Nació
en una familia de clase media. Padre médico, anarquista. Su madre, socióloga,
culta y refinada, seguía a su “hombre” con afán irrestricto. No querían hijos.
Un extraño juego del destino hizo que en unas vacaciones engendraran un ser
humano. Los llenó de temor y angustia. Ellos sentían pánico de perder la
libertad. Abrumados pensaron en matarla o dejarla en la puerta de cualquier
edificio. No tuvieron valor, eran muy cobardes.
Celosos
de su autoestima y desarrollo personal sólo pensaban en cuánto les costaría
cuidar ese ser, con su pseudo mamá.
Sólo le
faltó un padre y una madre. Ni bella ni fea, la pequeña se crió con ideas
extrañas a la de sus progenitores. Se transformó en Testigo de Jehová y salió
casa por casa a mostrar la palabra. Un día golpeó en una casa bellísima, enorme
y lujosa. Salió un hombre envejecido por el sol que lamía cada semana en su
embarcación lujosa y tras él, salió una mujer embellecida con un sinfín de
operaciones de rejuvenecimiento. La miraron extrañados y casi le golpean la
cara de un portazo; pero los detuvo una medalla que llevaba sobre el estricto
suéter negro. ¡Nadelia! Hija.
La joven
salió corriendo y tras ella la pareja que intentaba atraparla para hablar. Ganó la muchacha.
Se
refugió en la pequeña casa donde su “madre” la abrazó con ternura y dijo: Unos
locos gritaban que eran mis padres. Si tú
me encontraste en un basurero, Si eres mi ángel custodio. Si… ¡me
amas?
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