EL MIEDO ES LO ÚNICO QUE SE COMPARTE
CON MAYOR PREMURA.
La casa estaba
construida fuera de la ciudad. Era confortable y cálida. Sus gruesas paredes de
ladrillos cocidos, eran el aval para esa zona de frecuentes tormentas y sismos.
Rodeada de un enorme parque estaba medio oculta de las miradas de los que
transitaban por la carretera cercana. Sin embargo Luisina, buscaba la forma de
que la casa no pasara desapercibida. Pintó el exterior de color turquesa, con
ventanas y puertas blancas, recordando el palacio de Rusia, desde donde habían
emigrado sus abuelos.
No puso nada dorado,
porque le daba idea de ser muy poco humilde y muy mediocre. Los balcones llenos
de tiestos con geranios y rosas de colores en gama de rosas fuertes hasta rojo
oscuro. Era un lujo que se proporcionaba cuando le dieron la noticia que había
heredado la casa. Sus hermanos, algo celosos habían heredado los campos y los
negocios, de los que ella solo tenía un pequeño porcentaje de ganancia.
Luisina era la única
hija mujer. Sus padres habían buscado después de siete varones a la niña y ésta
llegó a tiempo para ser la muñeca del hogar. No obstante, por la educación
estricta de sus progenitores, no creció caprichosa e intolerante como se podría
imaginar en un caso como ese.
Su hermano Alexis, era
el que le imponía las leyes a cumplir: horarios de estudio, de paseos, de
tareas hogareñas y hasta de lectura. Eso hasta que cumplió los doce años,
cuando el padre la internó en un colegio de cultura ucraniana. La regente era
una dama austera de pocas palabras y mirada fría. Se llamaba Lina. Pronto
descubrió que era una mujer fuerte pero dulce y paciente. Había sufrido mucho
por lo que se acercaba a las jóvenes con seguridad y siempre tratando de
ayudarlas a superar las ausencias.
Luisina al comenzar el
período de tareas, lloró en las noches recordando el cariño de su madre. Luego
se fue acomodando a las expectativas de la institución. Cuando tenía quince
años, su madre enfermó y la buscaron desde la hacienda para el acompañamiento fúnebre.
Sus lágrimas parecían gemas en sus mejillas rojas por el dolor y furia. La
dejaron en un panteón de mármol negro como el luto que llevó dos años por fuera
y para siempre en su corazón.
Sus hermanos se fueron
casando y un par de niños, llenaron la hacienda en las diferentes casas que
construyó cada uno para sus familias. A los veinte regresó al hogar con su
padre, que advirtió había caído en el alcohol. Botellas de vodka se estrellaban
ruidosas en los pisos de piedra y él, dormía en el viejo sillón destartalado
del escritorio noches interminables. A veces heladas y a veces calurosas, las
noches se alargaban por el miasma de un cuerpo inerte y sucio,; imposibilitado
de aceptar la vida.
Pior Alexandrev
Stragovky murió. Y Luisina quedó sola en la casa que tuvo que rehacer. El
abandono era total y el trabajo enorme. Pero en pocos meses consiguió poner
todo en su lugar y pintó cada habitación con colores suaves y alegres, porque
la vida la esperaba con sus primaveras novedosas.
Pasó un año y otro y
otro. Ella comenzó a dar lecciones de piano y literatura. Solía hablar con su
muy querida Lina, quien aconsejaba en los problemas que ella no sabía resolver.
Pero ya anciana, una mañana quedó en su lecho para siempre y perdió a su
segunda madre.
Una noche comenzó a
escuchar un ruido en la campiña lejana. Eran estallidos y estruendos que movían
la tierra. Corrió a los ventanales y vio luces y fogonazos. Cerró las celosías.
Apretujó los cortinados y atrancó puertas y ventanas. Se encerró en la zona más
austera de la casa. La cocina. Allí, tenía un pequeño escondite desde niña.
Los proyectiles y
cañonazos cada vez más cerca, vibrando con fuerza la estructura de la casa.
Sintió golpes en la puerta de atrás. Miró por una hendija y vio el rostro
demacrado de su hermano Ivan. Le abrió con dificultad, ingresó con un aspecto
de terror, que le deformaba su hermoso rostro aun joven. La abrazó y le pidió
que fuera a su casa con su familia. No quería perderla. La besó en la frente y
abrazó con cariño.
Luisina tuvo miedo. Ese
que penetra como un fuego desbordante al cuerpo y deja el estómago como piedra.
Su hermano estaba aterrado. Había una extraña revolución y avanzaban con bombas
y cañones por los campos quemando todo a su paso. Ella, apenas tomó un atado de
ropa imprescindible y calzado, la capa y algo de dinero y las joyas de su
madre, y corrieron campo traviesa por una hora. Al acercarse a la casa de Ivan,
ya estaba en llamas. Su familia agazapada en el plantío de nogales. Corrieron
más, escondiéndose de las hordas furiosas… el miedo los atrapó como una
serpiente ponzoñosa que apretaba y apretaba las gargantas. Los niños aterrados,
las mujeres horrorizadas. Huir, era lo único que podían hacer.
Desde lejos como una
antorcha ígnea, la hermosa casa otrora turquesa se iba deshaciendo como un
castillo de arena. Sólo tenían el miedo como compañero.
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