Tal vez vuelva a buscarte, me
dijo, y ese "tal vez" me sonó a un badajo golpeando un bronce de
cenizas. Me besó apasionadamente. Dejó el sabor dulce de lo transgredido en mi
piel aún joven. Me volví sobre mis pies que parecían de plomo y observé la
calle desierta. Allá al final de la calle entre los adoquines grises, grises
como el presagio de un regreso casi imposible, me pareció ver la imagen de un
animal agazapado. Era la muerte, seguramente, que vendría a ver los resultados
de su nueva conquista. Salí caminando lentamente por la orilla de la calle y me
interné entre los pasadizos de piedra, que se integraban al río. Allí evitaría
el rudo trepidar de los cañones. Abajo, desde mi escondite en los refugios, vi
la figura de ese hombre, que con su uniforme de soldado partía hacia la
frontera con el batallón de zapadores. Lo amé igual y a pesar de las miserias
que nos sobrevendrían. Su largo capote gris se diluía en la tarde y su cabello
que había besado muchas veces en noches de pasión, se arremolinaba en su
guerrera con la brisa del agua brava que se despeñaba entre las piedras. Nunca
más lo volví a ver. En mis brazos hamaco el regalo del amor. Pequeño que llegó
en el verano cuando ya el fuego de metralla había callado. Ya no acuso al amor
o a la distancia. Llevo las manos brotadas de lirios.
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