Dos teléfonos sonaban marcando una
melodía poliforme sin ritmo ni sentido. Sonaron de día, de mañana, de tarde, al
oscurecer y a la madrugada. Nadie respondió.
Afuera comenzó a nevar. Se hizo
silencio al tercer día. Un silencio que desparramó su desgarro con tenacidad de
gelatina caliente. No, era una mezcla de aceite y grasa de cerdo hirviente la
soledad silente.
La nieve tapó la calle, la casa, la
vida. Tapó el silencio que cercó la sala. Nadie entraba ni salía de la
vivienda. Pasó el frío y comenzó a derretirse el hielo transformando en barro
sucio y resbaladizo.
El hedor y la aparición de moscas de
diversas especies lanzó un llamado de atención al único vecino que habitaba en
la cercanía. A golpes derribó la puerta el sargento Andrés Regules y el bombero
Hilario Cruz, entró tapándose la boca y la nariz. Sobre un colchón viejo, yacía
un cadáver apenas reconocible por el estado de descomposición. Entre sus
fémures negruzcos, aún en su bolsa y demoledoramente indefenso hallaron un
nonato.
Ingresó un joven como enajenado
gritando: ¡Daniela, amor mío! Cayó de rodillas sobre la sangre seca y lloró.
Repite y repite que la nieve lo
detuvo en una ciudad en el sur, desde donde no pudo regresar a tiempo y que su
mujer no atendió nunca los teléfonos. Creyó que había regresado a su país
natal.La investigación continúa, algo no conforma al sargento Regules. Tal vez el
entomólogo pueda darle una pista, ya que junto a la puerta habían huellas de
pisadas que tenían las marcas de un calzado que no se usaba en esa región y que
casualmente era igual al del doliente esposo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario