jueves, 22 de agosto de 2024

EL COSTA VERDE

 

Con muchas esperanzas subieron por la rampa al buque. No les correspondía el piso de primera clase, pero el de segunda estaba a una buena altura. Por los ojos de buey, se veía muy cerca el mar. A lo lejos, se fue deshilvanando la urdiembre de los edificios viejos en la costa. Una bocina seguía advirtiendo como si se quisiera abrazar a la tierra que ya se adentraba al mar la nave.

Sabino y Lorena, apretaban con fuerza la manito de la niña. Sabían que no sería fácil regresar a su tierra natal. La pequeña llorisqueaba con un suave gemido como si supiera que se enfrentaba a una aventura lejos del sol y de las cálidas mañanas del pequeño pueblo. Poco llevaban, lo justo para comenzar la vida en ese lejano país del sur.

 Ya había poca gente en los pasillos de la zona alta. Arriaron una bandera y dejaron volar pequeños estandartes que ellos, desconocían qué significaban. Un mozo de piel oscura los acompañó hasta la pequeña habitación de su billete. Les pidió que les entregara los pasaportes por unos momentos, en nombre del capitán. Y el billete de viajero. Lorena lo miró sorprendida y disgustada. ¿Por qué necesita nuestros pasaportes? ¿Y cuándo lo devolverán? El muchacho la miró de soslayo y dijo unas palabras en un idioma desconocido para ellos. Hizo una seña que interpretaron como... mañana o después.

Las literas estaban firmemente ajustadas a los maderos laterales de la cabina.  Hasta una pequeña cuna con un pálido tul como mosquitero. Los bultos que habían traído estaban sujetos con cuerdas y sobre una mesa que no se podía correr de lugar una palangana de peltre con agua y una jarra. Todo muy simple. Casi monástico.

Sabino se tiró literalmente en su lecho. ¡Estaba agotado, sudoroso y agobiado! Lorena, se ubicó en una especie de hamaca y amamantó a la bebé. Se cambiaron de ropa cuando escucharon una campanilla que recorría el angosto pasillo que mostraba un sin fin de puertas de madera, cuyos frentes tenían escritos algunos nombres. Eran de marina. Desconocidos. Uno señalaba el retrete, que era compartido con varios pasajeros.

Subieron por una escalerilla y llegaron a un gran comedor donde había varias mesas redondas con seis sillas cada una. Los manteles tenían un blanco amable y unos listones verdes con el nombre del barco: Costa Verde. La vajilla simple también tenía el nombre del buque. Una mujer con un uniforme parecido al de un hombre, servía en platos una perfumada sopa de habichuelas y trozos de verduras de la zona de su país. Comieron en silencio, pero junto a ellos viajaba una familia y charlaban amablemente.

Luego llegó un plato con un pastel de pollo y patatas. El postre era una manzana asada al horno. Nada extraordinario, pero aceptable. Fue la única comida que realmente disfrutaron. Cuando el armatoste comenzó a navegar en mar abierto, sus estómagos comenzaron a sentir cierta repugnancia por los alimentos. Sólo té o leche ingresaba sin ser despedido por la borda del puente de arriba. Pasaron varios días y a lo lejos se avistó en el horizonte un esquema de tierra firme. Era el norte de África.

Adormilados y sin fuerzas, caminaban bajo el sol que parecía enamorado de sus pieles claras. La única que no había sufrido era la niña. Cuando comenzó el buque a hacer sonar la bocina, apareció el recio capitán con su albo e impoluto uniforme, para informarles que harían puerto por dos días en las costas de Marruecos. Si deseaban podían descender y dar un paseo por la zona marítima del país africano. Estaba en manos de franceses y podían comprar alguna chuchería, porque les aceptaban las liras.

Luego de una charla algo ríspida, bajaron en el puerto. Una miríada de vendedores se arremolinó con mil objetos alrededor de los viajeros. Sin embargo... ellos, aferrados a la niña, no se dejaban tocar. Nada necesitaban y nada querían solo pisar tierra firme por un breve tiempo. De pronto escucharon un griterío y gente que corría.

Sabino vio a uno de los pasajeros que corría tras unos chiquillos que le habían arrebatado su reloj de oro. Sin darse cuenta los tuvo junto a él y haciendo gala de su fuerza les propinó un golpe. De las manos sucias de un chiquillo cayó al piso el reloj que rápidamente recogió. En un segundo tuvo a un gendarme francés a su lado. Tomó al purrete de la ropa y lo arrastró por la sucia vereda.

El olor de pescado y mariscos se les metió como una trompada en los pulmones. ¡Era el puerto y los rudos hombres arreglaban sus barcas y redes! Lorena lloraba. Su piel enrojecida por el fuerte sol, parecía una granada madura. Quiso regresar y así, volvieron sobre sus pies hasta el buque. Se acodaron en la baranda a esperar el amigo sonido de la bocina que avisaba el retorno al mar.

Cuando llegaron al comedor esa noche la gente aplaudió a Sabino que le entregó el reloj al viajero. Éste había bajado de la zona de primera. Y los invitó a cenar con ellos a su mesa en la parte superior. Lorena quedó prendad del lujo que ostentaba ese lugar. Todo era de seda blanca con ribetes dorados y verdes. La vajilla de porcelana y las copas de cristal. La comida exquisita. Y el caballero hizo traer un buen vio español de La Rioja, para darle su agradecimiento a la pareja.

Cuando llegaron a su destino, se cruzaron en la dársena y el buen hombre les entregó una tarjeta con sus datos. Ha pasado mucho tiempo y Sabino ya es gerente de la empresa naviera de don Eustaquio Fierro y Bustamante. Y la pequeña Jimena, es la ahijada mimada de la familia que conocieron en el buque.

 

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