La hemos perdido. Anoche se cortó el hilo de oxígeno que la mantenía viva. Respeten los tiempos por favor. Acá somos intermediarios de los sucesos. ¡Enseguida vuelvo!
La sala quedó en silencio y en esa semipenumbra que apaga hasta la esperanza. El monitor hacía un suave murmullo de vida. Pero no. Ella, Pamela, ya había dejado de respirar, según decían los médicos. Las miradas que se daban, nos comprometía a quién sabe qué iban a solicitar. El accidente fue descabellado. Era una hábil ciclista, era excelente deportista y justo una semana antes de ir a los juegos olímpicos todo se vino a tierra.
Dicen, los testigos, que ella iba por la vía correcta, que alguien salió de la nada y a una velocidad infernal, pasó en ese momento. Ella atravesaba una calle solitaria con su bicicleta. El ruido. Todos hablaron del ruido que produjo la chatarra en la cabeza de Pamela. Quedó dando vuelta la rueda de atrás y la de adelante había desaparecido. Estaba colgada en las ramas de un alto roble. Sonaba el celular, alguien le llamaba. Ella no podía contestar. En el suelo, en la tierra y el limo, un charco de sangre les hizo imaginar que estaba mal.
Un acomedido llamó a la ambulancia. Llegó rápido. Se la llevaron y dejaron al inescrupuloso, detenido con un par de policías que andaban en bicicleta por la zona. La ingresaron en urgencias y en un santiamén la metieron en quirófano. ¡Estaba viva!
El médico cardiólogo, famoso y respetado, llegó con su chaqueta blanca y su nombre bordado en azul sobre el pecho: Dr. Evaristo Pizarro. Cirujano, neurólogo y siquiatra. Pamela tenía suerte. Estaba en las mejores manos. Junto a su equipo le dieron noticias a la familia: “Se va a poner muy bien, después de la operación”. Confíen, ya verán.
Pasaron horas, días y semanas. Operación tras cirugías, de cerebro, de pulmones, de tráquea. ¡Se necesitan dadores de sangre! Y un tropel de amigos y deportistas donaron el líquido de la vida. ¡Basta, ya no tienen que venir por ahora! Hay que esperar.
Y esperamos. Con confianza y paz, sin dejar de hacer planes de futuro…Pamela saldría de esta. Si son el equipo mejor entrenado para estas lesiones…y ella tiene dieciocho años, seguro en unos meses, entrenará para las olimpiadas. Yo sigo creyendo.
Lentamente fueron perdiendo la confianza. La esperanza bailoteaba sobre cada uno de nosotros. Pamela, la hermosa Pamela, saldrá adelante. Eso creíamos. La atiende Evaristo Pizarro…el mejor.
Una noche, un novato enfermero, tocó sin querer una perilla del respirador. Se cortó el oxígeno y el cerebro de la dulce Pamela. Dejó ir su vida a los espacios celestes. Llegó sorprendido el médico de cabecera. ¡No lo podía creer! ¡Él había fracasado!
Regresó el frío galeno para preguntarles: ¿Quieren donar sus órganos? ¡Es tan joven y tan sana! Pero tiene muerte cerebral. Es como una planta. Ustedes le darán de comer por zonda rino-gástrica, la sacarán en una silla especial a tomar sol, le pondrán música que no oirá… ¿Qué dicen? Mamá lloraba, papá salió del lugar a zancadas, y yo, con mis catorce años, recordé las palabras de Pamela: “¡Si algún día me pasa algo, quiero que donen mis órganos!” Entonces me acerqué temblando y con un esfuerzo sobre humano les dije: “Sí, tenemos la confianza que vivirá en otras personas; donamos su precioso cuerpo”. Y me desmayé.
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