lunes, 7 de febrero de 2022

¡MATA A TU PATRÓN, ADELAIDA!

 

            El país era un caos, los automóviles pasaban como balas por las calles y se oían balas en la noche. Es una asonada. No, es una revolución. No lo crean es una reivindicación social. Es la nueva política que viene.

            Y hasta el hartazgo en los medios radiales se oían a politólogos hablar. Los diarios ardían. El mundo estaba patas para arriba, señor. Yo había entrado a trabajar en esa casa como ayudante de un pediatra muy amable. Su mujer era una excelente ama de casa y tenía muchos niños; cinco para ser exacta.

            Nunca me faltaron al respeto, me hicieron sentir despreciada o me obligaron a hacer tareas superiores a mis posibilidades. Fíjese, señor, que me daban a elegir la presa de pollo o el mejor bife de la fuente. Me hacían servir primero a mí y luego doña Raquel, le servía a mi patrón y a los chicos. Al final ella se quedaba con lo que quedaba, generalmente lo más pequeño o lo que sobraba. ¡Nunca la oí renegar del trabajo que le daba coser la ropa de toda la familia! Muchas mañanas yo me levantaba y saliendo de mi habitación veía que ella no se había acostado terminando una camisa o una prenda para los niños.

            Mire señor, me pagaban antes que terminara el mes y siempre me daban algo más como una especie de propina o premio por alguna tarea especial que hubiera hecho: limpiar los bronces, cambiar cortinas y almidonarlas, hasta si servía un café sin que me lo pidieran como idea mía para que se sentara un rato el doctor a charlar con la esposa.

            La casa era grande, pero no demasiado. Era una casa como para varias personas, pero no brillaba el lujo o algún despropósito. Muchas veces él, el patrón atendía a un niño y no cobraba si veía que era gente de trabajo y pobre. ¡Hasta les daba los remedios, esas muestras gratis que le dan los laboratorios!

            Yo, lo digo sin vergüenza, me enamoré de esa familia. Eran buenos, muy religiosos y vivían como cualquier obrero, sólo que tenían escuela. ¡Si yo hubiera podido ir a estudiar no me hubiera sucedido todo aquello!

            Una noche sonó el timbre y fui a abrir la puerta, pensando en un niño enfermo que llegaba sin aviso. ¡No, era mi ex marido! Él, es un alto personaje en los sindicatos de madereros. Manda como “patrón de estancia”, así decía él, que se jactaba de ser mejor que los estancieros. Nunca conocí a uno. Vino y me sacó casi a la rastra. Entre después de darle un buen empujón y le avisé a uno de los chicos, el mayor, el Pipi, que salía un momento con un pariente. Que le avisara a su mamá. Salí y en la esquina había una chata con dos tipos armados hasta los dientes. Me metieron de “prepo” en la chata y salieron echando chispas. Llegamos al parque y allí me dieron un ultimátum…”Tenés que matar a tus patrones y a los pendejos”

            Se imaginan como temblaba. Yo sabía que son de los de la pesada del sindicato. No me la iban a perdonar. Temblaba como una lámina de metal, me castañeteaban los dientes y las rodillas bailaban una contra la otra. ¡Qué julepe! En una bolsa entré el arma con seis balas en la misma y otra caja más. Porque eran siete, sí, siete con el Pipi y la Clarita. Sole tenía tres años y Luchi cinco. El bebé no caminaba todavía pero ni se lo sentía de tan bueno.

            Esa noche no pude dormir, fui como seis veces al baño, tenía vómitos y colitis. ¡No es para menos! Yo, Adelaida Gauna tenía que matar a esa gente hermosa por orden de un atado de locos gremialistas. En la mañana la señora me preguntó ¿Cómo le fue anoche con su pariente? Y le tuve que mentir. Vino a avisarme que me tengo que ir señora. Mi abuela en San Juan está moribunda y no hay quien la cuide y pensaron que yo soy la mejor nieta para cuidarla, así que esta tarde cuando termine las tareas me voy.

            ¡Qué pena Adelaida! La queremos tanto, pero está bien usted se merece cuidar a su familia.

            Me temblaba el cuerpo. Hice todo lo que pude para no mostrar mi miedo y mi vergüenza. Me pagaron con un premio por mi trabajo y salí corriendo. Me subí en la Terminal De Micros el primer coche rumbo a Buenos Aires, ya que allá es tan grande que no me iba a encontrar. Por lo menos en un largo tiempo, plata tenía, ahorraba algo de mi sueldo todos los meses y más lo que me habían dado al salir.

            Viví escondida en un pueblito del sur de Buenos Aires cinco años. Trabajé de vendedora ambulante, vendí helados, cociné en una fonda, hasta cargué bolsas en una feria de verduras. Un día hubo una revolución y sacaron a los palos a muchos, especialmente a algunos políticos mafiosos. Yo escuchaba las radios de noche en la pensión. ¡Ah, me mudé cuatro veces a distintos pueblos y nunca di mi nombre ni mi documento! Les decía que me lo habían quitado en un trabajo unos patrones malos.

            Supe porque me atreví a llamar a una comadre, que mi ex marido estaba preso; había matado a unos mayoristas de madera. Y volví. Dejé pasar quince años… y fui a buscar al doctor y a su familia. ¡Los encontré! Estaban muy felices de verme. Cuando les conté mi historia, me abrazaron y me pidieron que almorzara con ellos.

            El Pipi, me contó de usted, que es su profe del secundario y que escribe historias verdaderas, por eso me atreví a relatarle mi verdadera vida. ¡Pensar que me querían obligar a matar a toda la familia de mis patrones, por no estar metidos en los chanchullos del gobierno! Adelaida Gauna, nunca hubiera hecho algo tan horroroso.

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