Me detengo
para observar el ocaso en tu mirada.
La chispa
ingenua de alegría.
Los
triunfos milagrosos de la espera.
Un anuncio
que endulza la gracia de la aurora.
El diámetro
oval de la cintura de la órbita de tu cuerpo.
Estaré expectante
o distraída cuando asome la alondra en la mañana.
En las
vísperas habrá un cántico de sirenas y Nereidas.
Llamarán
las campanas con badajo de humo en los campos yermos.
Una fiesta
de espigas dorará el camino empedrado en espejos.
Y una ninfa
de ámbar como estatua de sal estará en la marea.
Recorrerán
pies descalzos el enjambre de luces en la tarde de enero.
Brillará tu
mirada como estrella de Venus jugando con las venas.
Y la sangre
caliente correrá en la vertiente como icores paganos.
.
Me detengo.
Me arrimo a la terraza donde se esconde el duende.
Crepita una
ilusión de hierba buena y romero. Te detienes.
Ya se
escucha el canto gregoriano en las altas paredes del templo.
Los monjes
tonsurados con las manos mojadas de lágrimas ajenas.
Una bandada
ruidosa ingresa por la grieta del ventanal abierto.
Las
plegarias se desploman como viejos cortinados de cera.
Un ave
solitaria entra en la cóncava entraña de la aureolada gloria.
Nos duele
la simpleza de una tarde cualquiera, sin sueños.
Nos castiga
el portal cerrado a la esperanza.
Hemos
programado un acto ingenuo y a deshora.
La noche va
llegando y un rumor sombrío nos ronda.
Allí, junto
al muro solitario un Jesús desamparado sangra.
Desgarrado,
sangra de nuevo. Sangra como los hombres.
La
indiferencia atormenta a los buenos. Sangran.
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