ESA CASA QUE
ESCONDÍA
Hoy cumplo cuarenta años. Me siento en el sillón del living con
una copa de vino bueno. Tomo el álbum de fotos de la mesilla y comienzo a
recordar la extraña historia: “La de
nuestra casa”.
Todo empezó cuando pidió
una bicicleta a los Reyes Magos. La de color amarillo con pedales de goma y freno.
Esa mañana, al saltar de la cama, la vio junto a los zapatitos que había
lustrado la tarde anterior. En un cartón, con letras grandes, color rojo, su
nombre. Estaba contenta y pidió a Jacinta, su amiguita de la cuadra, que le
ayudara a manejar la bici. Tendría que usar pantalones y zapatillas para tener
más seguridad. ¡Era un primor!
Jugaría con su vecina
Serena y Jacinta cada día, hasta que comenzaran las clases. En vacaciones se
gastarían las gomas yendo y viniendo por la plaza o la vereda. Luego, la
guardaría en el garaje cuando se fuese a dormir.
La noche del veinticuatro
de febrero la guardó como siempre y, al otro día, no la encontró. Toda la
familia, incluida la abuela Serafina que protestó hasta el cansancio, buscó la
bicicleta. Por la casa se revisó en cuanto lugar pudo estar, pero no la
recuperaron. ¡Esa fue la primera vez!
Después se perdieron: tijeras, libros, fotografías con
portarretrato incluido, hasta el tejido de la tía Evarista. A veces aparecían
algunas en el garaje, otras, entre la bolsa de papas o de cebollas. En una
ocasión, hallaron la mañanita de la abuela en medio del gallinero. Pero la
bicicleta no apareció hasta esa vez… que Lori, buscando su bufanda, entre cajas
de trastos viejos, se topó con el cuadro amarillo y el manubrio. Nadie pudo
explicarse cómo habían estado allí tanto tiempo y no los habían visto. ¿Y el
resto? Fueron dando con el asiento y los pedales distribuidos por toda la casa.
En verdad, Lori, ese día
del cumpleaños descubrió que había gastado casi veinticinco años de su vida,
buscando cosas perdidas en esa bendita casa.
La abuela ya no estaba y,
sin embargo, cosas suyas afloraban como por arte de magia en el comedor, la
alacena… y la tía Evarista, había partido hacía como siete años al más allá y
se tropezaron con los tejidos o alguna peineta en lugares impensados. Otras
veces, en la heladera, surgía un libro que se había esfumado hacía diez años.
O, en el botinero, advertían un paquete de manteca desaparecido después de doce
meses y, lo más extraordinario, intacto como si lo acabaran de guardar.
Lori bebió con gusto el
vino y comenzó a retar la casa. Cualquier hijo de vecino podría pensar que, en
lugar de tomar una copa de tinto, había tomado una botella completa. Pero la
que descorchó ya no lucía en la mesa. No la buscó. ¿Para qué? Sabía que no la
vería por un tiempo.
Prometió en voz alta no
preocuparse nunca más cosas desaparecidas. Discutió a viva voz con las paredes.
Y la casa comenzó a crujir, se movió molesta, igualito que un temblor de tierra.
Protestó rechinando por su decisión de no indagar ni afligirse.
De pronto, brotó detrás
del televisor la botella de Borgoña, en la alfombra una pulsera de lapislázuli
que extravió en agosto, el florerito de cristal de tía Evarista en el sofá y
varios objetos de los que había olvidado su existencia.
Sonó el timbre de calle.
Entró Javier sorprendido. ¡Traía la pañoleta rosada que le tejió la abuela
Serafina en el embarazo de Rosita y que buscó y rebuscó durante dieciocho años!
La encontró en el picaporte de la puerta cancel. “¡Esta vivienda está endemoniada, parece una adolescente ensañada con
nuestra familia! Vamos a venderla”. Expresó Javier mientras se sacaba la
chaqueta, tirándose en el sillón.
¡La casa tiene una
vitalidad burlona; es escondedora y pierde a propósito cosas queridas! Se
pelea, en esta circunstancia, con la cumpleañera que está enojada y tomó la
decisión de no hacerse mala sangre con las extravagancias que sufre. ¿La casa
al fin ha sido domada?
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