“Yo lo esperaba en un sillón, y él apareció desde alguna
parte y se sentó a callarse una larga hora y
media”.
En la calle jugueteaba el sol de otoño con las hojas
que fabricaron un tapiz dorado. El viento helado hería mi rostro. Busqué con
detenimiento el número que me había dado la empleada por teléfono. Una
doméstica que, con asombro, dijo: “La
espera el domingo a las diecisiete, es casi un milagro que quiera recibirla”.
No cabía en mí de nervios. Mis labios temblaban,
piernas y manos tremolaban. Aferraba una carpeta como si fuera un salvavidas
del Titanic. Unos adolescentes de la cuadra miraron burlones cuando me detuve
en la puerta. ¿Sabían quién vivía allí y pensarían que, sin duda, me echarían?
Me quedé un minuto observando la casa. Era antigua,
de la época del 20 o del 30. Muy cuidada. El enorme balcón tenía una reja de
hierro forjado a mano y desde un decorado macetón de cerámica esmaltada en
colores mediterráneos, surgía una enredadera de flores. Estaba deshojada y sin
un solo capullo. El otoño había hecho la tarea con dignidad. Igual, todo se
veía impecable. La puerta de madera encerada, despedía un perfume exquisito y
lucía la aldaba de bronce con orgullo.
Toqué timbre. Tardó apenas unos segundos en
aparecer. Pensé que iba a abrir la mucama. Pero, frente a mí, estaba él. Con el
rostro pálido y una grave sonrisa algo irónica ante mi sorpresa. El maestro. Me
recibía en persona. Temblé. Pasamos a un salón alucinante. Señaló un sillón de
pana azul oscuro. Me senté. Todo olía a viejo y un cierto aliento a humedad
envolvía la estancia. Desapareció mascullando algo sobre el té y quedé
momentáneamente sola.
Examiné
con cuidado. La sala era hermosa. Una enorme alfombra azul con pequeñas flores
en color rosa y verde, variaban en guirnaldas. El tapete mullía las pisadas. Un
gato negro sentado sobre el piano de cola abría un ojo cuando yo movía un papel
o hacía un leve ruido. Dormitaba, pero estaba alerta. ¡Era magnífico el felino!
El sol entraba por las ventanas que
tamizaban la luz, por los vitreaux, los rayos calientes aún secreteaban con la
tarde. Seguramente daban a un patio interior. Un enorme retrato de mi admirado
profesor, firmado por Alonso, presidía la pared contraria a la desmedida
biblioteca, que abarrotada de libros, jugueteaba con mi curiosidad. ¿Qué no
leería ese gran hombre de letras? Creí ver títulos de gente muy criticada. Me
confundió la idea. ¿Podría ser que él tuviera criterios diferentes a los
docentes de mi facultad? Sí, me intrigó saber.
Me fui tranquilizando. Apareció
desde alguna parte. Dejó una bandeja con un termo de plástico verde manzana.
Dos tazas de té de porcelana; una con flores y otra con un caballo de salto,
ambas pintadas en suaves colores. Seguro que eran inglesas, antiguas y de sus
antepasados, como las del programa de televisión que ve la abuela. Unas
cucharitas de plata y la azucarera de cristal tallado, que brilló feliz con los
últimos rayos de sol, acompañaban la cortesía.
Se sentó a callarse una larga hora y
media, mientras saboreaba el té. En realidad preparó varias veces la infusión
como una geisha. Lo observaba en silencio, respetando sus tiempos. El gato
ronroneó apenas entró en la sala mi poeta admirado. El maestro se acercó a un viejo tocadiscos y
elevó la casi imperceptible música. No sabía si era Mozart o Beethoven. Soy
poco conocedora de los músicos antiguos. Desde ya, que me gustan Charly y
Madonna que son de mi generación.
Luego, sonriendo, preguntó: ¿Porqué una chica de tu edad quiere hablar
con un hombre como yo? Quedé sorprendida. ¿No era yo la que tenía que hacer
las preguntas? Pero, rápida, le dije mi nombre y edad:
—Azul, me llamo Azul, y tengo veinte
recién cumplidos. Lo admiro y necesito hacer una tesina, por eso lo
elegí—. Sonrió.
—Azul, tu nombre es un “pavo real que engarzó el sol de primavera en las
pestañas”. ¡Tenés la edad de los suspiros! —sentenció, riendo, por mi alegría.
Comencé a reír a carcajadas. (Tengo una risa contagiosa) Me acordé de
todas las chanzas que me han hecho por causa de mi nombre en la escuela, en el
club, en la facultad, en cada encuentro con mi gente.
—¡Sólo
la belleza de un estero en verano puede envidiarte el nombre, déjate ser río,
cielo o pañuelo al aire!
Comprendí; ¿Por qué yo,
estaba allí, junto al hombre que después de Neruda, había cambiado mi visión de
la vida?
—¿Puedo hacerle una pregunta
señor?
Me pasó otra taza de té y me
acercó la azucarera que recibí como a un trofeo de los dioses.
—¿Desde cuándo escribe?
Me miró y, después de una
prolongada pausa, contestó:
—¡Desde que amanecí una tarde de invierno sin el chupete! No quiero
entrar en mi memoria, en el tiempo. Me hiere saber que han pasado tantos
inviernos ya. La palabra, pequeña, sangra en mí desde antes de antes. Soy un
inmigrante del silencio, llegué al papel de la mano de mi abuela. ¿Tienes
abuelos, Azul?”
Comencé
a relatarle de cómo mi abuelo Roque, contaba historias de su tierra europea
agreste y guerrera, para entretenerme, mientras mamá planchaba.
El maestro,
callado, asentía con gozo. Detenía el relato y agregaba: “¿Y entonces?”. Me volvía a embarcar en leyendas y mitos que el
abuelo había trasvasado a mi corazón de niña. El poeta acotaba algún nombre o
me corregía el lugar o las fechas. Flameaba la bandera de los hombres célebres
que hicieron la patria chica de mis ancestros. El profesor festejaba cada una
de mis palabras.
—Azul. eres un pozo de agua de manantial, que tiene la gente de ese
pueblo. Tu abuelo debe estar orgulloso de ti, no te pierdas nada de todo eso.
¡Escríbelo!.
—Profesor,
quiero que usted cuente ahora... —pedí.
—Te
has ganado un premio —dijo, mirándome con dulzura.
Trajo
desde un armario una copa de cristal y se sirvió un vino ámbar, con perfume a
fruta. Ya el sol se iba enterrando en la pared frente a la ventana.
—Nací a la orilla de un río oscuro y ruidoso,
con olor desagradable. Los sauces lamían el agua cuando estaba manso pero
cuando se enfurecía derrotaba ramas que se desgajaban en la crecida, río abajo.
Fui criado, mal criado, por mi abuela materna en una vieja bodega en el campo.
Mis padres me dejaron cuando era muy pequeñito. Ellos fueron los exiliados de
la pobreza. En ese tiempo el vino era de muy mala calidad y no se pagaba bien.
Como
era delicado de salud y muy enfermizo, me mandaron tarde a la escuela. Pisé un
aula con casi nueve años. Pero ya había aprendido mucho. De la naturaleza
conocía el nombre de cada planta, cada animal, cada lugar; en fin todo lo que
me rodeaba. Acariciaba con palabras cada objeto y mi primer cuaderno y lápiz,
me lo dio la mejor docente, la primera. Enseguida descubrió que era un chico
diferente, un loco de la palabra. Me enredaba en ellas con el caudal que me
regalara mi abuela a puñados. Aprendí rápidamente. Tenía sed y hambre de nuevas
palabras.
Ella, la maestra, me prestó sus libros, que
devoré. Cuando cumplí los once años, ya le había sacado “varios cuerpos” a mis
compañeros. Mi clase, los niños, claro, me odiaban. Era el que escribía todo. A
escondidas, la señorita Lilian mandó mis poemas a un amigo de la capital, que
era un conocido profesor de letras de mi provincia. Y se armó un gran revuelo: “Ha nacido un gran poeta”, expresó aquel hombre y llegaron a verme como a un bicho raro.
—¿Era
usted, profesor?
Reía con gusto. El gato se desperezó, elevó su lomo, erizó los pelos brillantes,
curvó la espalda y saltó a sus piernas. No quería perderse ese momento de
euforia del amo. Ronroneaba feliz.
“¡Yo
profesor! Pará, pará, paraaaá. ¿Sabés, Azul, que nunca fui a una facultad.
Soy apenas maestro nacional. De campo. Orgulloso estoy de serlo. Los agrandados
de la capital creen que si no tenés un montón de diplomas —yo les digo-
“cartones firmados ilegibles”— no podés ser un poeta. Es puro orgullo,
insensatez, estupidez y locura. Pero no es importante para mí.
Azul,
mi pequeña, aprenderás con dolor que se puede ser muy capaz y sabio sin
atravesar por el aburrimiento de “ciertos claustros universitarios”. Abre las
alas, muchacha.
Se
hizo un profundo silencio. Acariciaba al gato, luego supe que se llamaba
Mefisto. Tomé otra taza de té en largos sorbos. Repasé con la mirada la
habitación. Él se irguió y salió sin más, un momento. Afuera el sol se iba
desdibujando en cárdenos sobre los muros, escapando al claroscuro escondite
lejano en el oeste. Cambiaba el clima. Ya la música había enmudecido.
El felino ahora estaba sobre mis pies y
afilaba las uñas en mi bota nueva de gamuza marrón. No me atrevía a sacudir el
pie. Era “su” gato. Pasaron unos minutos interminables y al ingresar, trajo un
brasero de bronce encendido. Otra botella de vino, esta vez era tinto, que
descorchó. Se sirvió en una copa distinta.
El
perfume de la madera quemada me recordó la infancia; me acordé de la casa de mi
madrina Flora, donde nos juntaba a todos los chicos a pelar castañas, con los
pies cerca del borde del brasero de hierro. Cerré los ojos y aspiré
profundamente. Él se detuvo y colocó un disco. Es Vivaldi, dijo, y se ubicó en
el sillón. Tomó la copa. Me ofreció té. Le agradecí. No quiero más.
Siguió
callado.
—Bien
maestro, ¿cuénteme, se casó alguna vez?
¿Tuvo hijos?
Una
enorme sombra envolvió su cuerpo. El rostro se transformó y dejó caer a Mefisto
del regazo. Imaginé esa era “la” metida de pata; pero ya estaba hecha.
—¡Ay,
chiquilla, creo que tu flecha dio en mi corazón! Sangra.
Esperé
sus tiempos.
—Me
casé muy joven, muy joven. Apenas había salido del colegio normal. Creía que
siendo maestro tenía las puertas del universo abiertas. Ella era una niña linda
y buena. Nos amábamos. Sí, como dos pájaros libres. Así nació nuestro hijo.
¡Era un niño diferente, retrasado
mental. Mi mujer no soportó el dolor. En esa época no se los trataba como
ahora. No había nada para ayudarlo y la ciencia estaba muy atrasada. Un día la
encontré flotando en el río con el niño atado a su pecho. Estaban blancos como
rayos de luna. Seguí solo hasta casi los cuarenta que apareció un viento tibio
con forma de mujer. Era de una ciudad del sur. Me dio una hija. Se llama Cielo
y vive en el extranjero. No la veo...
Hizo
un silencio que respeté. El gato saltó de nuevo a su regazo.
—Después
ella, mi mujer, como vino se fue y de nuevo estoy solo.
Penetró
en un abismo taciturno que duró un rato largo. Su mundo interior se pobló de
fantasmas que, ingenua, había despertado. Interrumpí su recogimiento:
—¿Qué
premio le han dado por sus últimas obras? —se distrajo del sufrimiento. El gato
le lamía las manos—.Tengo entendido que viajará pronto a Italia para recibirlo.
—Niña,
niña, los premios son como las medallas para un combatiente. Tienen tinta roja
en lugar de sangre. Cada premio ha dejado cadáveres en su camino. ¡Cuánta
injusticia encierran los premios! Sabés, Azul, ¿Cuántos grandes poetas han
muerto sin que nadie leyera su creación? Tantos han sido conocidos cuando
yacían bajo una lápida. Olvidados... ¡Bueno, pero con tus veinte años mereces
una respuesta! Sí, me dan un “Honoris Causa Magister” en Florencia, en la Academia de Letras. Viajo
mañana a las veinte y treinta por Alitalia.
Pegué
un salto.
—Me
voy, maestro, así puede completar sus tareas antes del viaje. ¿Lo puedo visitar
de vez en cuando? —le pedí, casi le rogué, con todo mi cuerpo y alma.
—Sí,
Azul acá te espero. Avísame el día antes. Como tú, debe ser mi hija Cielo. Es
como tener un Cielo Azul vaya la perogrullada. ¡A mi edad! Juego con las
palabras de los nombres.
Me
puse el abrigo y despidiéndome con un sonoro beso en la mejilla, para él
inesperado. Salí corriendo hacia la calle. No quería perder el colectivo que me
llevaba a casa en Laferriere. Con la mano en alto me decía adiós parado sobre
el escalón en la puerta. Mefisto, en su hombro, movía la cola agitada y feliz.
Yo ronroneaba de satisfacción.
El accidente de Alitalia, me dejó
sin hálito. Me lloré todo. Mamá no me podía entender. Siempre lo recordaré
sentado con una copa de vino o el té, en aquél sillón de terciopelo
oscuro.