martes, 27 de diciembre de 2022

UNA EXPERIENCIA PARA OMAR

 

            Imanne caminó por las calles desiertas a esa hora. Llevaba en su bolsa un atado de verduras para cocinar. Su anciano padre la esperaba en la puerta de la casa. Casi ciego, su único contacto con la vida era su hija que florecía en la casa avejentada por el tiempo, el sol y las lluvias.

            Se cruzó con Abdellatif quien la observó sorprendido. No estaba con su hermano esa mañana. No era correcto que comprara en el mercado estando sola. Ella se cubrió el rostro y apresuró el paso. No podía hablar por nada sobre lo sucedido a su hermano Omar. Esa noche un joven extranjero lo invitó a un lugar donde se juntaría con algunos muchachos de su edad para hablar y cuando despertó no había llegado aun a la casa. Le mintió al padre. El Profeta la perdonaría, porque no debía preocupar a su amado progenitor.

            Cuando llegó a la puerta de la casa lo vio. Estaba tirado como un saco de pasto seco entre los escalones que lo llevaban a su habitación. Abrió como pudo la entrada que chilló en los herrumbrados goznes y arrastró a Omar con energía hasta el patio. El padre la llamó. -¿Qué pasa hija?- Nada padre es que pesa mucho mi compra. Alá Misericordioso la perdonara.

            Dejó la compra sobre la rústica mesa y corrió descalza a levantar el cuerpo de Omar. Tenía un horrible olor a alcohol. Es una vergüenza que haya bebido. Si padre lo sabe lo castigará con su cinturón de cuero. Como una experta lo subió a la cama y se retiró. No se animó a sacarle la ropa. Ella era mujer y nunca le era permitido hacer algo tan perturbador.

            Salió a buscar a su vecino. Él, hablaría con su hermano cuando despertara. Abdellatif, se sorprendió cuando la vio parada junto a la ventana del negocio. Salió. Ella cubriéndose más la cara le contó lo sucedido. Un suspiro enojado le hizo mirar a los ojos de ese hombre que la llenaba de miedo. Pero la miraba con seriedad sin enojo.

            -Yo te ayudaré, pequeña.- dijo, para que tu anciano padre no sepa el pecado de su hijo. Llámame cuando sientas que ha despertado. Ella salió corriendo. Casi tropieza con el padre. -¿Hija qué pasa?- Nada, nada. Descanse pa.

            Al medio día cuando el perfume de las verduras y la carne de cordero hacían gala de su buena mano en la cocina, despertó el muchacho. Estaba mareado y parecía un espantapájaros. Se asomó a la ventana y le hizo una seña al vecino. Entró, éste en la casa, con un buen pretexto para no asustar al anciano. Fue directo al joven y lo tomó del brazo llevándolo hasta la puerta. –Sal mal nacido. Mira lo qué haz hecho. Tu pecado puede llevar a tu padre a la tumba.-

            Omar se arrodilló pidiendo disculpas, pero aun estaba mareado. Algo extraño le habían dado junto con la bebida. Fumó un cigarrillo extranjero que olía horrible y eso lo tumbó. Nunca más aceptaría una invitación de ese extranjero y de cualquier otro.

            Recordó la música que retumbaba en su cabeza y el ruido de las sandalias sobre la madera del café. Vinieron imágenes a su memoria, unas mujeres extrañas vestidas con ropa diferente a las chilabas y a las que usaban las muchachas de su ciudad.

            Sintió nauseas y salió hacia el huerto donde vomitó un jugo verde y maloliente.

Se sintió un poco mejor. Su padre olfateó el aire y entendió que algo malo había pasado.

            Abdellatif sacó al viejo con un cuento de mostrarle unos cueros que le habían traído del interior. Así, Omar se pudo esconder un rato. Se lavó y acicaló. Cambió la ropa y las sandalias que entregó a Imanne para que lavara. Luego comió un buen plato de cordero con verduras y pidió permiso para ir a la Medina a comprar un atado de cigarrillos. Fue una forma de alejarse. Su querida hermana, lo esperaba junto a la puerta con el padre sentado en un sillón de madera. Unos músicos pasaron tocando una hermosa melodía y el tamboril, los sacó de la angustia que sin saberlo compartían padre e hija. Cuando Omar regresó era el buen hijo de siempre. Alá los había bendecido, dijo el padre y la muchacha con lágrimas en los ojos, asintió mordiéndose los labios.

 

 

 

VARIACIÓN TANGUERA


 

Paraíso que llena mi mundo de promesas.

Espero domeñando la ausencia de tu amor.

Pasos silenciados de alas cantarinas.

¿Dónde escondo el perfume de mis sueños?

La sombra que atropella mis ansias de ternura 

socorren a quien me altera el dolor  de la ausencia.

Eco misterioso de cascada de vidrio.

Pasto enamorado de mis plantas desnudas.

Asesinato exacto de la sonrisa.

Venas que desparraman mi génesis celosa de vientre azucarado.

Encuentro entre las páginas del almanaque tu cuerpo majestoso...

La esperanza galopa en tu macho perdido como padrillo ajeno.

Marcaré en la carne de mármol atrevido

tu presencia y tus pasos guiaran mi destino.

 

Camino a la casona de piedra desgarbada

 con la umbrosa soledad de la memoria.

Tu cuerpo plateado,  piel morena, me penetra lo indómito.

La nada.

Caen en cascadas las nubes que anudas en la  tarde.

La doncella dormida con los pies descalzos enlaza la belleza.

El hombre solo mira el callejón sombrío.

Hay un silencio mitigando el bandoneón lluvioso de nostalgia.

Me miraste a los ojos y un aletear de risa me propuso un mañana...

 llámame con tu risa que vendré cantando.

 

 

ANA FRANK 2

 

No hables Ana.

Allá afuera hay mil demonios.

El silencio llora, clama ahora.

Las calles se han poblado de insomnio.

Hay ojos que oyen voces y oídos que miran.

Se respiran humores pestilentes de ira.

 

No hables Ana, no hables.

Si la ventana encuadra un pequeño cielo

Verás pájaros libres y árboles viejos

Que esconden nidos nuevos.

Los canales se detendrán coloreados de sangre,

De traviesos fantasmas con estrellas de oro.

 

¡Por favor, Ana, no hables!

Piensa en la gente buena que anda entre las calles

Cubiertas de metales y fuego que arde.

Silencio, por tu hermana, por Peter…

Por los que te traen comida y agua, arriesgando la suerte.

Allá entre las piedras está atenta la muerte.

 

No hables Ana, no hables. 

 

AMOR ADOLESCENTE

 


Había llegado tarde a la vida de mujer palpitante. Su cuerpo  le enviaba ese flujo infinito de deseos oscuros. Besos, caricias... silenciosas compartidas. Tenía una marejada, de miedos por tantas diferencias. Su cuerpo ya no era fresco, caía en su vientre algo flácido, el cabello que obstinadamente mantenía  largo. Su pubis se escondía entre las manos lacias. No quería mirarla a los ojos. Estaba triste y quieta. Sentía el corazón palpitando a un ritmo nuevo y joven.

El, con sus brazos fuertes, con sus manos grandes acariciaba los senos de seda pálida donde las cicatrices, azules y pequeñas, recordaban que antes, allí, había un pequeño monstruo. La miraba apenas; era tan bella..., su rostro y su cabello parecía una diosa griega. La miró nuevamente. Aun palpita su sexo, vomita ternura y pena.

Sí, la conoció en la calle. En la esquina donde siempre pasaba hacia su taller donde esculpía.

Ella se irguió con una pausada ligereza gatuna  se volvió en una bata de seda y encaje. Acomodó su rostro. Su boca buscó un instante el cabello húmedo y transpirado del hombre.  Besó uno a uno los parpados y se alejó hasta un rincón oscuro. Entraba el crepúsculo hiriente por la ancha ventana. Se recostó el cuerpo hermoso de macho joven y ansioso.  

 El, se acomodó la ropa, dejo algunos billetes y sin mirarla siquiera huyó escalera abajo. Si se aceraba a  tocarla, nunca la dejaría. Encarnaba la vida y toda la esperanza.

 

Lo veía por primera vez, pero algo en él, le hablaba de una vieja relación. No se  que tan interna a su interioridad. Estaba parado entre los árboles añosos, los troncos secos y deformes y la soledad.

Miró su figura encorvada llena de tiempo y penas. Me miró como a un fantasma azul. Medio neblina, medio luz de ocaso. Nos acercamos imperceptiblemente para tocarnos con los rayos intangibles de nuestras pupilas. Volaron hojas de otoño entre su suspiro y mi sonrisa. Eran aves de fuego celestial.

Deforme, la luz de una charca seca y pedregosa ocultó las flores frescas.

Me detuve y vi el centro de su esperanza que orillaba el cerco de la frente. Nos arguyó el sonido acuoso y de un otoño persistente, en el límite de la concavidad de mi pecho,

 Cantó el agua como una orquesta de árboles inmóviles y alcancé un sueño.

 La volví a mirar. Era una sombra. Era el espectro de ese amor de la adolescencia perdida. Tal vez era la muerte. Moví mis labios para pronunciar su nombre. Voló un pájaro desde la rama más elevada del Cypress dormido. Era un espectro, si era un sueño olvidado.

Volví sobre mis pasos.... y al alejarme observé en el pavimento gris, un ojo elaborado con luces de nocturnidad, me despedía. Era una lágrima negra y penetrante.

 Me petrificó la soledad y caminé recordando el amor perdido. Adolescencia.

 

EL ATENTADO

 

¿Dios duerme en silencio?

 

De la mano de una enfermera, la mujer camina en el pavimento brillante del neurosiquiátrico donde descansa. Escucha a Mozart y Vivaldi con el fervor de una colosal melómana. La fantasía de ser distinta, de estar viva con su libro de poesía entre las manos, dedicado a Diego; un amor inexistente, la transforma. Afuera, nadie puede comprender lo que ocurrió con esa muchacha simple y alegre que un día se detuvo justo a pasos de un estallido que la cubrió de sangre. Leticia, la profesora de música de la escuela para débiles mentales, quedó aniquilada.

           

¡Dios, que duerme en silencio, no escuchó el estallido!

 

Quien no vivió esa época no podría comprender el horror que siente Leticia por el momento que le tocó sufrir. Verdadero asco al ver los rostros en la pantalla iluminada. Recordar la sangre. Recordar el humo y el fuego. La poca gente que se atrevió y corrió entre los escombros. No olvidará nunca el olor nauseabundo. ¡El olor a crematorio! A mortaja, sin tela blanca, envolviendo un cuerpo.

Siente náuseas cada vez que cierra los ojos y pasa la película interior de aquel suceso que le penetró, sin autorización, en los músculos y el alma. 

De los árboles, recordaba, caían hojas y restos de carne chamuscada. También cabello de color negro y algún mechón blanquecino. ¡Un dedo! Un trozo incierto de cartón o un resto de género que como banderín de feria, bailoteaba con la brisa.

¡Junto a su pie izquierdo, aterrizó una mano! Era de hombre. ¡Joven, por el color y tersura de la piel! No tenía sortija. Uñas cortas y cuidadas. Una mano. Un sueño muerto como un pañuelo herido en la borrasca callejera.

Nadie puede entender a Leticia, cuando camina por esa calle, ahora, tranquila y quieta, sin escombros en su memoria. Su mente está paralizada en ese barullo de inquietud y odio. Trata de evitar el camino pero un fantasma la obliga. ¡Tiene que regresar! Se detiene en el mismo lugar donde encontró un trozo de quebranto y miseria.

Se desplomó un libro que tenía el nombre de su dueño escrito en tinta verde. Datado en fecha cercana al destino adverso. Voló a los pies como proyectil alado. Dedicado con el fervor de amor y el desconcierto de un enamorado de sólo quince años. Una rosa muerta entre las hojas. Un nombre. Diego. ¿Cómo habrá sido el Diego apasionado y al que amaba así, con la dulce inocencia de la adolescencia una niña?

Inmóvil en el empedrado callejero su corazón tembló y recorrió cada hendija entre los adoquines antes enrojecidos por la sangre. No queda nada y está todo en su memoria. Es como si allí aquietare en un instante la vida hecha pedazos.

Mira el árbol y reconoce el resto de balcón aún humeante en sus retinas. Ruina descolorida, muerta como la muchachita que vio al día siguiente en la foto de Clarín. La sonrisa se le prendió como broche de cristal en el pecho desgarrado. ¡Era tan pequeña! Apenas una niña cuya inocencia quedó desparramada entre los árboles marchitos.

 

Dios duerme en silencio.

 

Leticia, escarba en sus recuerdos, escudriña entre las paredes queriendo rescatar lo absurdo del atentado. ¿Qué es una bomba de plástico? ¿Qué tiene que ver una niña con la muerte? Y la mano, ¿a quién pertenecía la mano aniquilada que cayó a sus pies haciendo unas piruetas de arlequín enloquecido?

 Esa mañana le añadió noche a su mirada. La transportó a la trastienda de los sueños. Dejó de ser joven para siempre. Recogió el libro y lo abrazó como si fuera la cabeza de un dios en extravío. Amaneció en el portal del miedo.

Todavía guarda entre las páginas el recorte del periódico y cree soñar con un Diego que encanece poco a poco. Una novia sin velo que camina en las sombras con una rosa seca entre los dedos finos que envejecen. La mañana del atentado era tan incrédula como salvaje los que hicieron el holocausto efímero de dos enamorados. Y ella una invitada encubierta.

Como espectador se ocultó el sol esa mañana. Arremetieron los pájaros descontrolados al estallar un tronío. Una mujer gritaba y se desgarraba la camisa de seda amarilla. Un borracho rompió su botella de vino contra el pavimento ensangrentado. Un peatón se dejó caer en el cordón de la vereda observando de lejos la película inconcebible del ataque. Una lágrima gris le desbordaba el rostro.

 Nadie pudo hacer nada para ayudar a Romeo-Diego y a Julieta-Niña, sin nombre conocido para Leticia.

Ulularon las ambulancias y los patrulleros. Los empujó un indecoroso personaje que descendió de un vehículo con las luces multicolores del espanto. Acordonaron la calle. Huimos, los que allí participamos de la historia como gente común. Una inapropiada muerte. Insólita e inesperada.

Nadie que no vivió la época de espanto puede entender a Leticia. Cada día un atentado. Una mentira arrinconada en un café, en el cine, en la vidriera de un almacén cualquiera. Y bombas que estallan sin freno. En cualquier lugar de la ciudad. A cualquier hora. Despertando los instintos a flor de piel de la muerte. Una guerra solapada y temible, para la gente como Leticia. El peligro latente. La inocencia rota. Incontrolable. Blasfema.

 En el televisor del hospicio, una horda de periodistas como estadistas, hablan del pasado. Crascitan sobre una era de vivencias, fingiendo que no existen causas para el dolor. Simulando heroísmo de un puñado de impostores de la verdad y los sueños. La muerte y el poder que ejerce en los hombres comunes, en las mujeres frágiles y en la juventud noble, cuyo consuelo es creer sin fingimiento.

Cada día se revelan en lugares ignotos atentados como el que vivió Leticia en una calle cualquiera. Vías férreas que explotan descarrilando furgones con obreros lejanos. Autos-bombas en ferias, en mezquitas de Oriente Medio o la India. Edificios enormes que caen bajo el chorro de gasolina hirviente, con ejecutivos inexpertos que se lanzan al vacío desde las torres en llamas.

Leticia canta. Leticia llora. Leticia recita los versos de amor de un Diego que quedó enamorado de una niña de quince años, en un balcón de Buenos Aires, que explotó en una mañana lejana. Nadie puede entender su tristeza.

           

Dios duerme en silencio.


ACARICIÓ EL ROSTRO DE DIOS

 

Liliana caminó por el adoquinado, conforme. Había conseguido ingresar en el ámbito del teatro más prestigioso como actriz protagónica. Sus pies cansados por los ensayos ya no le dolían. Era feliz. Su maestro Roberto Mantovardi apostó por su capacidad. No será fácil, le había dicho, pero verás cómo cada día, si te lo propones, tu tarea será más y más valorada.

Recordó el día en que la madre iba a la fábrica de botellas para envasar vino donde trabajaba. Quiero ser actriz. Lloró. En realidad lloraron juntas. Sabían que se alejaría para siempre del pequeño pueblo, pero que el futuro era de la querida Liliana.

            La mujer, único sostén de familia, consiguió que el capataz hiciera los arreglos y llegaron a la capital, con sólo un sueño. Lograr que la muchacha entrara en la academia de arte dramático.

Delgada, ínfima en su contextura, pálida y sutil, parecía un ave desplegando sus pequeños brazos como alas débiles para echar a volar. Con el rostro picado por la varicela parecía un ratoncito perdido. No era bonita pero tenía el don de trasmutar en mil personas diferentes. Poseía una voz clara y matizada. Algo rebelde, o trágica, frente a la realidad del rol.

Tuvo una maestra, la primera. La recibió mal, se llamaba Nadia. Era tan severa que las alumnas sentían que las despreciaba. La otra, una diva, era Ana Glolievich, antiguamente primera actriz del Teatro Comedia. Era el espejo más exitoso a quien emular.

Liliana sudó. Sollozó. Gritó. Sus pies destrozados por cantidad de horas parada ensayando una escena. Las piernas entumecidas de repetir cada acción mil veces, con un parlamento, dando entrada a los compañeros en los diálogos, hasta que se encalleció su músculo visceral, bajo la ropa de algodón se endureció con el esfuerzo. Los órganos fueron fustigados para lograr de Liliana, una actriz al estilo de grandes comediantes del país.

         Llegó el examen final y, Luis Beltrami, la eligió junto a tres aspirantes. Creyó que tocaba el cielo, o la cara de Dios, con las manos. Inmutable, el maestro la hacía llegar a la máxima mortificación con su grito marcando el ritmo de la tragedia o la comedia elegida, golpeando las tablas en el teatrino y la espalda para que adoptaran la postura correcta. Había sido señalada para la prueba. Allí estaba frente a Carlos Ahumada, maquillada y vestida con un traje de ninfa, tratando de conseguir el primer puesto en la compañía. ¡La obra que tenían que representar era tan moderna! Tomadas de la mano las jóvenes esperaron el resultado de la prueba. Quedó en segundo lugar, en el papel de suplente de la primera actriz.

Se sentía feliz. Corrió a buscar una forma de comunicarse con su madre. Por el adoquinado primero caminó, luego voló. Fue tan fuerte el golpe que le propinó el viejo camión del ejército que saltó por los aires. El chofer sólo atinó a comentar:

—Alguien dijo que las mujeres y las mariposas se parecen bastante. ¿No lo creen? ¿Vieron cómo levantó vuelo? ¡Parecía querer tocar el rostro de Dios con sus pequeñas manos!  —y siguió su ruta para cumplir con la entrega de las armas y explosivos que llevaba al cuartel. Era una Orden Superior. No podía detenerse.


ESA CASA QUE ESCONDÍA


 

Hoy cumplo cuarenta años. Me siento en el sillón del living con una copa de vino bueno. Tomo el álbum de fotos de la mesilla y comienzo a recordar la extraña historia: “La de nuestra casa”.

   Todo empezó cuando pidió una bicicleta a los Reyes Magos. La de color amarillo con pedales de goma y freno. Esa mañana, al saltar de la cama, la vio junto a los zapatitos que había lustrado la tarde anterior. En un cartón, con letras grandes, color rojo, su nombre. Estaba contenta y pidió a Jacinta, su amiguita de la cuadra, que le ayudara a manejar la bici. Tendría que usar pantalones y zapatillas para tener más seguridad. ¡Era un primor!

    Jugaría con su vecina Serena y Jacinta cada día, hasta que comenzaran las clases. En vacaciones se gastarían las gomas yendo y viniendo por la plaza o la vereda. Luego, la guardaría en el garaje cuando se fuese a dormir.

 La noche del veinticuatro de febrero la guardó como siempre y, al otro día, no la encontró. Toda la familia, incluida la abuela Serafina que protestó hasta el cansancio, buscó la bicicleta. Por la casa se revisó en cuanto lugar pudo estar, pero no la recuperaron. ¡Esa fue la primera vez!

Después se perdieron: tijeras, libros, fotografías con portarretrato incluido, hasta el tejido de la tía Evarista. A veces aparecían algunas en el garaje, otras, entre la bolsa de papas o de cebollas. En una ocasión, hallaron la mañanita de la abuela en medio del gallinero. Pero la bicicleta no apareció hasta esa vez… que Lori, buscando su bufanda, entre cajas de trastos viejos, se topó con el cuadro amarillo y el manubrio. Nadie pudo explicarse cómo habían estado allí tanto tiempo y no los habían visto. ¿Y el resto? Fueron dando con el asiento y los pedales distribuidos por toda la casa.

  En verdad, Lori, ese día del cumpleaños descubrió que había gastado casi veinticinco años de su vida, buscando cosas perdidas en esa bendita casa.

  La abuela ya no estaba y, sin embargo, cosas suyas afloraban como por arte de magia en el comedor, la alacena… y la tía Evarista, había partido hacía como siete años al más allá y se tropezaron con los tejidos o alguna peineta en lugares impensados. Otras veces, en la heladera, surgía un libro que se había esfumado hacía diez años. O, en el botinero, advertían un paquete de manteca desaparecido después de doce meses y, lo más extraordinario, intacto como si lo acabaran de guardar.

    Lori bebió con gusto el vino y comenzó a retar la casa. Cualquier hijo de vecino podría pensar que, en lugar de tomar una copa de tinto, había tomado una botella completa. Pero la que descorchó ya no lucía en la mesa. No la buscó. ¿Para qué? Sabía que no la vería por un tiempo.

    Prometió en voz alta no preocuparse nunca más cosas desaparecidas. Discutió a viva voz con las paredes. Y la casa comenzó a crujir, se movió molesta, igualito que un temblor de tierra. Protestó rechinando por su decisión de no indagar ni afligirse.

    De pronto, brotó detrás del televisor la botella de Borgoña, en la alfombra una pulsera de lapislázuli que extravió en agosto, el florerito de cristal de tía Evarista en el sofá y varios objetos de los que había olvidado su existencia.

    Sonó el timbre de calle. Entró Javier sorprendido. ¡Traía la pañoleta rosada que le tejió la abuela Serafina en el embarazo de Rosita y que buscó y rebuscó durante dieciocho años! La encontró en el picaporte de la puerta cancel. “¡Esta vivienda está endemoniada, parece una adolescente ensañada con nuestra familia! Vamos a venderla”. Expresó Javier mientras se sacaba la chaqueta, tirándose en el sillón.

 ¡La casa tiene una vitalidad burlona; es escondedora y pierde a propósito cosas queridas! Se pelea, en esta circunstancia, con la cumpleañera que está enojada y tomó la decisión de no hacerse mala sangre con las extravagancias que sufre. ¿La casa al fin ha sido domada?


LIBORIO, UN VIEJO

 

 

            Dormita en una hamaca de madera pulida. Se queda suspendido en el tiempo. La vida ha pasado rápidamente y ya no tiene sueños. Ni deseo de dormir tiene en la noche. Son como los días, algunas veces calientes otros, el frío le penetra en los huesos viejos, amodorrados de trabajar duro sobre ese suelo áspero y pedregoso, que lo envuelve por el norte y por el sur. Todos los flancos de la vida le enrosca el ajetreo de la tierra inhóspita.

La soledad entra por los nudillos resecos y ruidosos, como sarmiento de viña que arrancan por viejo e inútil. Una réplica lejana de “teru-teru” le consuela el sopor y la tristeza. ¡Aún no se han ido de la finca! Se asombra por la sabiduría salvaje de los pájaros. ¿Cuánto hace que no llueve? Estos bichos siguen acá esperando, como yo, algo inexistente.

            Vuelve a quedarse dormido. Florece el duraznero con tonos iridiscentes presagiando frutos húmedos y tiernos. Despierta con el mismo dolor tenaz en la cadera. Los pies hinchados. Hace tiempo que no puede caminar por las hileras de viña y olivos.

            ¿Cuándo se fue el último de mis hijos? Primero se fue el Juan para la cosecha de tomate. Después se fue el Fermín sin rumbo fijo. Después la Micaela con el tomero del Arroyo de Las Ánimas. ¿Cuándo se fue mi mujer? La Juana. ¡Qué mujer la mía! Tuvo todas las tormentas y las penas de la pobreza endiablada donde la metí y jamás puso en el mantel de la vida una queja. Nueve hijos parió. A la tierra la señoreó con esa bronca machista de una debilidad mentirosa, porque la Juana la preñó con su sudor. Cosecha y siembra. Cosecha y siembra. Año tras año igual. Sin un suspiro.

Se queda dormido y los árboles comienzan a crecer con rapidez inusitada. También el coirón, la chepica y los cañaverales que antes servían para la espaldera del tomate.

 Ahora lo está ahoga el matorral y está perdido entre los yuyos. Quiere apresurarse para entrar en la casa. Levantada antaño con adobe y cañizo. No encuentra la puerta. La Juana seguro trancó por dentro por miedo al tigre. ¡Pobre mi mujer vieja! No sabe que ya no hay pumas por estos lugares. No hay nada en realidad.

Siente un sopor dulzón como de mosto fresco y se le ahueca en el pecho un dolor suave parecido al ronroneo de las abejas en los frutales.

Se acerca despacito al pozo de agua. Se agacha como puede, para sacar un poco de líquido. La sed lo asecha. Sólo encuentra arenita suave y blanca que desliza hacia el fondo y luego, de entre los dedos, comienza a brotar vino.

Siente que de atrás le hablan con ternura de niño. Se da vuelta y ve parado a un chico. Igualito a él. De pantaloncitos cortos, despeinado y carisucio junto al perro Lenteja. "Vení a jugar, Liborio, que estoy muy solo, vení dame la mano y corramos al arroyo". Da un brinco, cae desmembrado con un ruido de huesos quejumbrosos. Se yergue con gran dificultad. Luego va arrastrando los pies hinchados de esperar, por la orilla de álamos talados, junto a Liborio pequeño y al perro.

            Despierta con las estrellas sobre la frente y un chirrido de insectos veraniegos en la cabeza. Se envuelve en una manta y no quiere pararse. Acurrucado en la hamaca vuelve a pasar la noche. Una nube porfiada estampa sombras tapando la luna roja en el horizonte. Mira extrañado a su lado. En otra hamaca está la Juana. Reposa, seca, sonriente. Esperando el día. ¿Es la Juana esa? ¿Cuánto tiempo ha estado a mi lado y no la he visto? “¡Dormí, Juana, dormite, pero andá adentro que aquí hace mucho frío!”. Liborio vuelve al sueño, junto a él, la Juana tal vez duerme.


ABIGAIL

 

 

                                                               Soñar que estoy parada junto a las vibrantes olas del mar que azotan                                                                                                                                                            las rocas junto a la playa.

 

            ¡No podrá caminar más!; sentenció el galeno. La rodeaban varios médicos en el nosocomio. El accidente fue terrible. Abigail caminaba distraída por la acera de la avenida en plena mañana de un domingo temprano. Se detuvo unos minutos para observar una mata de flores silvestres que crecían en una grieta entre las piedras. No escuchó el sonido de los neumáticos que rayaban el pavimento.

            El coche se estrelló sobre la vereda cerca de una bocacalle arrastrando a la muchacha. Se incrustó en un árbol y tumbó varios carteles y faroles. Ella despertó en la guardia de la clínica Santa Catalina. No recordaba nada. Siguió con la mirada activa por su alrededor y descubrió a su madre y a su hermana Angélica.

            Tenía cables por todos lados. No se podía mover y tampoco hablar. Una pequeña máscara le proporcionaba oxigeno. Las horas eran eternas. Esperaba cuando salía su madre y entraba su padre. ¡Lloraba como un niño chico! Su estrella de mar, como le decía estaba allí, inmóvil y en silencio.

            Cuando ingresaban los médicos escuchaba murmullos, nada coherente. Pasaron varios días hasta que logró comprender su estado. El día que entró Emanuel, su novio, lloró. No quería que la viera en ese estado. Hinchada, morada, llena de vendas y quién sabe qué otras “bellezas” vería. Él, se acercó y cerró los ojos. Una gruesa lágrima surcó su rostro y se perdió en la barba. Igual la besó con delicadeza.

            Muy pronto llegó una enfermera que lo sacó de la habitación. ¡No puede estar acá si no es familiar directo! Sentenció. Y él, como un chico obediente la saludó con la mano y se fue caminando hacia la puerta dando la espalda, cosa que produjo un ruido sonoro. Chocó con el vidrio y soltó un ¡AY! Que resonó en los pasillos.

            Abigail, por joven y sana en su vida desde niña, comenzó a mejorar. Su apariencia fue abandonando las vendas y machucones y dejando tubos de plástico hasta poder sentarse. ¡Le dolían las piernas!

            ¡Es imposible, son dolores reflejos! No tiene sentido. Su médula está dañada justo en las vértebras dorsales. Hará toda clase de ejercicios y tratamientos y dejemos en manos de… ¡Dios! Dijo Abigail.

            Cuatro meses después partió en silla de ruedas a su casa. Allí la esperaban sus amigas y su novio con globos de colores y flores. ¡Vio por su tablet el accidente! Una familia completa incrustada en un árbol. El que manejaba se quedó dormido, venían de una boda. ¡Un agudo dolor le produjo saber la historia!

             Ya repuesta y habiendo hecho toda clase de terapias, no podía caminar. El padre ese año, a pesar de los gastos, había contratado un viaje al mar. La costa del sur de Italia era el sueño de Abigail y él, se lo iba a cumplir. Con euforia partieron en avión a Roma y de allí en un tren que los llevó hacia el sur, fue una sucesión de imágenes maravillosas para todos, pero la muchacha, en su más íntimo pensamiento estaba triste.

            En las noches cuando todos dormían ella se acercaba como podía y miraba el mar, ese con el que ella había soñado tantas veces y ahora que estaba allí, lo sentía tan lejano. El rumor de las olas que azotaban las rocas, eran una música fascinante que nunca disfrutaría como ella creyó disfrutaría con Emanuel el día que se casaran.

            Hablando de Emanuel, cuando supo que ella no caminaría jamás, consiguió una beca bien lejos y le prometió volver algún día. ¡Eso, ella sabía no sucedería nunca jamás!

 

 

LA SEÑORA DE TAL

 

            Llegó en verano, con altiva mirada. No saludó a ninguna de las personas de la cuadra. Vestía con  la última moda que mostraban los magacines y vidrieras de los escaparates más caros. Sus largas piernas perfectas, su cabellera hermosa, larga y de un dorado perfecto. Manos impecables y cuerpo escultural.

            La casa era muy bella, grande, iluminada y discreta. El personal llegaba temprano y se retiraba tarde. Tres automóviles diferentes esperaban en el garaje.

            Un cambio en la economía me dejó sin mi puesto en el banco y salí del apuro, cuando Ernesto me ofreció su taxi. ¡Sólo de noche! Claro, de día lo trabajaba él. Salí de 23 a 6 de la mañana. Difícil acostumbrarme a ese horario, pero Carmelita, mi esposa  trabajaba en una escuela y el salario era escaso.

            Ella, la vecina nueva jamás nos saludó y menos ahora que yo salía de noche con el taxi. Y un día, como por casualidad me mandan a un motel de lujo a buscar una pareja. El muchacho era joven y salió muy nervioso. Detrás, ¡Oh, sorpresa! Ella, nuestra vecina. Un sudor frío le recorrió la frente. Subió atrás y el hombre me pidió que la llevara a su casa, que el viajaba en unas horas. ¡Era el amante! Pero no mostré el más mínimo asombro. Me suplicó silencio. Yo le prometí discreción y secreto. Unas lágrimas le hicieron correr el rimel. Le pasé un pañuelo de papel y se secó las lágrimas.

            ¡Si mi marido sabe… me mata! Yo no la he visto, dije. La dejé en la puerta de su casa, luego de dar unas vueltas para que se tranquilizara. ¡Gracias!

            Ahora cuando sale me saluda afable. Y a mi esposa le dije que la traje del cine junto a unas amigas. ¡Cómo nadie se imagina, no quiero una muerte en mi conciencia!

EL EXTRANJERO

 

 Quién arrienda el campo de sus amores?- Ni me quito ni me doy. Canoso y cansado; estando el horno caldeado nunca saco el pan crudo, así soy ni más ni menos; perdono el error ajeno. La llama que te calienta es la que tienes en casa.

Altanero. Se cree justo, sabe que si lo saben llevar, le sacan lo que quieren...a pesar de que es viejo aún puede. No es soberbio, es hablador. Se autoabastece. No es mudo y teme al invierno-

Robusto con una mirada inteligente. Hábil y rápido. Su olor a tabaco, humo y transpiración transmite pudor a los que lo observan.

 Estiércol y asado. Mate, aperos y rejas de arado.

Dueña de un campo. Educación extranjera. El hombre me codicia. Yo eludo sus miradas y sus insinuaciones. Los otros me miran y comentan. Esta “hembra es de tratar”, pero el viejo la ampara. Su mirada aguda y el instinto le anoticia de un horror vivido por esa mujer hambrienta de respeto. Suele ir al almacén de ramos generales a comprar algunos comestibles, kerosene y semillas. Tiene un solo ayudante, muy niño él, para las tareas más brutas del campo, por eso, se acercan a veces algunos bravos a pedir trabajo. Ella saca su escopeta y los desalienta. Al anciano lo recibe y se sienta junto a él, en silencio cómplice del duelo interior. Ambos, han sufrido. Ambos silencian los viejos dolores u horrores vividos.

Ella comienza a fumar un tabaco agrio y de vez en cuando toma una “grapa” o un “ajenjo” letal para su cuerpo. Las mañanas heladas le atesoran el suave calor de la leña seca. El vapor gélido amplía el sopor de su corazón maltratado. Huyó de un amor nefasto. Sólo el “Viejo” es su amigo. Sí, solo el, puede comprender el rencor y sus penas. Son las dos caras de una moneda antigua y nueva. Si volviera el “Extranjero”, ella, saldría desertando hacia el mundo, escondiéndose de ese Monstruo que la torturó con vileza. Su sueño, es esfumarse en el campo entre maíces y girasoles, entre animales y bosques. Cada mañana sale con pudor mirando de soslayo para ver si el engendro ha localizado su escondite. Y ve al viejo, que montado parte hacia su rancho envuelto en su poncho viejo y el humo negro de su tabaco.     

 

 

 

EL PROFESOR DE ARPA

 

            Y sí, lo tuve entre mis brazos varias veces. Me dejó una sonrisa angelical como cualquier niño. Pero nunca imaginé su destino. La pequeña Raquel, era como una princesa para sus padres. Los mejores vestidos, las comidas más ricas, el amor con mayúscula. Siempre mostrando su forma de declamar poesías hermosas desde niña. En la escuela era ejemplo de respeto y calidez con sus maestros y compañeras de clase.

            Aprendió a tocar el arpa. ¡Ese fue el problema! Trajeron un maestro extranjero desde un país vecino. Era joven pero nunca preguntaron su origen ni su historia. Él, era un verdadero artista con el arpa. Y ella aprendió. Cuando cumplió trece años, ya era experta en el arte.

            El día que desapareció, los padres y la servidumbre se volvieron locos buscando e indagando por Raquel. ¡Nadie la había visto! Fueron a buscarla por los pueblos cercanos, nada. Se había volatilizado. Esa mañana llegó el profesor a dar su clase. Sorprendido, dijo esperar un rato por si regresaba. Y luego formal y compuesto, saludó y se fue. Antes pidió que le pagaran el mes completo.

            Al Tata Viejo le llamó la atención que pidiera dinero por adelantado. Pero con la ofuscación, no dijo nada. A Petronila le llamó mucho la atención que la niña, su niña, no le hubiera dicho nada. Ella pensaba que estaba enamorada de algún muchacho del pueblo que conoció en la plaza. ¡Pero nunca se imaginó la verdad! Raquelita era una chica tímida y callada, pero inteligente y formal.

            Pasaron los meses y una noche de tormenta, lloviendo a cántaros, sintieron un llanto en la puerta de la casa. Ágil, Petronila abrió con una lámpara encendida, la hoja del cancel y allí estaba. Raquel con un bebé, encinta. El cabello empapado y sucio de barro. Delgada hasta el delirio. Sollozaba. Se abalanzó a los brazos de su Tata y lloró y lloró hasta quedar dormida. Pasó un par de meses y nació el niño. Era un bebé sano y bello como su madre. Cabello oscuro como el del maestro de arpa.

            A Petronila no le pudo ocultar su verdad. Enamorada se había fugado con él. La hizo vivir en un lugar horrible. Pasó hambre y frío. Cuando se le terminó el dieron que le dieron, se fue. Ya era tarde, ella espera un hijo del maestro que recién descubrió que era casado con cinco hijos en otra ciudad lejana. Esa casa cálida y piadosa, la recibió con alegría y amor. Ella en su lecho amamantaba al niño que se prendía al pecho goloso y feliz. Desde la ventana de su habitación, miraba la luna en las largas noches de dolor y espera. Esperar un amor inexistente.

            Una noche bajó las escaleras y rompió el arpa en mil pedazos. Se abrazó al pequeño y corrió hacia el dintel de la ventana. Una mano fuerte la arrancó por la fuerza y la obligó a regresar a su cama. Y se quedó dormida. Soñó. Que una suave luz iluminaba en la noche cálida la cuna de su bebé que dormía plácidamente sin saber que su madre estaba desesperada. Soñó que él, volvía. Pero sacaba al niño de la cuna y lo tiraba como un bulto por la ventana. Soñó que se transformaba en un ángel y volaba.

            Raquel despertó y el bebé ahí estaba, retozando feliz en brazos amorosos de Petronila y su Tata.

 

LA INDIA, EXÓTICA Y ETERNA

 

Cuando me invitó mi hermana a conocer la India, me conmoví. He leído mucho a su poeta máximo: Rabindranath Tagore y la vida y pensamiento de Gandhi. Me emocioné. Recuerdos de la niñez me llegaron al alma, los libros que de niña me regalaban mis padres y que me hacían viajar por los cuentos universales y entre ellos muchos inspirados en la mágica India.

Para ingresar a India hay que inocularse un sin fin de vacunas. ¡Pero es un país maravilloso! Su gente preciosa, ruidosa, alegre y bella.

Me volvía loca la comida, picante y colorida. Tenía la boca llena de llaguitas por los ajíes y chiles que le agregan a los menúes. Pero me aguanté el dolor por las bellezas que viví. Comencé comiendo Yalebi, ladu, Palora y pollo con mantequilla…todo súper picante. ¡Riquísimo para los que aman lo picante!

¿Desde dónde comienzo mi relato? Desde el espectacular monumento donde cremaron a Gandhi o por mi paseo en elefante en un Palacio Jantar Mantar de Jaipur lleno de ventanales enormes y patios de piedra, o la llegada al Monumento al Amor Perdido el Taj Mahal.

 Amo a los indios o hindúes, son personas simples, generosas, trabajadoras y muy, muy afectuosas. Cuando caminaba por las calles o paseos, me pedían sonrientes:¡”Foto”! sacarse fotos con una extranjera desconocida, siempre sonrientes y agradecidos, por la simple razón de no saber de dónde veníamos. Yo mencionaba a Messi y a Maradona, que es por lo que se conoce en el mundo la Argentina y se sorprendían. ¡Mi país es tan lejos de India!

Cuando anduve por las avenidas, en los parques de grandes edificios y canchas de golf, las mujeres cortaban el pasto con tijeras, con sus saris de mil colores extendidos sobre el césped, como mariposas a punto de echar vuelo. Todos trabajan. Unos extienden un paño de tela en la vereda y cortan el cabello o tusan las barbas, otros arreglan sandalias o zapatos, tal vez hay muchachas y jóvenes con máquinas de coser haciendo trabajos en cuero o en tejidos de colores. Nadie vive del estado. Aunque se habla de los mendigos de India, vi muy pocos. En general tienen la dignidad de ganarse la vida con labores manuales. Y eso es magnífico.

Una tarde fuimos al río Ganges. El sagrado río donde hasta hace un tiempo, se echaban las cenizas de los humanos cremados. Hoy por ley está prohibido para evitar la contaminación de las aguas. La gente tiene ceremonias muy atrayentes a orillas del Ganges. De lejos se veían las piras mortuorias, pero no se ve ni huele esa costumbre de la religión de algunos ciudadanos del país. Hay como ciento de religiones que conviven con respeto entre ellos.

En el Ganges nos hicieron dejar una pequeña lámpara de hojas de palma, con flores y una ínfima luz, que discurrió río abajo en la oscuridad temblando con el Sueve movimiento del bote en el agua. Mil lucecitas como luciérnagas flotando, llevando a Dios un mensaje de Amor y Paz. ¡Bello!

Se nos iba acabando el tiempo, había que regresar. Mi boca echaba fuego, mi corazón dulzura.

Cuando salimos hacia el aeropuerto, la contaminación ambiental era tan pesada que todo parecía estar envuelto en gasas color ámbar. Nos hicieron poner tapa bocas y respirar a través de un pañuelo húmedo. El ruido en la carretera que nos transportaba al aeródromo, era un ruidoso monumento a la alegría: Miles de motos, autos que hacen sonar sus claxon con ritmos diferentes, los camiones que adornan con penachos de plumas y manojos de flores multicolor, pinturas de arco iris, bicicletas con timbres rabiosos. Todo nos decía Adiós, vuelvan, India los espera.

 

 

BRASILIA, LA CIUDAD MÁS MODERNA

 

Cuando me invitaron a conocer Brasilia, alguien se rió. ¡Es una ciudad en medio de la nada, que no tiene nada más que el Congreso y los poderes políticos! Es mentira. Brasilia es hermosa, pensada no para este siglo, pensada para el futuro en un país, maravilloso que conozco bastante y que es enorme.

La Ciudad novísima de Brasil es una muestra de la creatividad de arquitectos muy adelantados en su estructura mental. ¡Es bellísima! Cuando Brasil tenía por capital a Río de Janeiro, estaba colmada y un presidente que, pienso era un gran estadista, Juscelino Kubitschek, tuvo la gran idea transformadora de llevar la capital a mitad del territorio en medio de la selva. Contrató a los mejores ingenieros, arquitectos, economistas y urbanistas de su país. ¡Así nació Brasilia!

Los arquitectos Oscar Niemeyer y Lucio Costa fueron los que la soñaron y la crearon con visión de futuro a dos mil años.

Cuando la pensaron le dieron forma de un avión gigante. En lo que es el fuselaje están los edificios nacionales más hermosos que receptan al congreso, a los ministerios y a la Catedral y Bautisterio que son una verdadera obra de arte. En las alas se han creado los edificios urbanos de viviendas para los habitantes.  

Acá paso a relatarles mi gran experiencia y anécdota. Junto a dos escritoras colombianas y una peruana, que es una magnífica poeta y médica, estábamos conociendo esa belleza que es la Catedral obra de Niemeyer (comunista y ateo) que deja la boca abierta por el fervor puesto en su creación, al salir a pleno sol y con muchísimo calor, encontramos unas vendedoras de manualidades en hilo que me recuerdan a los “bolillos españoles” y que son obras de arte manual. Nuestra querida Georgina resbala en un charco de agua y cae, con la mala suerte de quebrarse una muñeca  y la mano. ¡OH, qué hacer! Como en mi país solemos hablar un “portuñol”, es decir no es ni portugués ni español, me pidieron ayuda y partimos raudas a un hospital en un taxi. La chofer, mujer afectuosa, nos aconseja hacer cambio, porque no nos aceptarían dólares y nosotros “amamos el dólar” ya que cuando viajamos es la moneda que todos nos reciben. En Brasil son respetuosos de su dinero y economía y no lo aceptan, por lo que primero nos llevó a una casa de cambio y luego nos dejó en un hospital de urgencia. Hermilda me pedía que yo hablara…y pobres brasileños, apenas me entendían. Nos recibió una enfermera con cariño, le expliqué como pude que éramos cuatro escritoras de un encuentro que se desarrollaba en la universidad y que teníamos una enfermita. Hinchada la mano y antebrazo, dolorida pero estoica, Georgina (colombiana como Hermilda) esperó a un doctor. Llegó un simpático joven que nos llevó, por pasillos interminables, hasta un consultorio impecable y confortable. Allí nos dejó con un radiólogo que le hizo placas. Nos preguntaba el número de seguro social, y no entendía que no teníamos en Brasil, sólo en nuestros países. Le expresamos que podíamos pagar. ¡No, es un hospital público! Hubo que esperar que se pudiese ver la placa…Una Quebradura. Malita la caída. Bien, me mandaron a buscar al doctor que nos atendió primero. Yo recordé que usaba una casaca rosada; muy común en Brasil, que se utilicen colores vivos en cualquier ropa. En mi país, argentina, siempre se usa blanco, gris, negro o verde claro en los lugares de salud.

Me dediqué a recorrer todo el enorme hospital preguntando por: “El doctor de camisiña rosada”. Se reían y me señalaban una puerta u otro pasillo. ¡Al fin lo encuentro y le explico que ya teníamos el resultado y podía ponerle el yeso! Me acompañó y lo hizo con mucho cariño. Cuando quisimos pagar antes de salir del nosocomio, no nos aceptaron ni un real.

Ya en la calle descubrimos que era de noche. No teníamos ni idea en dónde estábamos. Caminé unos metros y con mi mejor “portuñol”, me dirigí a un señor que estaba detenido con un camión de bomberos. Le expliqué como pude y me llamó con su celular un taxi. Le dio los datos y partimos. Yo agotada y las otras amigas nerviosas.

Cuando llegamos al hotel, nos esperaban angustiados. Éramos las “perdidas” y sin noticias. Cuando les conté y dije ¡El doctor de camisiña rosa! Sentí una carcajada de mis colegas brasileñas… ¿Sabes a qué se le dice en Brasil “camisiña? ¡No! A los “condones”. Me quise morir… soy súper cuidadosa con mi lenguaje y mi educación. Entendí las risas socarronas con que me daban los datos en el hospital. Espero no lo molestaran con chanzas al médico que nos atendió.

Bueno, después de todo, cuando uno no habla bien un idioma, deberíamos cuidarnos o preguntar primero, pero fue un accidente.

Al día siguiente nos hicieron conocer la Iglesia de “Don Bosco” patrono de la ciudad. ¡Una maravilla y belleza estética! Yo pedí perdón por mi yerro del día anterior a un enorme Jesucristo que cuelga en medio de esa grandiosidad. Seguro que estoy perdonada.

 

viernes, 23 de diciembre de 2022

UN RECUERDO DE NIÑO

  

DESDE QUE ERA CHICO, MI ABUELA PROVOCÓ EN MI UNA ENORME CURIOSIDAD. ME PREGUNTABA COMO HACÍA PARA TENER TANTA ENERGÍA Y SER LA FIGURA CENTRAL DE TODA LA FAMILIA. ÉRAMOS VARIOS NIETOS, PERO YO HEREDÉ TANTA ENERGÍA COMO ELLA. EL GUSTO POR LA COCINA. TAMBIÉN HEREDÉ DE SUS GENES ESTO TAN TERRIBLE QUE ACOMPAÑARA HASTA EL FINAL.

RECUERDO CUANDO LLEGAMOS A VIVIR DESDE LORRAINE;  PAPÁ  HABÍA COMPLETADO SU MAESTRÍA Y EL DOCTORADO. MAMÁ ESTABA AUN DESORIENTADA YA QUE DEBÍA HACER MENTALMENTE EL CAMBIO DEL DINERO DE ESTE OTRO PAÍS. YO  HABÍA PARTIDO CUANDO TENÍA APENAS TRES AÑOS. YA PARA ENTONCES SE VEÍAN LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES DE MI HERENCIA.

PAPÁ COMPRÓ UNA CASA ENORME. ALLÁ VIVÍAMOS EN UN PEQUEÑO DEPARTAMENTO DONDE PRÁCTICAMENTE DORMÍAMOS. YO IBA DESDE LAS SIETE DE LA MAÑANA A LAS VEINTE HORAS A LAS GUARDERÍA. CUANDO CRECÍ FUI A UN INSTITUTO DONDE APRENDÍ IDIOMAS, ALGEBRA Y POR LA TARDE ME DEDICABAN VARIAS HORAS AL CUIDADO DE MI ENFERMEDAD.

LOS DÍAS FERIADOS Y LOS FINES DE SEMANA QUE PAPÁ Y MAMÁ NO TENÍAN CONFERENCIAS O CONGRESOS, VIAJÁBAMOS PARA CONOCER OTROS PAÍSES DEL VIEJO MUNDO. MUCHAS VECES VIAJÓ LA ABUELA PARA ESTAS CONMIGO. ASÍ APRENDÍ A HACER CODORNICES EN SALSA NEGRA, CALAMARES RELLENOS, POLLO RELLENO Y UN SIN FIN DE EXQUISITECES. AMO, COMO ELLA, COCINAR.

A TRAVÉS DE SUS RELATOS, AMENOS POR DEMÁS, APRENDÍ A QUERER A FELISA, SU HERMANA QUE ERA COMO YO, A MIS TÍOS: JUAN JOSÉ Y A SU ESPOSA EMILIA; A NERINA Y SU ETERNO NOVIO: EL CORONEL; A UNA TÍA QUE NUNCA VI, QUE SE LLAMABA CHICHÍ  Y A ALBERTO. TAMBIÉN ME ENSEÑÓ A CARTEARME CON MIS PRIMOS QUE SON VARIOS, PERO QUE SON TAN PEREZOSOS  QUE DE TRES CARTAS MÍAS ESCRIBÍAN UNA Y CORTA.

LA ABUELA ERA EL FARO CUYA LUZ NOS ILUMINABA A TODOS.  AHORA YA VIVIENDO ACÁ EN ESTE PAÍS, LA NECESITO MÁS QUE ANTES. IMAGINO QUE NO HABLO MUY BIEN EL IDIOMA Y QUE MIS PRIMOS ME TIENEN CELOS. ELLOS DICEN QUE YO ACAPARO A MI ABUELA. NO SABEN QUE ME LLEVA AL TEATRO, A LA BIBLIOTECA BRAILE Y A LA ESCUELA PARA CIEGOS. ELLA SUELE SUSPIRAR Y DICE: ¡ES MI CULPA! Y YO ME RÍO, YO SE QUE NO, QUE SON HERENCIAS ANTIGUAS; ACÁ EN EUROPA ME LLEVARÁN A TANTOS MÉDICOS QUE SEGURO TODOS VAN A COINCIDIR EN QUE NO VERÉ MÁS DE LO QUE AHORA VEO

ESTOY SEGURO QUE EN RELACIÓN, YO VEO MÁS QUE LO QUE VEN EN SU CONCIENCIA LA MAYORÍA DE LOS QUE TIENEN MUY BUENA VISTA.

YO, COMO LE DIJO A LA ABUELA, VEO CON ESE PEQUEÑO AGUJERITO QUE TIENEN MIS OJOS. ADEMÁS VEO CON LAS MANOS, EL OLFATO, EL OÍDO, Y EL CORAZÓN

¡IMAGINAN LO QUE DISFRUTO EN LA COCINA! CON LAS VERDURAS MULTICOLORES, LOS AROMAS Y ESE LOCO MUNDO QUE ME SALE DE LAS MANOS,

AHORA ADEMÁS, LES AYUDO A MIS HERMANOS CON LAS TAREAS Y COMO CONOCÍ TANTOS MUSEOS, FUI A TANTOS MONUMENTOS, DICE LA ABUELA QUE SOY UN ENANO ERUDITO. PAREZCO UNA ENCICLOPEDIA AMBULANTE. VEREMOS ESTE VERANO A DONDE IREMOS DE VACACIONES. ESCUCHÉ A LA ABUELA QUE EST ÁTRAMANDO CON LOS NIETOS MÁS GRANDES, IR A LA COSTA EN EL SUR. ¿PODREMOS VER LAS BALLENAS? ¿QUÉ INCÓGNITA TENGO?

TEPSICORE

 

 

PIDEN UN BESO DE ALONDRA EN LAS PALMAS HÚMEDAS

PIDEN UN ROSARIO DE ESQUIRLAS DONDE ROMPEN LAS OLAS

AHORA CIEGA DE TODA CEGUERA EN EL ACANTILADO,

CON PERFUME DESHILACHADO DE FLORES

BUSCO EN LA PENUMBRA EL SOL AZUL QUE GUIÑA EN MI VENTANA

ME DETIENE TU SONRISA EN MEDIO DEL TRAFAGO INTANGIBLE

DE LA CALLE ENREDADA EN LAMINAS DE ACERO.

LAS LUCES  COTIDIANAS DESCALZAN MI SONRISA;

ME SIENTO ADORMECIDA CON EL RUIDO DEL VIENTO QUE DESFLORA EL PRADO.

A MI DERECHA EL SOL SE ESCONDE Y REGRESAN LOS PÁJAROS AL NIDO.

ATRÁS ESTA EL OLVIDO, TEN DESPREVENIDO COMO UN PERRO PERDIDO

NI HAY ADELANTE UN FUEGO, NI UMBRAL DE CIENO.

CAMINARE DESPACIO, CON MIS MANOS SEDIENTAS,

ENTRE LOS FRÍOS DE PASTO Y DE CEMENTO.

ME SENTIRÉ DEFRAUDADA, PERO NO TENGO MIEDO

NO HAY TIEMPO PARA EL MIEDO, AY TIEMPO PARA SUEÑOS.

APENAS SE DESATE ESTA TONTA “REFRIEGA”

CAMINARE DESCALZA SOBRE LA FRESCA ARENA O VERDE L0S ESTÍO

 

LA HERMOSA HERENCIA

  

Desde hacía un tiempo Juan José Altamira sentía que debía partir. Había llegado a la casa de su padre tan solo para asistir a su sepelio, un año atrás.

Su madrastra, veinticinco años menor que su fallecido progenitor, lo trataba diferente desde hacía algunos meses. No sólo en las reuniones de la pequeña empresa heredada, sino fuera de ellas.

Cada noche, preparaba Amalia, un exquisito plato de comida. Siempre tratando que fuese lo que a él le gustaba. Ella, se ponía vestidos sobrios, negros y elegantes que resaltaban su figura hermosa y sensual. ¡Era muy linda, sin caer en la exageración!

Largas charlas sobre viajes, museos y lugares bellos los hacían volar por el mundo. Reían con ocurrencias de la mujer o suyas, cuando se despojó de temor y fue él mismo.

Pensó en Romina, su pareja, que desde hacía meses vociferaba con desprejuicio cuando él, le pedía que lo esperara con un bife o unos fideos blancos o con salsa.

No había tenido un hijo con Romina, porque dudó que ella, con sus ataques de histeria le hiciera daño al pequeño fruto, hasta entonces, del amor de ambos.

No se casó. Tuvo miedo al despilfarro que hacía de su dinero. Romina era desprolija con los gastos y descuidada con los objetos y artefactos que él, le regalaba.

La noche del 14 de febrero, en San Valentín, Juan José, tuvo la bella sorpresa de encontrar a su madrastra que lo esperaba con un bello regalo. Ropa sugestiva de noche. Cerró los ojos y bebió el dulce perfume de la piel de esa mujer que lo había cautivado. Apagó el celular y desconectó el teléfono del escritorio. Fue la noche más apasionada de su vida, interiormente le agradeció a su padre el haberle dejado esa hermosa herencia: El amor.

VIAJERO

 


 

Cabalgaba con  el brío de su fuerte espíritu atravesando la verde pradera. El sol golpeteaba su rostro y pequeñas briznas de pasto se hincaban en su piel como ínfimos alfileres vegetales. Ingresó al bosque que frente a él, lo invitaba a apurar el galope. Evitaba las ramas que sobresalían de los árboles y brezos, algunas pegaban en su frente cuando no podía evitar su roce. El gozo le hacía cerrar los ojos y minimizar el calor y el sudor le corría por la piel. Siguió apretando las riendas y gritando de puro placer, logró ver a la distancia el antiguo castillo abandonado, luego saltaron la valla y entraron en el campo prohibido de los añejos monjes cartujos. Aún se olía el penetrante olor del humo cuando fue incendiado por las hordas de vagabundos contrarios  a los clérigos. A la distancia escuchaba el ruido de las caballerías de los señores que defendían al rey. Atravesó un pueblo y la gente le gritó toda clase de insultos al romper sus toldos en el mercado, desparramar los animales expuestos para la venta y molestar a los parroquianos que bebían sus jarras de “ale” y manoteaban sus menguadas pitanzas domingueras. ¡Qué enorme placer! Sentía el aire sobre su cuerpo como el alegre murmullo de un aleteo de aves en vuelo.

-¡Vamos Jonathan, tenemos que continuar con nuestro trabajo!- La voz despertó su furia.

Las fuertes manos y brazos de su ayo, lo levantaron del antiguo caballo de madera y lo sentó en la silla de ruedas para alejarlo hacia el ventanal de la biblioteca.

Se esfumó el sueño y la alegría. Tomó otro de los libros de un estante y comenzó a leer mientras una impertinente profusión de lágrimas, empapaban su ropa.

El viejo caballo de madera, sintió un profundo dolor en el corazón. Él, soñaba junto al muchacho con una vida de verdad y esperaba ansioso cada viernes por la mañana que viniera el amigo a prestarle los sueños de mágicas historias de caballería. Se apagaron las luces y el silencio ocupó el salón. Jonathan, sabía cómo palpitaba el corazón del animal porque como el suyo, era idéntico.

 

LA BERLINA

 

No desciendas. No ensucies tu botita en el lodo del camino. Ha cesado la nieve y ya no llueve. El perfume del bosque envuelve totalmente el aire. Resopla el “Lunarejo” que trota y cerca lo sigue un perro como la sombra de un amado que ha perdido el rumbo.

Desde el claro se ve la vieja hacienda, la casa desmantelada por el tiempo. Todos huyeron el día que llegaron los “mandingas” con su afilada pica y espada bañada en la sangre de los pobres campesinos.

No te vuelvas. El regreso será duro. Ya no queda nada. No hay fuego, ni fogón y graznan los pájaros de plumas negras tinta en sangre. Quemaron las cortinas y muebles de madera para calentarse en las frías noches invernales. Ves, muchacha, allí las cruces son como naipes en desfile de ejércitos dormidos.

La volanta aun sirve para el regreso. No debe importarte el espejo que buscas ni la fútil belleza del retrato. Si miras en lo alto, allí donde jugabas con tu hermano Virkus, hay un ligero movimiento humano. Tal vez encuentres a Luana, tu nana. El dogo ladra con insistencia feroz. Te bajas y echas a correr en el camino helado. Caes una y cien veces, pero sigues ansiosa hasta la inexistente puerta de la casa. Retumban tus llamados. Gritan las aves que vuelan hacia el bosque y de la dañada escalera un Yerko irreconocible viene a tus brazos. Herido por los necios, hambriento y solo. Es un espectro de lo que fue un muchacho hermoso, alegre y risueño. Te toma de la mano y te invita a que lo sigas. En la elevada mansarda habita. El aire que respira es pútrido e indigno. Ese es tu hermano amado, por él dejaste tu mundo, tu bella vida. El amor.

La volanta espera escapen juntos. Virkus se despide. Se queda entre las ruinas. Debe cuidar la casa, sus fantasmas y el famoso retrato que sajado mil veces cubre la pared del salón. Allí, está la pintura de la familia entera. Tu madre, tu padre con su levita y los cinco hermanos con “Salvaje” el perro que junto a Luana protegía a los niños.

El sol resplandece y Frisha comprende que era sólo una fantasía de su alma expectante. Todo está muerto. ¿Y ella?

LA BIBLIOTECARIA

 

            Buscaba unas cartas que según el profesor Ostugni, eran de un amigo de Urquiza. No le quedaban anaqueles ni bibliotecas sin revisar. Si no terminaba la tesina, no le daban la licenciatura y hoy sin ese papel no sos nada. Nadie. Ser Licenciado es más importante que ser doctor.

            La profesora Paloma Bianco, le había desplegado un índice de libros donde podía encontrar material, pero los inútiles empleados que como buenos burócratas estaban a cargo de los libros, nunca encontraban nada. Y cada vez lo trataban peor.

            Le quedaba la biblioteca del Senado. Ahí, le dijeron que debía haber cartas de esa época. ¡Por suerte había una joven inteligente que lo atendió y lo ayudó! Buscó en la computadora y se subió por una escalera móvil que iba y venía de anaquel en anaquel con libros súper antiguos.

            Acá está dijo ella, el libro que busca está acá. Sacó con sus guantes de algodón blanco un ejemplar forrado en cuero negro con letras doradas. Lo bajó con cuidado y lo depositó sobre un atril de madera. ¡Perdón, pero sin guantes no! Sabe que evitamos la contaminación para que se puedan mantener en condiciones. Y así ella sacó de un cajón un para de guantes y comenzaron a analizar el índice. Era glorioso lo que había en ese tomo. Él, comenzó a copiar con su letra minúscula y no terminaba nunca. Ella nerviosa miraba el reloj. Se le hacía tarde para ir a la facultad.

            Tuvo que salir e irse a casa. A la mañana siguiente, regresó. ¡Sorpresa la hermosa joven no estaba y el tomo tampoco!

            Walter pidió el libro de quejas. El tipo lo miró con odio. Recibió el libro ajado y viejo, como un féretro lo tiró sobre el mostrador, dejando una estela de polvo en el aire tal que parecían copos de nieve color amarillo, ocre y marrón, que volaban libres por el recinto. El ruido de su queja atrajo a varios empleados que juraron que en la biblioteca del senado Nunca había habido una joven empleada como bibliotecaria.

SU SANGRE DERRAMADA

  

Me detengo para observar el ocaso en tu mirada.

La chispa ingenua de alegría.

Los triunfos milagrosos de la espera.

Un anuncio que endulza la gracia de la aurora.

El diámetro oval de la cintura de la órbita de tu cuerpo.

 

Estaré expectante o distraída cuando asome la alondra en la mañana.

En las vísperas habrá un cántico de sirenas y Nereidas.

Llamarán las campanas con badajo de humo en los campos yermos.

Una fiesta de espigas dorará el camino empedrado en espejos.

Y una ninfa de ámbar como estatua de sal estará en la marea.

Recorrerán pies descalzos el enjambre de luces en la tarde de enero.

Brillará tu mirada como estrella de Venus jugando con las venas.

Y la sangre caliente correrá en la vertiente como icores paganos.

.

Me detengo. Me arrimo a la terraza donde se esconde el duende.

Crepita una ilusión de hierba buena y romero. Te detienes.

Ya se escucha el canto gregoriano en las altas paredes del templo.

Los monjes tonsurados con las manos mojadas de lágrimas ajenas.

Una bandada ruidosa ingresa por la grieta del ventanal abierto.

Las plegarias se desploman como viejos cortinados de cera.

Un ave solitaria entra en la cóncava entraña de la aureolada gloria.

 

Nos duele la simpleza de una tarde cualquiera, sin sueños.

Nos castiga el portal cerrado a la esperanza.

Hemos programado un acto ingenuo y a deshora.

La noche va llegando y un rumor sombrío nos ronda.

Allí, junto al muro solitario un Jesús desamparado sangra.

Desgarrado, sangra de nuevo. Sangra como los hombres.

La indiferencia atormenta a los buenos. Sangran.