martes, 11 de febrero de 2020

AL VEZ EL DESTINO QUISO



            Mi avión había aterrizado sobre la pista helada. Los flaps se desperezaban en la fría mañana cuando anunciaron que el vuelo no continuaría hasta el día siguiente. Problemas de tránsito aéreo.
            Protestas, quejas y hasta llanto en algunos pasajeros ansiosos. Frankfurt era mi destino y el de muchos otros. Pero allí nos quedábamos por una noche. Apenas entramos a la manga, unos jóvenes exquisitos nos entregaban los “tikets” de comida y hotel, para esa etapa impensada. El transporte estaba allí regulando motores para que no se congelara  el gas oil. -22º a esa hora impedía hablar.
            -¡Qué clima asqueroso tiene París! – despotricó un yanqui. Lo miré indiferente. Con el efecto invernadero, en todas las regiones del planeta hay problemas climáticos, pensé. Seguí mi camino hasta llegar al bus que nos esperaba. Un africano al volante sonreía más por el frío que por alegría. ¿Pensará en su tierra natal con 50º sobre un desierto inhóspito? Con sólo mi mochila por equipaje, me acodé en la barandilla observando a los que me rodeaban  e imaginé la vida de cada uno como distracción. Odio la soledad de los viajes de trabajo.
            Luego de atravesar la zona del aeropuerto y dejar atrás los suburbios, el bus subió a la autopista. La bruma me impedía visualizar París.
            Nos detuvimos en un hotel de segunda categoría. Parecía pasable. Me alojé en una habitación pequeña. Ya solo, atiné a mirar por la ventana. Un extraño paisaje se inmiscuyó en mi vista. Desde la pequeña ventana se podía observar un túnel, en una autopista secundaria.
            La velocidad de los vehículos le infundía vida. Parecía un carrusel de luces que iban y venían como el tiovivo de un parque de diversiones. Me detuve a ver los enormes tensores de acero que sostenían las columnas y parte del puente de ingreso.
            Dejé de mirar para acomodar mi pequeño equipaje. Sentí un chirrido. Un grito. Un estruendo. Desde el pequeño recuadro pude ver humo. Como médico que soy, salté y corrí escaleras abajo. Atravesé la recepción del hotel y quedé frente a una verdadera lujuria de autos con sus cláxones y luces que  se detenían frente al derrame de petróleo de un vehículo, que volcado comenzaba a incendiarse.
            Frente a mí un cuerpo cobijado en sangre tibia sollozaba. Con pudor me identifiqué. Un policía me permitió acercar a regañadientes. De rodillas tomé el pulso de la joven cuya belleza había escapado con la misma velocidad del estruendoso destino. La oscuridad de su fatalidad me dejó más helado que el aire helado que me atenazaba el rostro. Yo temblaba. Frío. Hacía mucho frío. Me mordí los labios cuando limpiándole el rostro reconocí a la hermosa modelo Aleida Irazú. Actriz famosa por su belleza y talento. Yacía ahí, moribunda. Me tomó el rostro con sus manitas finamente manicurazas. Tenía varias uñas rotas y el carmín competía con la sangre. Acercó mis labios a los de ella y dándome un besó inesperado cerró los ojos. Así penetró en la distancia y oscuridad del túnel.
            Una suave nevisca deslizó su pena sobre ese pequeño espacio de París. Eran apenas las 18,30 horas. En mi lejano país del tercer mundo, tan sólo se hablaría de ella y la tragedia. Sobre las piedras un palomo arrulló a una palomita blanca acurrucada junto al bolso de piel violeta de la muchacha

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