Mi avión había
aterrizado sobre la pista helada. Los flaps se desperezaban en la fría mañana
cuando anunciaron que el vuelo no continuaría hasta el día siguiente. Problemas
de tránsito aéreo.
Protestas, quejas
y hasta llanto en algunos pasajeros ansiosos. Frankfurt era mi destino y el de
muchos otros. Pero allí nos quedábamos por una noche. Apenas entramos a la
manga, unos jóvenes exquisitos nos entregaban los “tikets” de comida y hotel,
para esa etapa impensada. El transporte estaba allí regulando motores para que
no se congelara el gas oil. -22º a esa
hora impedía hablar.
-¡Qué clima
asqueroso tiene París! – despotricó un yanqui. Lo miré indiferente. Con el
efecto invernadero, en todas las regiones del planeta hay problemas climáticos,
pensé. Seguí mi camino hasta llegar al bus que nos esperaba. Un africano al
volante sonreía más por el frío que por alegría. ¿Pensará en su tierra natal
con 50º sobre un desierto inhóspito? Con sólo mi mochila por equipaje, me acodé
en la barandilla observando a los que me rodeaban e imaginé la vida de cada uno como
distracción. Odio la soledad de los viajes de trabajo.
Luego de
atravesar la zona del aeropuerto y dejar atrás los suburbios, el bus subió a la
autopista. La bruma me impedía visualizar París.
Nos detuvimos en
un hotel de segunda categoría. Parecía pasable. Me alojé en una habitación
pequeña. Ya solo, atiné a mirar por la ventana. Un extraño paisaje se inmiscuyó
en mi vista. Desde la pequeña ventana se podía observar un túnel, en una
autopista secundaria.
La velocidad de
los vehículos le infundía vida. Parecía un carrusel de luces que iban y venían
como el tiovivo de un parque de diversiones. Me detuve a ver los enormes
tensores de acero que sostenían las columnas y parte del puente de ingreso.
Dejé de mirar
para acomodar mi pequeño equipaje. Sentí un chirrido. Un grito. Un estruendo.
Desde el pequeño recuadro pude ver humo. Como médico que soy, salté y corrí
escaleras abajo. Atravesé la recepción del hotel y quedé frente a una verdadera
lujuria de autos con sus cláxones y luces que
se detenían frente al derrame de petróleo de un vehículo, que volcado comenzaba
a incendiarse.
Frente a mí un
cuerpo cobijado en sangre tibia sollozaba. Con pudor me identifiqué. Un policía
me permitió acercar a regañadientes. De rodillas tomé el pulso de la joven cuya
belleza había escapado con la misma velocidad del estruendoso destino. La
oscuridad de su fatalidad me dejó más helado que el aire helado que me
atenazaba el rostro. Yo temblaba. Frío. Hacía mucho frío. Me mordí los labios
cuando limpiándole el rostro reconocí a la hermosa modelo Aleida Irazú. Actriz
famosa por su belleza y talento. Yacía ahí, moribunda. Me tomó el rostro con
sus manitas finamente manicurazas. Tenía varias uñas rotas y el carmín competía
con la sangre. Acercó mis labios a los de ella y dándome un besó inesperado
cerró los ojos. Así penetró en la distancia y oscuridad del túnel.
Una
suave nevisca deslizó su pena sobre ese pequeño espacio de París. Eran apenas
las 18,30 horas. En mi lejano país del tercer mundo, tan sólo se hablaría de ella
y la tragedia. Sobre las piedras un palomo arrulló a una palomita blanca
acurrucada junto al bolso de piel violeta de la muchacha
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