Quiso tatuarse la pisada que quedó grabada en los lienzos del lecho. No pudo. El sudor le corría por la
piel e iba borrando la tinta. Su mano apretaba la aguja de oro con la que
sostenía su túnica y servía, mojándola, en un jugo de limón con carbón en
polvo, para herir meticuloso la piel del pecho. Ella había huido de entre sus
brazos. Volvió a mirar la puerta por donde ella había desaparecido. La quiso
abrir. No pudo.
Olfateó el fuerte olor a humo y cenizas. El volcán bramaba y
desparramaba su lava sobre las viviendas, las villas y los mercados. Corría un
río de fuego por las calles. Todo fue tapándose y en silencio quedó en el
tiempo.
Pasaron siglos hasta que los
arqueólogos pudieron llegar hasta ese hogar de la villa antigua. Antaño, era un
espacio intocable. Cuando con nuevas tecnologías absorbieron todas las cenizas
y escombros, en el mármol de una habitación encontraron el cuerpo de un hombre,
hecho piedra, con las manos atrapando un alfiler de oro y una extraña pisada
marcada sobre la loza de la que fuera un lecho de amantes olvidados.
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