La depositaron frente al portón del Instituto
de Menores. Era menuda y tranquila. Esperó a que alguien se acercara sin hacer
demasiado ruido. La encontró el portero, hombre rústico que conocía a cada niño
del hogar. Llamó a la regente, que se acercó mirando con sorpresa a la pequeña.
Ésta, no quiso que la tocara y trató de quedarse allí. Pero fue imposible. Don
Lelio la tomó como quien alza un paquete grande y la llevó al interior del
orfanato. Parada sobre el escritorio parecía una figurita de greda cocida.
La mujer la estudió. Observó
detenidamente su rostro, su ropa de buena calidad, sus zapatos y el cabello
limpio y bien cuidado. Descubrió, bajo el saco de lana tejido, una papeleta arrugada
con la palabra: “Lunática”. Ambos
rieron porque una cosa así, tan chiquita, era imposible tratar de “loca”.
Unas breves preguntas y la señora supo que se llamaba “Anunciada”;
que tenía tres años, ya que mostró tres deditos. Estaba callada. No contestó nada
más. La llevaron con una asistente. Renata, la joven auxiliar, le puso ropa
adecuada. Continuó en silencio. Después de varias semanas, tan pronto cantaba o
reía como lloraba sin motivo o gritaba en la oscuridad.
Se quedaba en un rincón lejos de las otras niñas, ya que la
mayoría eran deficientes o con síndromes extraños. ¡“Generalmente abandonan por esa causa a las niñas!”, solía decir la
directora. Pero ella era hermosa, sana y había sido alimentada. ¡Era muy
extraño.¿Qué había sucedido con sus padres?
Cuando Anunciada se acostumbró al lugar, se acercaba a las
pequeñas si le parecía que estaban en peligro o hacían algo que les podía
producir un problema. Tanto Renata como don Lelio, observaron que desde su
llegada, las huéspedes no habían sufrido accidentes tan comunes a esa edad y en
ese lugar.
Un día, la asistente entró al dormitorio y la observó acunando a
una nena afiebrada. La consolaba. Le sonreía y su mano blanca y chiquita,
acariciaba su frente calmándole el dolor. La sorpresa fue grande. La asistente comentó
con la directora y todo el personal y comenzó a mirarla de otra forma. Era una
niña singular.
Pasaron dos años. Nadie quería que se alejara, pero no podía
quedarse. Por orden superior, tanto tiempo en el instituto era imposible. Con
dolor debieron desprenderse de ese ángel llamado Anunciada.
La entregaron a una familia sustituta como era de suponer. Así es la Ley
En la casa adoptiva, estaba más
silenciosa. Tenía miedo. Al cumplir los siete, la madre del corazón, la
descubrió mirando unas fotos viejas y Anunciada le fue diciendo el nombre de
cada uno de los que aparecían en ellas. Nunca, la mujer, había nombrado a
ninguno. La niña “insólita” conocía si vivía o estaba muerto, si visitaba la
casa o hacía años que no se veía con su actual parentela. Cada vaticinio que
expresaba, sucedía fatal e inefablemente.
Nada resultaba claro. Cada augurio se concretaba siendo
inexplicable para el entorno. Ella no llegaba a comprender “eso” que le sucedía.
Se distraía con los ruidos; urgiendo a las sombras a irrumpir en el vacío. Veía
señales a su paso. De día y de noche. Siempre la tentaban con sutiles engaños.
Bajaba la vista siguiendo al instinto de no consentir la trampa propuesta.
Absorta, delicada y cautivada con las visiones continuó creciendo.
A veces jugando, perseguía un perro callejero, iba tras un carro
de mudanza o llegaba a la calesita. Don Cipriano, conociéndola, le permitía
subir a dar unas vueltas. Ahí soñaba hipnotizada con su fantasía. El maquinista
del “tío vivo” sabía que cuando le solicitara a los padres del amor, le
pagarían.
Creció sin mucha instrucción, en la escuela, no duraba en el aula.
¡Era tan inquieta! El médico de la familia le hizo pruebas que superó. No era
débil mental. Era indómita, les advirtió.
Creció alertando, a quienes conocía, de los extraños sucesos que
le podían ocurrir. Si le creían evitaban una contrariedad. Caso contrario solía
sobrevenir alguna catástrofe personal o familiar.
Salió una mañana a caminar como cada
día y se perdió en la ciudad. La familia cansada de sus extravagancias no la
buscó. Regresaría cuando quisiera o necesitara volver. Ya lo sabían. Caminó y
caminó. Frente a un edificio que creyó maravilloso, se detuvo. Ingresó a la
biblioteca más completa del país. Comenzó a pedir libros que devoraba.
De noche bailaba en la calle y descubrió que los mirones le
dejaban dinero por sus extrañas contorsiones. Comía poco pero no sentía hambre
de alimento, sólo de páginas y páginas. Anunciada, cuando había pasado varios
meses, regresó a la casa. Se alegraron sin sorprenderse. Traía un bagaje de
conocimientos que le había develado su condición de vidente nata. ¡Esa era su
locura infantil! No era demente, era visionaria.
Cumplió quince años. Regresó al instituto y les relató cómo había
descubierto las enfermedades de sus compañeras, quienes se iban del lugar, quienes
pasaban a ser ángeles tutelares. Supo del amor de Lelio y Renata. Siempre se
amaron y nunca se atrevieron a aceptarlo. En fin, ella tenía premoniciones.
Sabía por qué la dejaron en el Instituto. Temor, horror a lo desconocido,
escrúpulos frente a lo inexplicable. Ignorancia.
En sueños veía la cara de sus verdaderos padres que vislumbraron
su condición de clarividencia. La tortura que sufrieron por dejarla abandonada. Pero
creían que era hija de “Lucifer”.
Un vecino, le pidió ayuda para encontrar a un hijo perdido. Esa
fue la primera vez. Lo encontró en un tugurio de adictos. Le valió para que
llegaran muchos en búsqueda de auxilio a varios sucesos. Apoyó a todos. Quedaba
agotaba por lo que cada tanto huía y se escondía vagando por la ciudad. Así
conoció gente igual. Eran tildados de raros. Especialmente los que se negaban a
asistir en oscuros hechos policiales.
El comisario Fretes, le envió un sobre con fotos, una mañana de
verano del 2005. Necesitaba que encontrara la verdad en un caso de una rara
muerte por estrangulación. Le cambió la vida. Anunciada entró en un infierno.
No podía escapar de esa maraña de seres diabólicos. Los fantasmas
del averno la querían doblegar hacia la oscuridad. Entonces, tomó la decisión
de enmudecer. Nunca más habló y su silencio, la acompañó hasta ese día, que
ella conocía bien, en que se sumergiría con el pequeño bote en el lago de la
casa de campo donde envejeció.
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