El agua subía distrayendo la
costa para derrumbar los camalotes
isleños. El Horúta continuó empujando la jangada hacia el pueblo Tapí Purá. La
ranchada se dormía en la superficie de las aguas que aleteaban como pájaros
alertas. De vez en cuando se oía el grito del macaco aullador, agudo y sólido.
Las mojadas cachas se apilaban en la mitad del madero, parecían el cadáver de
la tapera.
Un chajá voló asentándose en el
esqueleto de un ñandubay. Rápidamente se pobló de aves blancas y negras. De cuellos
largos y afilados picos prestos a romper las valvas de los caracoles del río.
Ojos ávidos de mirar pequeños peces y alevinos que poblarían las orillas con
las aguas mansas. El Horúta se acordó del árbol del playón del pueblo que en
navidad una “doñita” se porfiaba en adornar con chucherías brillantes y
caramelos para los niños. Eso parecía ese armazón de palos desgajados y
cubierto de pájaros. Pasó un lanchón de prefectura y levantó una lluvia de agua
fría que le humedeció el miedo. No confiaba en los extraños, milicos, venidos
desde quién sabe que lugar… solían quitarles los cueros y le propinaban
rebencazos por cazar en el río o lagunas. Tenía recuerdos en las
costillas. Su odio antiguo le penetró el
alma. Pensó en la Negra ,
china fuerte que le dio siete hijos desde que la trajo de Paysandú. A tiempo la
mandó río abajo a casa de los Rosales con los críos. Ella tosía mucho y el
Coté, tenía calentura en el cuerpo pequeño. Allá había una “dotora” hábil que le sacaría el mal de ojos y cualquier
maldad del cuerpo. La Virgen
de Iratí le sacaría los demonios chicos y con la seca estarían buenos.
¡Cuando él era niño, necesitó la
médica de Caá Guazú! Le dio algunos yuyos y le curó la gusanada de las tripas.
Le enseñó a mamá vieja a cocer todo y el agua en especial, porque ya venía
sucia por el río.
Los carpinchos, ahora, se
amontonaban sobre los irupés y los chanchos del monte escapaban por las orillas
cenagosas de la rivera. ¡Todo está patas para arriba, que carajo! El sol había
desaparecido de las aguas tras los montes. Las ranas y sapos rompían el tibio
ronroneo del agua contra la jangada y sus llamados de amor comenzaron a ponerlo
nervioso.
Si no llego pronto, me cubre la
noche y los yacarés salen de sus madrigueras… nuevamente sintió frío. No había
luna, su amiga. De pronto chocó la pértiga con una roca y se quebró. Estaba en
apuros. El urutaú gritó entre los árboles advirtiendo que ya había movimientos
en el oleaje. En el recodo vio que había
una luz silenciosa y un hombre le hacía señas desde la otra orilla. Era el Ñato
Leiva. Se sintió en la gloria. Abocinó los labios y gritó por ayuda. Entre los
árboles vio que se acercaban varios compadres en un bote. La ayuda llegó en el
momento justo en que un yacaré coleteaba junto a la jangada. Perdió unas cachas
para asustar al bicho. Ya sabía cómo le molestarían los gritos de la
Negra. No tenían casi nada y perdía ollas y
jarros. Un rebencazo y se callaría, pero ella tenía siempre razón. Se secó con
el dorso de la manga una lágrima que iracunda se metió en su cara. El chasquido
de la cuerda que le tiró el Ñato era su salvación. La apretó entre las manos
que ya sangraban por el esfuerzo. El abrazo llegó corto y fuerte. Remaron para
la costa y allí, se encontró con la lancha de prefectura. Había un grupo de
familias que comían alrededor de un fuego, asado que hacía mucho no comía él.
Con el cuchillo en la mano, el prefecto le pasó un buen trozo de carne cocida.
Comió en silencio. Desconfiado, puso la carne en un trozo de pan de grasa. Le
supo a miel. Una india se le acercó con una jarra de cerveza, la espuma se le
quedó coronando la barba crecida. El Ñato le habló en guaraní para que no le
entendieran los milicos. Supo que su mujer e hijos estaban bien en la estancia.
Pero el agua había llegado hasta el terraplén.
Acomodó la hamaca y se echó a
dormir. Mañana si había un mañana, seguiría en el río para encontrar otra vida.
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