lunes, 14 de febrero de 2022

LETICIA 6

 

            ¡Se tiró en un sillón mullido y cómodo! Temblaba de emoción, y las manos acariciaban su propio rostro como lo hiciera esa mañana el apuesto médico que había llegado hacía meses del extranjero. ¡Soy demente! ¿será cierto lo que me está pasando? Es tan hermoso como yo lo imagino… es tan real como esa sonrisa amplia que despliega cuando entro a la guardia o a la sala.

            Leticia se pellizca. Enrula su cabello desordenado después de una larga jornada. ¡Es maravilloso! Tardó mucho tiempo en hablarme, en decirme su nombre, en contarme sus sueños. Y yo, ignorando al destino, lo miré por primera vez esa noche del accidente en la carretera  allí vi al hombre, con su alma intacta y lleno de vocación.

            Sus manos se movían con rapidez y ternura. Escalpelo, oxígeno y una enorme necesidad de salvar a los heridos. ¡Existen aun, personas que aman esta dura profesión sin pedir mucho! Las bolsas de sangre o de plasma, parecían mariposas volando de cuerpo en cuerpo. No paró un minuto. Era como si de sus manos dependiera el futuro de la vida del mundo.

            Se acomodó enrollada en su bata de noche, con una copa de vino en la mano. Miraba por el ventanal de su monoambiente hacia el poniente donde el sol parecía un trozo robado a un círculo de fuego. Tocó la tecla y dejó que la música la arrebujara y cerró los ojos. ¡Sí, es muy apuesto! Me he enamorado.

            Quedó dormida, agotada por las largas horas de entrega a su trabajo en la clínica social del pueblo. ¿Adónde estaría él, ahora? Imaginó su cuerpo entrando en una piscina o en el mar. Luego pensó que era de una región montañosa y lo pensó escalando entre rocas gigantes y nieves eternas. Soñó.

            Un fuerte golpe la despertó. La puerta de su habitación, apenas estaba separada por una mampara del ínfimo estar y cocina. Otro golpe y un estruendo, rompió esa seguridad que le daba intimidad. Un ser grotesco ingresó con un arma.  Su cabeza cubierta por una máscara negra de horrible imagen, guantes negros y un olor que apestaba a alcohol barato. Se abalanzó sobre Leticia y comenzó a gruñir como un animal enloquecido. Le arrancó la ropa y la sacudió dando u golpe durísimo con el arma en su cabeza.

            Leticia no podía moverse ni gritar. ¡Estaba paralizada! Le ató las manos con el cordón de la computadora, la amarró a la cama y se tiró sobre su débil cuerpo de mujer.

            Se desmayó. Entre el dolor y las nauseas, sintió que la arrastraba por el pequeño habitáculo. La arrojó bajo el grifo y le refregó el cuerpo y su intimidad. En el agua se diluía la sangre que manaba de una herida o varias. Estaba atada y con el rostro cubierto por sus bragas. No podía ver el rostro del monstruo. Se desmayó.

            Sonaba el timbre de la portería y el teléfono celular enloquecido destellaba tratando de tener una respuesta. Despertó dolorida y fatigada. ¡He soñado o he vivido esa experiencia horrorosa. Temblando se empujó como pudo hasta la mesa donde estaba el celular. Sus manos temblaban. Lo tomó y como pudo deslizó en la pantalla sus dedos doloridos, para gritar: ¡Ayuda! Que alguien venga en mi ayuda.

            Pasaron pocos minutos y llegaron una ambulancia y un coche policial. La encontraron herida y desnuda. Se tiró en los brazos de su salvador. No era él, era un médico que la conocía hacía mucho tiempo. La vistió luego de curar las heridas. Un joven policía fue tomando las medidas para que no se ensuciara el espacio en el cual Leticia había vivido esa horrenda experiencia.

            La sirena de los vehículos la sedaron junto a una inyección que le puso el galeno. Llegó a su clínica y fue derecho a una sala donde varios colegas la trataron de participar de su atención. Su enamorado, ese día no estaba. Se durmió. Los calmantes la llevaron por lugares inexplicables. Algunos bellos otros horripilantes.

            Cuando despertó, estaban junto a ella unos detectives que esperaban pacientemente su mejoría. Comenzaron a interrogarla. Ellos, con cada descripción que ella daba, se cruzaban miradas extrañas. Pero el dolor y la confusión no le permitían tanta perspicacia.

            Leticia… ¿Desde cuándo usted tiene un arma blanca tan peligrosa en su departamento? ¿Qué hacía a esa hora con… su colega Erwin Zarratea?  ¿Cómo pudo cometer un acto tan detestable siendo médico? Ella extrañada, los miró con sorpresa y se quiso incorporar, pero sintió que su mano estaba esposada a la barandilla de la cama.

            ¡Perdón no entiendo!  ¡Qué me pasa, si yo fui atada, golpeada, violada y casi muero en manos de un desconocido? Los hombres se miraron. ¿Señorita, usted mató con un cuchillo muy especial por su origen japonés a Erwin Zarratea, el cuerpo fue encontrado en su lecho con cientos de puñaladas?

            De su garganta no salía ni aire ni gritos. ¡No, yo no hice eso! Soy inocente. Yo amaba a ese hombre. Ellos, se acercaron y le mostraron unas fotos. Así lo dejó.

            Soy inocente. Yo no fui. Créanme. Y se volteó para poder soportar tanto dolor físico y espiritual. Ingresó el jefe de guardia y pidió unos minutos, traerían un colega siquiatra para trabajar el caso. Leticia, se volvió y le suplicó. ¡Ayúdeme, juro ser inocente! Ustedes me conocen desde hace muchos años. Los policías salieron y quedó frente a frente con el jefe. ¡Te lo deje Leticia, acá nada de romances entre colegas! Y salió dando un portazo.

 

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