UN EXTRAÑO ESPECTÁCULO EN PARÍS
Mi primer viaje a Francia fue hace muchos años. Era pleno invierno y
nevaba. Eso nos dificultaba movernos pero no nos impidió, a mi madre y a mí,
conocer las joyas históricas de París y sus alrededores: Versalles entre otras.
En esa época se usaba el franco francés y era bastante accesible a nuestro
poder adquisitivo. Pasear por Paris es una sorpresa permanente. En cada esquina
o rincón se encuentra algún referente histórico. Cada reja pintada en negro y
con adornos dorados, nos hacía pensar en la riqueza de los reyes de los siglos
antes de
Al museo del Louvre, nos dimos el lujo de ir cuatro días seguidos. Lo
vimos todo, nos cansamos todo. Era por momentos sentirse transportada al mundo
de la belleza universal. Nunca voy a olvidarme la impresión que me causó ver la
“Victoria de Samotracia” en lo alto al ingresar. Pero cada cuadro, cada
escultura, cada obra de arte, habla de la gran creación del hombre y de lo poco
que apreciamos los dones que Dios le ha dado al ser humano.
Hay cuadros famosísimos. La “Gioconda” en donde se agolpa la gente sin
mirar las otras bellísimas obras que la rodean. Hay cuadros tan grandes que nos
sentábamos en frente para ver detalles. Tintoretto, El Greco, Giotto, Miguel Ángel
Buonarroti, Españolletto, Donatello y pintores ingleses, holandeses, rusos y
obras de países de Asia y Oriente. ¡Un lujo poder apreciar tanta belleza!
Versalles es una obra propia de un tiempo perdido. Enorme, lleno de
espejos y muebles restaurados. La habitación de la reina María Antonieta, la
mártir, restaurada con la ayuda de muchos generosos potentados. Incluso
recuperaron la colcha en un bazar en África, según nos dijo un guía; un japonés
hizo copiar las arañas de cristal de un cuadro hecho en tinta encontrado en un
subsuelo del castillo y las donó al gobierno de Francia.
Todos los jardines cubiertos de nieve y las bellas fuentes congeladas
con sus aguas quietas. ¡Una pena!
Recorrimos los puentes del Sena, Nuestra Señora de París cuyo interior
estaba tan oscuro y frío que yo, que era muy joven, entonces, aproveché y subí
hasta los techos y pude ver desde ese paño de plomo y piedras, todo el París
desde arriba. Son como trescientos escalones, que se van angostando a medida
que uno trepa. ¡Valió la pena!
Imposible subir a
Cuando veinte años después regresé a París, mi corazón se rompió un
poco. Ya estaba ingresado al Mercado Común Europeo y lleno de inmigrantes de
todo el mundo.
Los teléfonos públicos rotos, los cristales de las vidrieras escritas
con “graffiti” con ácido, en el metro, los asientos otrora de terciopelo rojo,
rajados con navajas o sucios, gente tirada en la calle drogada, niños descalzos
tocando el acordeón que mendigaban y orinaban o defecaban en cualquier lugar.
¡Ese era otro París, no el que yo había visto!
A mi acompañante, en una esquina donde esperábamos el autobús turístico
la asaltaron y le robaron la billetera, yo me salvé por suerte, pero la tuve
que ayudar, había perdido su documento y tarjetas.
Era verano y las bellas flores de los canteros, ya no servían sólo para
hermosear sino como baños públicos y eso que París tiene unos preciosos y muy
típicos. El problema, pienso, es que esos inmigrantes no los saben usar. Y hay
que pagar una pequeña cantidad de monedas de Euros.
Lo que no puedo borrar de mi alma fue un espectáculo que sufrí en plena calle
cerca de una Catedral: en una entrada del metro, una mujer de unos cuarenta
años, caída, parecía muerta; estaba bien vestida y no parecía menesterosa, pero
junto a ella una enorme jeringa con droga, que había hecho estrago en su
cuerpo. Yo sorprendida y acongojada dije: “Llamemos a un policía, puede estar
muerta” y a mi alrededor se rieron, ella movió la mano para decir…”Estoy viva”.
¿Estar en esa forma es estar viva? ¡Pobre ser humano, que bajo cayó!
Ese no es el mundo que yo quiero, ese no es el París que viví en los
ochenta. Hay otro Mundo y otro París.
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