El profesional dudaba. Había llegado ese muchacho con varios golpes y
heridas. Un autobús lo había atropellado cuando iba a la escuela en bicicleta.
La culpa fue de un loquito que se abrió y él, hizo una maniobra brusca y cayó
al pavimento. El coche huyó. El que manejaba el bus, se detuvo, lo ayudó y lo
transportó al hospital. La gente lo aplaudía.
El dolor le había penetrado por las piernas hasta dejarlo sin aire. Tenía
sangre y heridas en las manos y piernas. Alguien del público le pasó una
chalina de algodón rosado. Se cubrió y secó lo que manaba caliente de su
rostro.
Corrieron los médicos para ponerlo en una camilla y hacerle las primeras
curaciones. Le preguntaron el nombre… al principio no se acordaba, luego dijo:
Me llamo Jonathan y pidió hablar con el celular, pero no lo encontraron y una
enfermera le ofreció el suyo. Habló con su hermana. Lo entraron en una máquina
que parecía una nave espacial. Le hicieron rayos X y análisis de urgencia. En
ese corto tiempo llegó Juanita y su tía Adelina. Hablaron con el médico. ¡Está
grave! Tiene golpes internos, trataremos de operar. Le sacaron la ropa y lo
envolvieron en una bata verde claro de una tela finita, le colgaron con un tubo
de plástico una bolsa con suero.
Al rato se fue quedando dormido. Cuando los médicos abrieron, era tarde.
La sangre había invadido órganos importantes. Llegó la policía para indagar por
el que tenía la culpa. Le sacaron unas fotos, mañana saldría en los diarios y
ahora en el noticioso de la T.V.
ya aparecía su rostro. Allí estaría, en la vidriera brillante, el rostro
desencajado de un joven, que no sabe que se acerca el fin, como la noticia del
día.
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