Le pedí a mi madre que me
dejara ir a la casa de la abuela Asunción. No quería porque quedaba en el
pueblo cerca del río. Yo insistí. ¡Me voy en la bicicleta que le dejó Jordi a
papá cuando de una noche a la mañana, se tuvieron que ir lejos! Después supimos
que se fueron a Argentina en el sur del mundo. ¡Al fin del mundo! Y salí por el
camino real hacia la aldea de Sorihuela de Gualdamar dejando atrás una buena
polvareda. Como madre no quiso decir porqué huyeron los padres de Rocío y
Julián, mis compañeros de juego, supe que la abuela Asunción era mi última
esperanza.
Cuando llegué a la casa,
antigua y humilde, en los muros encalados brillaban los tiestos con claveles
multicolores. Salió ella, secándose las manos en el faldar húmedo y manchado
por la tarea de guisar en las hornillas de su hogar. Me apretó entre sus senos
que olían a ajos y perejil. Un perfume que abre mi alma a los recuerdos desde
entonces.
Dejé en el murete la
bicicleta y entré empujada con los besos de esas manos rústicas y venosas de la
abuela. Adentro de la casa, el perfume se confundía con el de los viejos
muebles que habían soportado una guerra.
¡Por fin Juanita, te
atreviste a cruzar el río! ¿Cómo te dejó venir tu madre, con el miedo que le
tiene al Guadalquivir? Ven que te sirvo un puchero. Siéntate y dime, a qué te
trae esta hora. Me senté y me plantó un tazón humeante con guisantes y trozos
de carne de conejo. No lo voy a olvidar. Abuela, ¿Porque se están yendo los
vecinos como huyendo? Y como un rayo soltó su dolor... ¡Porque han estado del
otro lado, entreverados con los rojos, niña! Los buscan para... bueno son cosas
de gente grande, tú, debes ser cuidadosa y si te detiene un gendarme, saludas
con respeto y diles que te espera tu madre. Y sigue. No te detengas con charlas
y parloteos.
¡Gracias abuela por
explicarme! Y luego de hablar de mil
cosas regresé a casa sin problemas. Pasé por Villanueva del Arzobispo y en un
muro, vi, el cartel de un gallardo torero con su traje de luces, que invitaba a
la lidia del día de las romerías de santa María de los Ángeles. ¡Me enamoré al
instante...! ¡"Francisco Alegre" y "Jesús García", en el
duro combate el próximo domingo a la hora de la siesta!
Era el hombre más bello, con
su traje de luces y la capa en los brazos, coleta de pelo negro que caía en sus
espaldas, bordada de color grana. Miraba de lado como un ave espiando mi
sonrisa. Quise llevarme el cartel, pero
el sargento me hizo un silbato largo y agudo que se clavó en mi costado como
una espada de estoque.
Pensé si tenía los cuatro
duros que costaba la entrada y si mi hermano me acompañaría, ya que le gusta la
lidia, pero es caro y siempre anda de bolsillos flacos. Llegué a casa sudando y
acalorada por el viaje y las ansiedades que se burlaban de mi esperanza de
verlo. Mamá, como siempre me reprendió al instante. Le entregué los buñuelos,
que le mandaba su madre, el jamón y el tocino. Se puso seria y preguntó si
estaba bien de su reuma. Mamá, está más que bien, cantando como hace siempre y
abrazándome a cada rato. No le dije del cartel. En la siesta, me senté bajo el
naranjo y llamé a Jesús, mi hermano. ¿Quieres ir el domingo a la lidia? Yo
pago. Se que nunca tienes un duro y yo tengo guardado algunos y otros le
pedimos a madre.
ADULTOS
¡Ole! ¡Ole! ¡Bravo! Ese toro está a tus pies. ¡Francisco Alegre eres el guapo más chulo de España! ¡Mátalo, ya, que te puede coger!
El capote brilla junto al sudor helado del mozo. Los caballos se arriman y tratan de sostener distancia entre el torero y la bestia. ¡Bufa el animal herido! ¡Bufa el joven torero! Cierra los ojos un instante, no puede distraerse y sabe que si lo hace, arremeterá enloquecido por el dolor de las banderillas que cuelgan de sus carnes desgarradas. El toro. Animal hermoso, brilla por la sangre que se va mezclando con la arena del ruedo.
En un palco está ella. Juanita Reina, la bella y exitosa cantante que le echa claveles rojos a la misma arena donde se funden la sangre con las flores frescas. ¡Su Juanita hermosa, qué amante perfecta! ¡Esconde su pasión desde aquel tiempo que la vio en el pueblo en la romería!
Brilla la espada en su mano. Envuelta en la capa de seda. Se hinca. Y un grito se desparrama en el ruedo. Ha entrado el acero moro en la testa del animal moribundo que desparrama sus entrañas ardientes de rojo oscuro. ¡Ole! ¡Ole! Y con el rabillo del ojo ve que su amada se levanta, deja caer unos claveles y se toma del brazo de un caballero de estampa; joven, muy majo.
Cae de rodillas al lado del animal sangrante y siente un puntazo enorme en su pecho. El amor se ha ido con otro hombre, sin saber que él, la ama en silencio.
Esa noche va al tablao donde ella canta. Su voz es tan bella que lloran hasta los ancianos. Su peineta atrapa la mantilla que le hizo llegar sin que ella supiera quién se la mandaba. Era de primera, hecha a mano en bolillos de hilos de seda. Ella lo mira distraídamente y sonríe. Pero suelta besos a todos los que están sentados en los taburetes.
En la mesa, medio escondido donde está Francisco ha dejado una foto firmada por ella. Él, la toma y besa. Ella no lo observa. Unos hilos grises asoman en su larga coleta. Y el sol de la lidia, le ha dejado huellas, le ha dejado penas en la piel morena.
Francisco Alegre está triste. Se aleja por la callejuela que
lleva a
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