El ala sur de la vieja casa caía en escombros. Las sirenas que anunciaban los bombardeos habían callado hacía algún tiempo. Dispersos en los refugios, nos fuimos acercando entre el caos y el horror. Quedábamos, entre todos los parientes sólo ocho personas. Nos reconocíamos cada día después de los pasajes de aviones enemigos. Un grupo familiar pequeño para aquél que fuimos. El dolor nos daba fuerza y nos hacía compartir lo poco que teníamos. En la casa una ceremonia nos reunía en pequeñez de asombro; era un cuarto angosto, el que quedaba en pie, donde bebíamos el poco té que nos quedaba, en las tazas de porcelana antigua que milagrosamente estaban ilesas. Tragicómico era vernos allí en penumbra cuchicheando con el samovar caliente asomándonos el uno al otro con nuestras patéticas desdichas. Cada noche apretábamos nuestro sueño de continuar juntos. Un solo pájaro sobrevolaba el lugar, de los muchos que Jany había atesorado desde joven en las enormes pajareras ya destruidas y que dejara desde el principio de la guerra volar en libertad. Todo un símbolo. El pajarraco, un cuervo negrísimo y gritón, silenciado por el miedo, regresaba cada noche y tironeaba el cabello de Grëtel para meter su pico en el té azucarado apenas. Al principio fue una fiesta para todos, ahora, ya nadie se ocupaba de él, y sólo si no aparecía, Jany salía a mirar en el espacio iluminado por los haces de luz antiaéreos. Nos unía la risa y el pánico. El hedor de cadáveres llegaba en oleadas con el viento y nos acurrucábamos en una charla azarosa relatando cada uno lo sucedido en el día. La herida de Jorge no se estaba curando, la mano hábil de Elodia podía con ella. Pero Marcos le hacía chanzas desde su silla de ruedas...-¡herido de guerra! -le decía y recibía un golpecillo de aquello que tenía en la mano, Jorge. Había que disfrutar cada instante. La palabra mañana era un atributo inconsistente de la esperanza. Yo soñaba con conseguir harina blanca, de trigo, y unos huevos, poder prender la estufa y cocinar como lo hacía antes...igual el rito, me ponía el delantal y me dirigía resuelta a la alacena en busca de “algo”, y regresaba noche a noche con las manos vacías. Una noche repentinamente encontré allí un tarro lleno de harina de centeno, una taza de azúcar de remolacha, mantequilla y dos huevos blancos como el sol del mediodía. Llorando tomé con precaución todo y fui a la mesa de madera que servía de reunidero. Hice una corona con la harina, le puse el azúcar y mezclé con la mantequilla. Luego partí ceremonialmente los huevos y pude armar una masa húmeda y brillante...le agregué polvo de levar, que aun viejo, servía y en un molde abollado coloqué la masa. Vi que cada uno llegaba con un trozo de madera, leña o trasto que sirviera para la estufa. Acomodé el pan y esperamos charlando. A medianoche comimos cada trozo de pan crocante con olor a esperanza. Yo no había recordado la fecha, era navidad y allí aun estábamos reunidos todos los que quedábamos de la familia. El pájaro volvió esa noche con una hembra. Algo muy inesperado sucedía, tal vez venceríamos el monstruo de la guerra y tal vez otros también regresarían.
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