuando llegaron a su destino, se cruzaron en la dársena y el buen hombre les entregó una tarjeta con sus datos. Ha pasado mucho tiempo y Sabino ya es gerente de la empresa naviera de don Eustaquio Fierro y Bustamante. Y la pequeña Jimena, es la ahijada mimada de la familia que conocieron en el buque.

 

lunes, 19 de agosto de 2024

AQUELLA MADRE

            Podría volver atrás... ¡Si pudiera! Ya no recuerdo su nombre o sí me acuerdo. Repito que fue hace mucho tiempo. Mis canas me susurran al oído su nombre, mis arrugas su imagen extraordinaria. Era joven. Moderna sin estereotipos. Era la mujer que admiraba en secreto. Era la madre de mi mejor amiga... Beba.

            Trabajaba en una oficina del centro. Cálida. Sobria. Desenvuelta. En mi mundo de adolescente soñadora parecía una duquesa sin ducado. Una reina. Majestuosa y alegre.

            Mi mundo estricto de deberes y pocos derechos, me permitía liberar mi simpatía en sus ojos color canela. Nos envolvía, a su hija y a mí, de un sabio respeto por nuestros sueños. Tal vez para mí eso era muy nuevo. Inauguraba, cada vez que llegaba de la calle, un rito estrafalario para llorar a carcajadas. Y nos dejaba jugar con sus ropas y lencería, sus tacones y sus alhajas de fantasía. Usábamos los restos de maquillaje para parecer actrices de cine en juego. Luego venía el tiempo de la “crema”. ¡Ah, qué increíble era verla untada de pie a cabeza en crema después de su jornada de trabajo! Y nosotros también.

            Allí, en su lecho, después de la ducha, parecía ( como solía decir Beba) Madame Pompadur. Era una extraña dama. Me tenía seducida y con mi secreto sueño de diva, inscribía en mi imaginación la novela heroica de tomar su lugar cuando creciera.

            Soñé ser así. Tal vez soñé y crecí desgastando en suspiros una realidad idílica sin serlo. Ella tal vez no era tan feliz como yo creía.

            Un día llegó muy alterada y no permitió que jugáramos en su cuarto. Asombradas, fuimos al escritorio y comenzamos a escribir un teleteatro para remedar los de la radio. Beba estaba muy seria. Sombría, diría yo. Luego de escuchar algo de música clásica que era lo que nos servía para representar nuestros relatos teatralizados, me pidió quedarse a solas con su mamá. Yo salí sin imaginar que no volvería más a compartir sus vidas.

Como era nuestra consigna, antes de ir a dormir, llamé a su teléfono. Sonó y sonó, pero nadie acudió a mi llamado. No asistió a la escuela al otro día. ( A pesar que había una evaluación importante) eso me preocupó mucho. A la señorita Monona también. Me preguntó si yo sabía qué le había pasado. Todos sabían que éramos simbióticas con los juegos y estudios. Yo me quedé toda la mañana triste. No tenía respuesta. Tenía que esperar.

Cuando llegué a mi casa hice el comentario y mamá no le dio importancia (como siempre) dejándome ir a buscarla luego de la siesta. Así hice. Llegué a la casa. Todo estaba cerrado. Toqué el timbre y no acudió nadie. Esperé sentada en el umbral de la casa,  miré  la vereda, que siempre relucía y vi hojas secas que jugaban con el aire. Volví a golpear, esta vez, con las manos en la puerta. Nada. Silencio o mejor dicho, retumbó el silencio en un hueco deshabitado, que yo ignoraba. Así pasó una semana. Otra. Y otras. Una mañana, me llamó la señorita Monona y me dijo:

- Bernardita, he recibido una esquela de la mamá de Beba. Se han ido a vivir a Bs.As.; no van a regresar.- quedé atónita. – dice que te diga que cuando puedan te van a escribir. Vete a jugar niña.- y caminó cabizbaja por el corredor oscuro. Se recortaba su figura con un cansancio enorme. Allí descubrí que no era tan joven o que algo le ensombrecía el alma.

Esperé un tiempo prudencial, para mi edad y le volví a preguntar si ella tenía alguna noticia. Me contestó con voz entrecortada por un suspiro: -No, querida, trata de olvidar, no sufras tanto. Ella te quiere igual que siempre. Cuando pueda, seguro se comunicará contigo. Dile a tu papá que necesito hablar con él.- yo asentí, pero unas lágrimas corrieron por mis mejillas.

Papá acudió preocupado. Mis calificaciones estaban derrumbadas. Yo estaba derrumbada. Hablaron a solas un buen rato y papá salió, me abrazó muy fuerte, acarició mi cabeza, con sus enormes manos consoló mis lágrimas y me dijo: - Enseguida te vengo a buscar. Bernardita, ya hablaremos.- salió de la escuela con los hombros caídos. Parecía golpeado por ¿no sé qué dolor?

Cuando llegué a casa, mamá estaba muy seria. Me miraba distinto. Había cocinado mi plato favorito. Milanesas de “pecheto” con huevos fritos. Yo no tenía hambre, pero me di cuenta que se esforzaban por darme una alegría y comí. Tardé el doble que otras veces. Era muy lerda para comer, porque nunca tenía apetito. Papá se sentó en el momento del postre. Mis hermanas se pararon automáticamente y con un pretexto salieron hacia sus tareas escolares. Mirta, la muchacha, que nos había criado, se disculpó y también salió del comedor. Quedamos solos: mamá, papá y yo.

-Bernardita... ( carraspeó papá, mirando a mamá) debes saber que no volverás a ver a Beba ni a su mamá.

            -¡Papá, qué pasó? Yo soy su mejor amiga.- dije entre lágrimas.

-Es muy triste y difícil de explicar, pero confío en tu educación cristiana. La mamá de Beba, en un ataque de ira, mató al esposo. Como no era el papá de tu amiga, ya que la señora era divorciada, Beba vive en Wilde con su verdadero papá. Vive en Bs.As.; lugar adonde ella pasaba sus vacaciones ¿Te acuerdas? Ella siempre hablaba de esa casa.

-Y ahora papá, ¿qué será de su vida?- me sequé las lágrimas con mi pollera.

-No lo puedo decir, te prometo averiguar. – papá salió cortando toda posibilidad de más explicaciones.

De pronto un castillo fuerte y poderoso se derrumbaba frente a mí. Entendía apenas lo que había sucedido. Mi heroína estaba presa. En mi mundo mágico, imaginé que un malvado rey la había raptado. Quise pensar que un buen príncipe la iría a rescatar. No fue así. Al año justo, recibí una tarjeta para mi cumpleaños. Beba se había acordado de mí. Al abrirla noté que no era su letra. La firma era de su mamá. Sentí un dolor profundo en mi alma juvenil. Ese día había cumplido mis trece años.

Le mostré el sobre a mamá, que sonrió pero luego seria, me dijo que rompiera esa breve esquela. ¡Esa mujer no debe tener contacto contigo, dictaminó! ¿Quién sabe qué quiere de ti? Es mala.

Salí callada del comedor y me senté en mi escritorio. Pensaba en cuán mala podía haber sido esa hermosa y alegre mujer. Odié a mi madre. Ella me obligaba a romper el único vínculo que me unía a mi mejor amiga.

Pasaba por el frente de la casa. El jardín del frente se fue llenando de pasto y yuyos. La gente desaprensiva dejaba basura de todo tipo. Un día vi un cartel de: SE VENDE. Habían abierto las persianas, cortado el pasto y limpiado todo. Una señora añosa, me atendió cuando llamé. Le pregunté si había visto a los dueños, sonrió y me contestó que por el juzgado tenía que vender la propiedad. Le pregunté a papá si él, no podía comprarla. Él se rió con muchas carcajadas. No, Bernardita. Es una casa cara. No puedo. Me fui a escuchar Scherezade, y fue Rinsky Korsakof, quien me dejó temblando de pie a cabeza. Esa música era nuestro nexo de hermanas del corazón.

            Pasaron muchos años. Crecí, me casé, formé mi familia. Un día caminaba por la calle Espejo y de espalda, me pareció ver la figura de la madre de Beba. Casi puedo decir que corrí hacia ella. Le toqué el hombro. Cuando se volvió, vi los ojos de color canela. No era la madre, era Beba. La abracé como si hubiera encontrado a Dios en persona. Ella me miró casi indiferente. Perdón, qué desea señora, me dijo zafándose de mis brazos.

-          Beba... soy Bernardita, tu amiga de la infancia. –

-          Perdón, no recuerdo, ¿Bernardita qué? –dijo mirando a la distancia.

-          Bernardita Araujo, no te acordás de Scherezade, de nuestros teleteatros... -mi voz había comenzado a temblar.

 

De pronto de un negocio, salió un señor con una mujer canosa, que apenas podía caminar. Casi ciega. Artrítica y deforme. Era la madre de Beba. Se paró y me miró. Unas lágrimas de dolor surcaban sus arrugadas mejillas. Estiró la mano y acarició mi cabello que ya tiene canas.                           

-          Bernardita, mi querida Bernardita...  ¿ qué ha sido de tu vida? – y miró a Beba que jugaba con un pequeño muñeco de peluche.

-          Señora Dulce, soy yo, Bernardita con más años y el mismo amor. Los recuerdos... ¿ qué le pasa a Beba?

-          Un ataque de esquizofrenia. No conoce a nadie, está como autista. La culpa es toda mía. No supe ser buena madre. ¿Supiste alguna vez lo que pasó?

-          Papá me contó. Pero a mí, no me importaba, yo quería volver a verlos. Mamá me impidió que contestara su tarjeta de cumpleaños.

-          Yo hice eso para ver si tú, podías hacer algo por mi hija. Fue en vano. Ella tiene tu edad pero no sabe quién eres.

-          Déjeme que le hable, que le muestre fotos de entonces. Tal vez...  si escucha nuestra música recuerde y vuelva. – temblaba. Me pasó una pequeña tarjeta. Era una mala copia de su juventud.

Logré ir a su nueva casa, que estaba lejos, en un barrio precario. Lúgubre, con las ventanas estrechas. Sin cortinas. Los muebles de segunda mano. Abrió ansiosa la puerta y me hizo pasar. Sentada en una hamaca se mecía Beba. Puse Scherezade... y sentándome junto a ella fui desgranando las fotos. Uno a uno los álbumes pasaba de mi mano a su regazo. Me convidaron un refresco cola. Yo les comenté que tomaba mucho café. Me ofrecieron uno, que tomé de un sorbo. De repente Beba se paró y comenzó a bailar como cuando jugábamos a los doce años. La tomé de la cintura y bailamos. Bailamos. Comenzó a reír. Reía a carcajadas. Y pronunció mi nombre...  Bernardita. Y lloré. Lloramos de alegría. Beba, mi hermana del corazón, había regresado.

 

ATRAPAR UN SUEÑO

 

 

El camino parecía un velo de gasa ocre. Alguien venía por la polvorienta vereda que arrimaba a la vieja casa. No había llovido desde hacía varios meses y el sol era un enemigo que perduraba hasta casi perderse en el horizonte. Me senté en un resto de pared de adobe que había construido mi abuelo y que con el viento y el tiempo se iba deshilachando como un trozo de paño viejo. Las gallinas se apiñaban cerca de mis pies hinchados y doloridos. Picoteaban en busca de comida y yo, lamentablemente ya no tengo mucho para darles. Todo está seco. De repente como un fantasma desleal, apareció un muchacho de no más de trece años, en una destartalada bicicleta y se detuvo frente a mí. ¿Fátima .... es usted? Apenas le entendí. Yo hablo "tarifit" y el me hablaba en árabe. Me entregó un mensaje en papel sellado con una pasta roja. ¡Yo no se leer ni escribir! En mi infancia las niñas no íbamos a la escuela. Hoy sí, pero para mí fue tarde.

El muchacho desapareció rodeado de una nube de arena y polvo. Me quedé quieta. Una lágrima corría por mis arrugadas mejillas. ¿Cómo haría para saber qué contenía ese papel? Tuve siete hijos y casi todos se fueron alejando hacia las ciudades o están en España. Me sentí sola por primera vez desde que mi esposo Yussuf partió para trabajar en la ciudad y no regresó hasta hoy. Yo lo espero. Siempre lo espero.

Ingresé a la casa. Entre las sombras de los muros, busqué dónde poner seguro el billete que parecía jugaba con mi soledad. Me acerqué a la cocina. Tenía unos trozos de cordero y el "cus cus" que entre las brasas daban ese perfume maternal de la infancia.

Me senté a la sombra, sentía el murmullo de las aves y animales que aun conservo en la parte trasera de la casa. Recordar... mi niñez. ¡Qué tiempo en que mis abuelos y mi madre trabajaban en la huerta, en los corrales, en la casa! Yo tendría seis años, cuando me perdí buscando una gallina que se había escapado... y crucé varias chacras y llegué al camino. Caminé por una calle que parecía un laberinto. De pronto, en una ventana lo vi. ¡Era un maestro! Escribía en una tablilla con un objeto que dejaba huellas con bellos dibujos. Unos muchachos me vieron y uno, me tiró un higo seco. Me golpeó la frente y empecé a llorar. Salió el escribiente. Era un hombre anciano de barbas blancas como la luna, sus manos entintadas y secas, parecían alas de un ave desconocida para mí. Salí corriendo pero uno de los muchachos me atrapó. Un coro de ellos reían. Había de varias edades. El maestro, me preguntó qué hacía allí y si mis padres sabían dónde estaba. Yo entre sollozos le dije en mi lengua que buscaba una gallina. Más risas. Me dio un higo y me dijo que regresara a casa. ¡Las niñas obedientes no salen de casa sin compañía! Yo corrí hacia los lugares por donde había pasado hasta topetar con mi padre que me buscaba. Su enojo era muy grande. Me hizo entrar a la casa y me dio una penitencia. No podrás salir a jugar con tu gato y tu perro hasta el próximo día de luna llena. ¡Mamá me hizo un guiño! Faltaban tres días para la luna llena. Ellos se manejaban con el sol y la luna para plantar o cosechar. ¡Era una vida simple y bella!

Perdonada, me atreví a preguntar: ¿Padre por qué los muchachos van a la casa del escriba, el maestro de árabe y las niñas no? Me miró muy serio. Tú, tendrás que memorizar con la ayuda de tu madre las palabras sagradas. Las niñas no van a la escuela. Y menos tú, que aun eres muy pequeña. ¡Yo lloré una tarde entera! Quería saber escribir como los varones. ¿Padre me enseñarás a escribir mi nombre?  No. Pero una tarde me trajo en una pequeña tablilla esos maravillosos dibujos y me dijo: ¡Fátima, ahí está escrito tu nombre! Nunca más me pidas otra cosa así.

A partir de ese día me sentí una elegida. Lo dibujé en la tierra, en los muros de los alrededor con carbón que sacaba del fogón, lo bordé en un almohadón con hilos que me dio mi abuela. ¡Pero nunca más pude escribir otra palabra y menos leer!

Ahora miro el papel con inquietud. El maestro, supe por Yussuf, que murió con noventa años. Vino un extranjero a enseñar. Era un joven que reemplazó al viejo maestro. Y su imagen aun está viva en mi memoria, ya que un día se acercó a mis padres y les preguntó si podía enseñarme a leer y escribir para que le ayudara en la escuela. Mis padres fueron amables y hospitalarios, como es nuestra costumbre, pero le dieron un No rotundo. Ella es mujer y no debe aprender esas cosas. El se fue muy apenado.  

¡Ah, al poco tiempo, me casaron con ese muchacho que me tiró el higo frente a la ventana del escriba! Yo tenía trece años y él, veinte. Era bueno. Trabajaba a la par de mis padres. ¡Mis abuelos ya estaban en el paraíso! Una mañana mi padre se descompuso y Yussuf, tomó el carro y lo llevó a un médico a Larache. Ahí, quedó internado y lo trajo muy enfermo. Papá murió y a los pocos meses mamá cayó en la cocina rotunda como una mula vieja. No pudo superar sola el trabajo y la falta de su compañero. Yo ayudaba en todo. Con la huerta, las higueras, los nogales y los animales. De los olivos se ocupaba mi esposo. Hasta que llegó una sequía como la que hay ahora. Decidió ir a buscar trabajo a la ciudad. ¡Gracias al maestro, tomó un trabajo en una empresa española!

Todos los meses venía con dirham para costear el alimento y la educación, de los niños. Yo trabajaba por los dos. ¡Pero cada día me pesaba más! Casé a Sara con un buen vecino que la llevó a Tánger. Supe que tuvo siete hijos. Casé a Mahmet con una muchacha de Larache y lo obligó a mudarse a ese hermoso pueblo. Pero no vino más y se poco de ellos. Me fui quedando sola. Mustafá está en España. Logró entrar en la milicia y no sé, pero no regresó más; a veces llegan noticias a Larache y algún vecino me las trae. ¡Si supiera leer y escribir! Ahora ya las niñas pueden ir a estudiar por orden del Rey Mohamed VI. Qué suerte tienen.

Por eso me pregunto a quién llevaré el mensaje que me trajo el muchacho para saber qué dice. Allí está junto al almohadón con mi nombre bordado. Parece que me sonríe. ¿Y si es una mala noticia? Será mejor que espere un poco.

Salió a la parte trasera de la casona. Miró el cielo y vio nubes agoreras de tormenta. Juntó las aves, los corderitos y las cabras. Acomodó las celosías. ¡Si hay viento fuerte se volarán ya están muy viejas! Trajo carbón seco y palos para el fogón, encendió la lámpara y comenzó a limpiar algunas verduras para agregar a los garbanzos.

Todo el ardor del Mediterráneo y del Océano, se enfrentaron en una gigantesca tormenta. Rayos, relámpago y una tromba de agua caía en torrentes del cielo oscuro y aterrador. Fátima, se sentó en la hamaca del abuelo junto al fogón que apenas refulgía en rojos azulados en el hogar. Sacó el mensaje y se lo puso en el pecho junto con el viejo almohadón. De repente, el techo abrió una boca de barro y caña, y el agua entró como turbión sobre la mujer. Ahí quedó.

Las noticias de los terribles acontecimientos llegaron a todo el país. Yussuf, salió tras la tormenta hacia su hogar. Llegó y su corazón quedó sombrío. La casa semi destruida aparentaba un derrumbe total. Con ayuda de algunos vecinos, logró ingresar y allí... en la hamaca encontró a la dulce Fátima. Tenía entre sus heladas manos azulosas el cojín que bordara de niña, pegado a los senos húmedos estaba el mensaje cuya tinta desdibujada no se podía leer. Allí, él, le había pedido que empacara y fuera a Tetuán donde ya tenía un nuevo hogar para ambos, donde pasarían los últimos años de su vida.

EL ÁNGEL NEGRO

  

            Estamos cruzando el río con una canoa frágil que compramos con nuestros ahorros. Es pequeña y pintada de colores vivos. El río se desliza suave como un reguero de miel o aceite entre un sin fin de plantas. Hay ruidos desconocidos por la costa. ¿Serán monos o aves? No tenemos idea de dónde provienen. No le tenemos miedo. La aventura nos ha superado. Primero la avioneta se descompuso en medio del tramo que nos llevaba al puerto, luego caminamos por una ruta contraria hacia donde queríamos ir, nuestro viaje de tres días está durando trece.

            Chalo dice que ese número no hay que nombrarlo, es mufa. Yo no creo en esas cosas. Rolando que es medio místico, nos alienta con unas oraciones que parlotea a toda hora. Me cansa, pero no le digo nada porque es bueno y ayuda en todo. Seguidamente al llegar al único puerto que encontramos había sólo una canoa. Ésta que se desliza como sobre miel caliente. Gracias a Dios no estamos solos, hemos visto algunos nativos caminar por la orilla. Nos miran con su boca desdentada y nos hacen señales que no entendemos.

            Giro y un sordo ruido surge entre las frondas. Es una imagen extraña. Lo que vemos es como un enorme ángel negro con un par de alas emplumadas que se abren sobre nuestra bonita canoa. Pareciera envolvernos con sus alas de grafito brillante y garras afiladas. Clava sus grandes ojos en mí. Me toma por el hombro y me sostiene sobre el río como un juguete sin forma. Lloro con desesperación. El número trece, pienso y con un llanto de cobarde, me lanzo a gritar y a golpear con mi mano ensangrentada al Ángel Negro. Los nativos vociferan y saltan de alegría. Ahora entendemos que ellos esperaban eso. Le grito a Rolando que rece por mí. Un dolor cálido me consume mientras mis alaridos se pierden para siempre. Ellos siguen navegando huyendo de ese monstruo alado que ya sació su hambre.

 

 

OLORES FUERTES

 


            Observé un largo tiempo, insegura por dejarla sola. Estaba bañada en sudor. Ardía de fiebre y deliraba. Cerca de nuestra casa había caído un rayo con la fuerte tormenta que arreciaba en el campo. A varias leguas a la redonda no se oía sino el ruido de los rayos y el brillo mañoso de las nubes que chocaban enojadas con la tierra.

            Tal vez, lejos de casa había otro tipo de guerra, una real, con bombas y obuses, minas y bayonetas caladas. Pero acá en la estancia, la guerra la peleábamos con la salud de Elinor. Entré en la habitación y el fuerte perfume que despedía el extraño emplasto que le había colocado en el pecho la vieja “Palmita”, que nos ha criado desde que éramos pequeñas ya que mamá se dedica a ayudar a papá y al abuelo con la cría de animales; fue como un golpe rudo en mi pobre nariz. La lluvia parecía que deseaba desenterrar árboles y casas. El galpón cimbraba o roncaba, según la furia del viento. A lo lejos se podía ver el bosquecito de paltas y guayabas, que era arrancado de cuajo y volaba por el aire en remolino para estrellarse contra las paredes enormes de silo.

            Elinor jadeaba. Su pecho silbaba como el fuelle del viejo armonio de la iglesia anglicana del sur. Ni mamá ni el abuelo podrían regresar del pueblo donde estarían refugiados. Habían ido a depositar cierto dinero de la venta del trigo que gracias a Dios se pudo cosechar antes de esta tormenta.

            Se sintió un olor extraño que venía por los pocos espacios que quedaban libres entre los grandes ventanales que el viejo Isidro con su muchacho, el “Cabezón” habían tapado firmemente con placas de madera. Me acerqué a una hendija para espiar y vi que un rayo estaba quemando el enorme árbol de encina que adornaba la entrada de la casa. Ese era el olor. Un terror me asomó en la cara y la buena “Palmita” me dijo sin dificultad: ¡Mi niña ni que vieras a la “marimanta” justo aquí!

            No creo que un fantasma como la marimanta me asustaría tanto Palma, hay un incendio cerquita de casa. Espero que cese con la lluvia.

            El susto no nos lo va a quitar nada. Le tengo terror al fuego y ustedes lo saben, desde aquella vez que me acerqué tanto a la chimenea que se me prendió la falda de seda celeste. Elinor me miró con unos ojos abiertos que me produjo espanto. ¿Mi árbol preferido se está quemando? No te preocupes, le dije, tu frente está más caliente que tu árbol. Se quedó callada y mustia. Palma le puso paños fríos en las sienes y le mojó la ropa de cama. Eso le bajó el calor corporal. Sentimos el aldabón de la puerta e Isidro salió para abrir. El viento que entró llenó la casa de un olor fuerte a leña verde quemada.

            ¡Tranquilas dijo papá ya ha amainado la tormenta! El árbol se secará y pondremos uno nuevo, pero un poco más lejos de casa. ¡Por precaución! ¿Cómo está Elinor? Todos nos miramos… ella parada junto a Palma, se abanicaba tratando de sofocar el enorme calor que sentía. Mamá nos dijo: ¡Chicas esto, como la tormenta también pasará! Y abrazamos al abuelo que solo señalaba su botella de scotch y con seriedad comenzó a rellenar la vieja pipa con olor a chocolate.

 

SALTÓ AL BALCÓN

 

            Mi viejo era un héroe. Viajaba siempre al interior con la chata llena de mercadería que vendía en el campo. Con lluvia y con sol, con viento y con calma el iba por caminos internos, no por las rutas. Las rutas las usan los comerciantes grandes, los que llevan muestras. Él, no, el vendía ollas, juguetes, ropa de campo, zapatos, alpargatas, cuchillos y mil cosas que conseguía en los galpones de la aduana o en garajes escondidos de los grandes comercios.

            Dormía en la camioneta o tal vez en algún cuchitril, de esos que hay por los caminos con luces de colores y flechas que dicen “Hotel” y son de cuarta. Mi madre lo adoraba. Y nosotros, los cinco hermanos también.

            La Lidia, aprendía piano, con doña Tiburcia y cuando sentía que llegaba rezongando la chata, se sentaba en el piano y tocaba y tocaba y mi padre la miraba y lloraba. De alegría lloraba. Yo coleccionaba “El Gráfico” y él, se sentaba en un sillón destartalado en el porche y los leía y acariciaba mi cabeza. ¿Sabés como me acuerdo de mi viejo? Si me parece hoy que lo estoy viendo con la foto de Labruna y a Di Steffano a quienes admiraba tanto. Mi hermana Célica se escondía debajo de la mesa que mamá tapaba con una carpeta que tejía con hilo fino y una aguja finita, y espiaba los libros de mi hermana que iba a la escuela Normal para ser maestra. Tal vez hubiera sido mejor que nunca creciéramos.

            Un día mi papá llegó fuera de hora. Mi hermana Carlota no había ido a misa con nosotros y mamá. Él, como no tenía llave saltó por el balcón a la pieza de arriba y el mundo se vino en catarata hacia el “carajo”. El Aurelio Marín, nuestro vecino, casado con la Antonia, estaba desnudo en la cama con mi hermana.

            Papá no dijo nada, sacó una pistola que llevaba siempre por las dudas y le pegó un tiro. Tan pero tan mal que en vez de darle al “tipo” mató a la Carlota. Ya no va a ser maestra.

            Vino la policía y se lo llevó a papá y al Aurelio. ¡Pobre mi papá, nunca supo que la puerta estaba sin llave; porque de la vergüenza se colgó en la reja de la celda en la comisaría! 

 

DESPIDIÉNDOTE

 


¿Dónde....dónde la lanza primigenia?

 

Esa que abrió el costado donde  fluyera un corazón

 

 de pájaro dormido.

 

Allá en el monte, solo una luz se apaga

 

en el alón de sueño adormecido, un vuelo roto.

 

Una caída,

 

Una derrota...

 

¡Qué marcó tu rostro quinceañero!

 

Tu muerte estaba preanunciada.

 

Volaste hacia el negro poniente abrazado a tu adicción mortal.

 

 

Tanto amor de la matriz prestada ahogó tu soledad.

 

Es cierto, no alcanzó para ti, mi muchachito atormentado.

 

No puedo tejerte una red de brazos para atrapar... tus sueños.

 

Tus manos ya no pueden alcanzar mi pena,

 

 volaste tras el horizonte de la nada;

 

 tu génesis violenta te abandonó sin miedo.

 

¡Tus miedos increíbles!

 

¿Dónde estarás niño desesperado por la vida;

 

¿Qué incógnita tu destino y tu muerte?

EL RESPLANDOR

  

 Mateo se despertó con el rudo sonido de los truenos. Caminó descalzo por la tierra húmeda de su rancho. El perro que gruñía con desagrado estaba enfrentado a la endeble puerta de madera. La tormenta dejaba todo en breve tiniebla. Una cascada de luces intermitentes iluminaban las hendijas de las paredes de barro y cañas.

¿Pará, Zoilo, no ves que es tan sólo una tormenta! Que no pasará nada en este lugar que no pasara antes... aunque en el verano de tu llegada hubo una inundación del arroyo Los Hornillos, que rompió todo. Si comienza a soplar el viento desde el sur, ¡ahí, sonamos! Prendió un candil e iluminó las paredes y el techo. Todo estaba flojo y muy gastado.

Buscó leña seca del rincón. Dos ratas salieron corriendo y se treparon por uno de los sostenes del techo. ¡Estamos fritos, viene la inundación! Zoilo, vamos a tener que subir al entretecho el catre y el fuego... ¿Cómo? ¡No sé, pero si me quedo sin fuego nos morimos de frío! Un tremendo estruendo sacudió el chamizo. El costado que daba al sur, comenzó a estremecerse. ¡Vamos Zoilo! Tomó un costal con sus papeles, algo de dinero, una muda de ropa, queso y galletas. Atravesó un machete a su espalda y se calzó con lo mejor que tenía. Un par de botines viejos y una manta. Salió como pudo del albergue que lo había abrazado varios años. Subió al caballo y partió alejándose del lugar. Zoilo trotaba atrás con deleite y mojado por el chubasco. ¡Había olvidado el yesquero y decidió regresar! Llegó justo cuando se desplomaba la pared que daba al arroyo. Como pudo se acercó y cargó con dos o tres herramientas y el famoso yesquero de su tata Aurelio. Cabalgó toda la noche, cuando asomaba el día, los truenos y la lluvia continuaban. ¿Adónde iba? Si se acercaba al pueblo, enfrentaría a su enemigo el Melchor Zapata... bravo con el cuchillo y de mala junta.

Se desvió por el terraplén del ferrocarril y siguió un trecho largo hasta la fonda "Ocho soles" del gringo Fortunato Giordano. ¡Buen hombre, que siempre le había dado una mano! Ingresó, dejando en el palenque al tordillo junto a Zoilo que ya, seco, se lamía las patas heridas por las piedras y las malezas. El agua trae mucha resaca de variada naturaleza. 

Apenas ingresó, le pidió una grapa al dueño del boliche. ¡Amigo, he perdido todo, o casi todo, porque el agua se llevó parte de mi rancho! Mi caballo y mi perro son mi único valor. Tengo algunas monedas para pagarte si esta noche me dejas quedarme a dormir bajo techo. El buen hombre se acercó, lo palmeó y le dijo... No necesito tu dinero. Tienes un catre en este lugar y señaló una habitación pequeña cerca de la puerta.

Mateo, le agradeció. No podía llorar era un hombre de "fierro".  Pero le dio una mano fuerte y sentida. Abrazo de hombres de campo acostumbrados al dolor y a las pérdidas. De pronto ingresó Melchor Zapata. La mirada furibunda que desparramó por el boliche parecía el rayo más grande que había destronado el cielo. Se enfrentaron las miradas. Ambos eran hombres de ley.

Fortunato se adelantó y dijo: ¡Acá se respeta a los parroquianos! Un brillo destelló en el aire. Era el machete del bravucón. Mateo manoteó su cuchillo, pero de repente un resplandor abrió un fulgor inexplicable en el lugar. Temblaba el recinto y cayó el matrero como bolsa de estiércol al piso. Un ruido gutural salió de la garganta del hombre. Corrió Fortunato y luego Mateo, el varón había sido atravesado por una luz fulminante que entró por la ventana vieja y sin vidrio.

El raro resplandor bailoteó un rato por el espacio y salió como un ave brillante por la puerta que se acababa de abrir, Zoilo empujaba para entrar para proteger a su dueño.

Esa noche, sólo se oía el ruido de la tormenta a lo lejos.

UN BARCO A LA DERIVA

  

            Ramón Plates, dueño del bote “Nadia” instaló los ganchos con redes esa mañana. Las jaulas para recoger las centollas en la zona sur del océano, que ese año parecía generoso en su cantidad y tamaño. El Gervasio Robles, había regresado con una cargamento digno de los mejores mercados. Llamó a sus ayudantes. Eran quince; hombres rudos y dignos de ese mar próspero, que entregaba su vientre preñado de vida.

            Fueron llegando con una bolsa de lona que por la sal de muchas cosechas, que parecían de madera, colgadas a las espaldas como único posesión. El olor a sal y pescado penetraba su piel dejando huellas indelebles. El servicio meteorológico había aclarado que todo estaría calmo esa semana. Había que apresurarse.

            El motor estaba recién revisado y se le había cambiado alguna que otra pieza para que fuera más seguro. Zarparon a la madrugada, a lo lejos se veía el cielo rojizo con un sol aplanado en el horizonte. El oleaje los hacía danzar como siempre adormeciendo a los robustos navegantes. Rumbo al sur, rumbo a las gélidas aguas del atlántico. El amanecer fue tranquilo y los hombres se movieron por la cubierta respetando los gritos del Jefe, que les pedía controlar los aparejos del puente.

            Un mundo de gaviotas y petreles los seguía. Y al estar vacíos las cámaras frigoríficas, la línea de flotación estaba menos sumergida. Pronto se llenarían y si la buena suerte los acompañaba llegarían a puerto, cargados y bien hundidos en las aguas.

            El viejo “Onrieta” se acomodó con una caña en la popa. Hacía unos meses que no comía un buen “Bonito” fresco y el cocinero los preparaba exquisitos. Los que estaban en timonera interior, se reían del hombre. ¡Este es un pescador que será pescado! y reían con sus temores típicos de los hombres de mar. Porque el mar es muy déspota, caprichoso y a veces malvado.

            Pasados tres largos días, el tiempo comenzó a cambiar. Desde el radio, los mensajes eran tranquilizadores, pero por las dudas, Ramón Plates, tomó la decisión de agregar más cables en las básculas, grúas y jaulas. El trabajo estaba hecho y bajaron la zona de obra viva, dejando sus literas bien soportadas.

            Al quinto día, las olas hacían bailar el barco de estribor a babor y a veces el “púlpito” desaparecía en las aguas y aparecía la popa elevada como una chimenea. Juan Artemio, uno de los más jóvenes, sacó de su bolsa una imagen de la “Virgen Stella Maris”, cosa que produjo una protesta general. Mufa. Mala suerte. Toda clase de chanzas y palabrotas brotaban de las gargantas que se calmaban con unas botellas de buen ron y ginebra. La tripulación comenzó a echar las jaulas en el lugar establecido y a esperar que las grúas, comenzaran a hacer su tarea. Llovía a cántaros y bramaba el mar transformando el barco en una cascarita de papel en la noche. Los truenos y relámpagos, iluminaban a los rudos varones. El agua comenzó a tapar el “casillaje” y la cubierta. Tambaleaban las jaulas y cuando elevaban alguna, preñadas de centollas un grito gutural de triunfo se desparramaba por el barco. Se iba llenando la panza del barco. Pero la tormenta era cada vez más dura.

            Esa madrugada Adriano Reano sintió un crujido electrizante en la zona de “espejo”, algo se había desgajado. Salió corriendo de su cabina y otros, ya, le seguían; sí, el mar se cobraba una suerte de venganza. La plancha que recubría el “espejo” que era de un material nuevo de alto contenido de material plástico, se había desgajado y una hendidura profunda hacía agua. Comenzó a llenarse la zona de “obra muerta” y don Ramón, dio la orden de soltar las centollas al mar. Una maniobra brusca los dejó bamboleando y rolando. ¡Todo se transformó en un aquelarre! Bravío el océano se  cobraba la represalia contra ese barco que lo desafiaba. Los rayos caían despiadados sobre el Nadia, que trataba de salvarse de las embestidas del mar. Reano y Onrieta, lanzaron un bote salvavidas al agua, los que pudieron con sus chalecos saltaron y comenzaron a remar.

            Arriba, en la timonera interior, don Ramón peleaba contra los ataques del diluvio que lo apedreaba con olas gigantes. Desde el minúsculo bote salvavidas, vieron como un amoroso Nadia, se iba hundiendo entre murallas de agua helada, reservándose al quien amaba su nave y despreciaba el aluvión de agua salobre que lo llevaría a las entrañas del mar del sur.

            A la mañana siguiente, a la deriva, sobre aguas quietas y silentes un pequeño grupo dejaba que algún otro pesquero los encontrara para regresar con sus familias y emprender en otro viaje la cosecha que los hombres esperan para comprar y vender las mágicas entrañas de los mares del Sur: las centollas.