Al fin, todos la habían visto
menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de
mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a
principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería
española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín,
estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida
por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por
su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua,
cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se
sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que
encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable.
Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado
casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso
casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas
salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente
le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la
casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas,
parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas
gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un
ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya
sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.
Él
partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre
sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de
enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el
paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada
de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que
esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que
los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos
colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó
casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le
ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por
fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.
Todos,
esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos
después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni
Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo
amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el
inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.
Ezequiel
quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran
hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a
puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma
permanente fueron observados por aquel desconocido.
Transcurrido
algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su
rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y
venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba
capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió
que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la
casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la
“quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer
rendir los establos.
De
vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de
algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando
ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su
rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se
quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre
parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que
Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre
y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo
permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos,
el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El
menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido,
Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La
sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de
desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo
abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la
cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese
mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de
servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a
cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un
incendio, lo atrapó una viga, lo
encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió
parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó
un cubo con agua caliente, se bañó y
Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así
descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las
innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había
desaparecido.
¿Cómo
harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en
la casa y regresara.
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