ILUMINAR EN UNA NOCHE CÁLIDA, LA CUNA DE UN BEBÉ QUE DUERME PLACIDAMENTE.
Por
la ventana ingresaba una suave brisa marina. A lo lejos, se oía el estrépito de
las olas que trepanaban el silencio de la noche. Lucila, apagó el candil, se
agachó a besar la frente de los niños y abrió la puerta para salir de la
alcoba. Una casa pobre de pobres pescadores. Un enorme amor de familia en
espera de cambios. A lo lejos las barcazas desfilaban hacia el mar. Toda la
esperanza del día, puesto en esa marcha por la ruta desdibujada de la costa.
Se
acercó a la chimenea y agregó unos pocos leños para atizar el fuego que
adormilado se desprendía del calor con avaricia. En un caldero un olor de ajos
y cebollas con pescados daban el humor de hogar al recinto. Se acodó en la
hamaca con el costurero, tomó el pantalón de brin y enhebró la aguja con hilo
encerado. Tenía que ponerle un parche en ambas asentaderas, gastadas por
sentarse sobre las maderas del bote, la sal y el agua que todo lo consume.
Tomó
un trago de ponche, comió un trozo de pan de centeno y siguió dale que te dale
peleándole a la tela. Pensó en Bartolomeo, que sin fatiga echaba las redes
todos los días al atardecer en las aguas heladas de la bahía. Recordó el día
que lo conoció. Era verano y lo vio acodado en la baranda del muelle con la
mirada perdida en el azul del mar que se
apareaba con sus ojos azules. Antes tenía el pelo largo y anaranjado, como su
hijo y su madre. Ahora le quedaban algunos mechones canos que se volaban con el
viento bravío de la marejada.
Pensó
en los besos que le daba, y un pequeño remolino se le apretó en el vientre.
Sintió el roce de sus manos ásperas por las faenas y trabajos de arrear velas y
trinquetes. Despertó el bebé, que había dormido en la paz de la tarde, descubrió
al pequeño y lo atrajo a su pecho, manantial de leche. Retozó el niño y alegró
la madre su día de labores, terminó de mecerlo y lo dejó en la cuna que labrara
su anciano padre cuando llegó la niña, la primera.
Un
relámpago iluminó el cielo a la distancia. Supo que regresaría pronto el bote
al muelle. Dispuso en la mesa un mantel a cuadros rojo y blanco, que comprara
en la feria hacía como unos cuatro años atrás. Puso dos tazones y una jarra con
vino tinto. El pan brilló con el rojo del hogar y la cuchara resbaló sobre el
acuadrillado gastado. Esperó. Otro trueno y un relámpago. Ya llega, pensó y
tomó la imagen de santa Bárbara para prenderle un candil.
Serena
siguió cosiendo. El ruido de los afanes de Bartolomeo la distrajo. Abrió la
puerta y una luz hizo que desatendiera lo que tenía entre las manos y la
sonrisa ufana de su esposo la despertó del silencio. “He pescado mucho esta noche, tendremos que ahumar bastante. El mar
estaba raro, como esperando los botes y las redes parecían a punto de reventar”.
Bajó las cestas con variedad de peces. Algunos cangrejos y pulpos que colgó
con alambres en la campana de argamasa del fogón.
Lucila
buscó la sal y el pimentón. Sacó el cuchillo afilado y comenzó a desescamar y
limpiar desesmallando las patas artríticas de los cangrejos. Restos de valvas
de mariscos entre los peces y fracciones de hilos de redes rotas que enredaban
las aletas y branquias de los animales. Comenzó a cantar. Ya no tendrían que
salir por algunos días al océano. Por la ventana se iluminaba el bebé con la
luz engañadora de los refucilos y la carita sonrosada, plácida y feliz del
niño, llenó el ambiente de insospechado jolgorio.
Bartolomeo,
se bañó en la tina que con agua tibia le preparó Lucila, se vistió con su ropa
de cama y prendió la pipa que con perfume de chocolate envolvió la estancia. Esa noche notable había marcado un momento
de auténtico provecho. Ella, le llenó el tazón con la caliente comida jugosa y
se sirvió un vaso de vino. El la tomó por la cintura y la besó largamente. Su
día memorable estaba completo. De pronto se abrió la puerta y apareció la
niña que volaba de fiebre. Tenía las
mejillas rojas por la calentura. Corrió Lucila con una hila mojada en agua
helada y se la colocó en la frente. Bartolomeo la alzó y depositó en el lecho.
Húmedas de sudor, sus mantas se arremolinaban sobre la almohada.
Corrió
el padre, se puso una gabardina y salió en busca del médico. Cuando este llegó,
el perfume de espliego y menta, lo tranquilizó. ¡Esta es una mujer que sabe,
pensó! Es una amigdalitis, pasará pronto, les dijo. De las curtidas manos
cayeron las monedas que habían atesorado. El galeno les puso unas medicinas en
un sobre e indicó cómo debían usarlas. Los regañó. ¡Demasiado calor en este
ambiente!
Lucila
se durmió sentada al costado de la cama de la niña. Al despertar estaba peor. Respiraba
con gran dificultad. Volvió el doctor y aconsejó llevarla al hospital. Allí,
descubrieron que tenía tifus. A los dos días dejó de respirar. Lucila lloraba
amargamente. Bartolomeo tratando de ser fuerte abrazaba al bebé con suma
ternura.
Esa
noche, llovía a torrentes sobre las calles solitarias y en la casa de los
pescadores, un murmullo de ángeles revoloteaban cerca de la ventana por donde
las luces caprichosas del cielo iluminaban el dolor hecho padres.
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