ESTAMPITA.
La noche
comenzó con un calor pegajoso, bochornoso. Isabella con una bata de fino
algodón transparente tomaba un poco de aire dentro del pequeño balcón terraza
interior de su piso. Había llegado cansadísima de la oficina. Los faxs y los
memos de Singapur, Thailandia y San Francisco se habían sucedido
ininterrumpidamente. Tuvo que traducir muchos mensajes ya que la bolsa estaba
al rojo vivo y la empresa tenía inversiones muy importantes. Sintió un
suave zumbido entre las leves cortinas
del departamento frente al suyo. Trató de ver o adivinar al personaje que
estaba allí. Una sombra le permitió presagiar una figura humana, pequeña pero
clara, que con una máquina filmaba sus movimientos. La ahogaba el terror. No
atinó a moverse por temor a una bala o a cualquier otro suceso. Luego que se
acallaron los sonidos, llamó a la jefatura. El detective Rowers con su insólita
figura de anciano acicalado y prolijo como la estampa de un caballero de
antaño, le acercó el afecto y una sencilla amistad. Pasó una noche consolándola
con viejas historias que la hicieron dormir como niña. Él encontró debajo de la
puerta de calle casi al amanecer una estampita de la primera comunión de
Isabella que luego supo había hecho en Italia, en su pueblo Verona, en la
niñez. La nueva pista era un nuevo desafío para él.
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