Llegó la sombra que envolvió apacible el lecho del río,
en la primavera cumplió con la promesa
de un amor efímero.
Dicen
que no hay paisaje más bello que la pradera a la llegada de la primavera.
Nuestra visión se demora en los pastizales que rodean el río, especialmente ese
olor a tierra húmeda y a setas, el brillo de los juncos que se mueven con un
ritmo de góndola veneciana. ¡Y el color! Color de ámbar y oliváceo con fulgor
esmeralda, el rojo de las vallas que picotean las aves buscando candorosas
alimento para sus pichones. ¡Ay, Marimar! Qué tiempo hermoso es la primavera.
Lástima que te fuiste tan lejos.
Esa
mañana apareciste en la sala, con el vestido de los domingos, peinando tu largo
cabello en trenzas que enroscabas en la cabeza; tus ojos enrojecidos por la
noche en vela, llorando. ¿Qué había pasado en tu corazón de mujer joven y
enamorada? Él, se había ido prometiendo regreso. Y esperaste días, meses y
años, no muchos hasta que llegó aquella carta con sello de un remoto país de
África, donde un sacerdote que misionaba por esos países, te relataba la dura y
larga enfermedad que había soportado tu amado Julián. Y tomaste la decisión de
ir y embarcarte para una aventura ignota.
Llevabas
poco de lo que creías te serviría para sobrevivir. Luego, después de ese enorme
y estrafalario periplo, llegaban tus fotos con unos atuendos que nada tenían
que ver con los preciosos vestidos que usabas en casa. Tu cabello rapado, tus
manos llenas de ampollas y llagas de trabajar en lugares horribles. Allí no
había agua, ni confort en las llamadas casas. Parecían taperas o chamizos de
barro y paja como en las láminas que coleccionaba el abuelo Mauricio.
Albergabas
unas sonrisas asombrosas. Nos preguntábamos por qué, si era una zona de
espanto. De lluvias torrenciales o sequías mortales. ¿Qué encontraste allí
Marimar? ¿Hallaste al amor perdido? ¿O sentiste que tu vida cobraba un sentido
diferente?
El
día de Gracia, cuando llegó tu misiva con unas fotos y te vimos con ese hermoso
nativo abrazada, nos quedamos en silencio. En la mesa, el mantel estaba un poco
menos blanco que nuestros rostros. Pero elegiste explicar que era algo somero,
que allí no había compromisos como en nuestra tierra y te creímos. Porque
siempre fuiste tan directa, tan tú y tus verdades.
Tu
madre, comenzó a declinar con penas incomprensibles para algunos, no para mi.
Yo entendía que ella no soportaba el cambio entre Julio y ese Munbhata.
Era
como si hubieras regresado al pasado neolítico. Pero mirando bien, era un
hombre fuerte que tenía una mirada sana y dulce. ¡Sus manos! Eran como dos
rocas esculpidas a cincel y su pecho, cubierto de tatuajes entintados con
dibujos raros, me llevaron a buscar las láminas del abuelo. Las encontré en un
arcón en el desván.
Mi
ansiedad me hizo pasar por alto tantas cosas bellas. Esa jungla dispar y los
insectos y bestias que sólo se ven en los zoológicos de Londres. Luego, llegó
la noticia que regresabas. ¡La fiesta que prepararon tus hermanos era para los
periódicos de sociales! Llegaste sola. ¡Tan cambiada! Eras otra Marimar,
diferente en todo.
Habías
decidido entrar en un convento de misioneras. Y luego de abrazar a todos por
muchas horas y algunos días, volviste a aparecer en la sala, con los ojos
enrojecidos por el llanto. Con una túnica blanca y el cabello cubierto. Una
alforja con dos o tres prendas útiles, tal vez, en esa nueva vida que
emprendías. Me invitaste a caminar cerca del río, una primavera incipiente
acomodaba nidos entre los almendros florecidos. Me narraste lo efímero que
fueron tus dos amores. Hablaste de Julían y de ese desconocido Munbhata que te
había amado hasta el delirio. Ambos presa de la malaria y tú, me dijiste que
contrajeron lepra. Y la inestimable patrona de larga túnica negra y maligna
había hecho un trabajo ejemplar. ¡OH, muerte! Nunca inevitable con los que
aman.
Ahora,
como misionera, recorres los caminos cuidando a gente débil y sencilla. Tus
manos, siguen creando un mundo aceptable. Le regalas justicia y amor. Cuidas
sus cuerpos deshilachados y grises. Y yo, acá,
sigo buscando en cada amanecer los colores del alba, rosados, carmesíes,
violetas y morados. Los perfumes
deliciosos de los duraznos maduros y las flores, miro el sol de plata
insistente en calentar la tierra o la luna naranja que anuncia tormentas. ¿Te
extraño Marimar! Nunca me atreví a decirte…Cuánto te amo. Alfredo.
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