lunes, 12 de diciembre de 2022

LA EXPULSIÓN ...O LA HUÍDA.


                        Una senda polvorienta era el final de la calle principal del pueblo. Algunas edificaciones planas se perdían detrás de los algarrobos centenarios y molles gigantes. Aún se oían los gritos guturales de ira y un suave aire pulverulento oscurecía el perverso atardecer. Una inaudita soledad abrazaba la pequeña figura que se arrastraba entre la tierra blancuzca y cenicienta. Un hilillo de sangre caía sobre la piel trigueña y doliente de Haalar Ckapin ( Estrella de Sol, lengua apatama), mezclándose con lágrimas pequeñitas como rocío del desierto donde había nacido hacía trece años. Un dolor agudo atormentaba su cuerpo magullado por los infinitos golpes recibidos, las piedras agudas que golpearon su frágil carne y dejaron ciento de diminutas heridas en las piernas flacas. Era india, era descendiente de los viejos habitantes de esa burda población impía. Apretaba su vientre abultado y palpitante de vida para evitar que el "daño" le llegara al infortunado. ¡ Otro "huacho" más en este infierno! Había gritado su padre. ¡Otra boca más para comer de nuestra hambre ! Había vociferado con furia la madre. ¿ Quién te hizo el "gustillo" mal parida? Se quedó en silencio. Humillada bajó la cabeza sin pronunciar palabra. Sintió un fuerte desgarro y sostuvo el vientre donde ya se movía el niño.

                        Cada día la carga era más dura y comenzó el despelleje de la gente. Fue el cura. No el "maistro". No el Huyra. Y el silencio comenzó a provocar una sórdida bronca, envidia y frenética agresión entre las mujeres del ínfimo caserío, todas miraban desconfiadas a sus hombres. Ellos, se miraban con insidiosa desconfianza. ¡Era tan linda esa garañona, tenía unas pulpas frescas y armoniosas como tunas maduras. ¡ Quién se la escamoteó, sabía lo que hurtaba! La envidia comenzó a crecer como una ola gigante de veneno pegajoso. Ella no miraba a ninguno, ni les hablaba, ni contestaba las linduras que le decían cuando atravesaba el camino polvoriento rumbo al pozo de agua del pueblo. Ninguna hembra podía ser más jugosa que esa. ¿Mi esposa, esa vieja insaciable? ¿Mi amante, la muy inoportuna, no es joven ni fresca como esa rosa! Todos murmuraban. El hastío y la ignorancia los hacía malignos. Ya no quería llorar más. ¿Para qué?. Siguió haciendo su tarea, pastoreó, lavó, fregó, cortó chañar y piquillyn para el horno, y cada día le daban más tareas y más duras. Nadie le hablaba. Estaba sola. La espiaron de día y de noche.

                        Una mañana que iba al río a buscar un burro arisco se tropezó con un hombre huraño y cerril que trató de forzarla. Gritó hasta que pudo desasirse y corrió alocadamente hasta la plaza. Allí la atajó la "Zósima Pyura", la medio mañosa, medio adivina, medio "médica", como bruja que era;  mirándola a los ojos, con una mirada penetrante y huidiza de los ojillos negros y chiquititos como chispas del orco ancestral, la escupió y la maldijo. Luego haciendo alarde de su poder atravesó una sarta de insultos como collar de piedras espectrales y aguijoneó un: -¡ Andate del pueblo antes que provoqués una muerte, te veo a un hermoso hombre blanco como el sol de la mañana y se muere por tu culpa! - Un murmullo indescifrable siguió en el camino hasta perderse entre los añosos árboles del monte. Eso fue lo que trajo el desastre. Los que la oyeron comenzaron a desparramar blasfemias y fue acrecentándose el odio.

                        Para la feria, cuando comenzaron a llegar de todos los rincones vecinos con carromatos, burros y mulas, familias enteras, el poblado era una fragua, como una caldera en plena ignición. La  gravidez inocultable la hizo blanco de las miradas obscenas. Ella había llevado a vender su magra cosecha de chirymoyas. Al pasar el tiempo comenzaron los hombres a tomar chicha y a fumar esos grandes cigarros de hoja. El calor hacía que el tibio vino agrio provocara una borrachera cachazuda y arisca. La comenzaron a mirar con deseos peligrosos. Alguien la insultó y una vieja le tiró una piedrita a modo de desprecio y fue un tornado de pedradas que arreciaron sobre su cuerpo indefenso. Trató de repararse en el atrio de la iglesia. Estaba cerrada. Salió caminando pero rápidamente tuvo que correr. Su enorme y abultado vientre le pesaba cada vez más. Lo rodeó con sus flacos brazos. Pero siguieron golpeándola con fustas, palos, ponchillos y las dolorosas piedras. Mujeres histéricas y hombres "machados" la perseguían. Salió literalmente arrojada de su pequeño mundo. Corrió sin un rumbo fijo y su sangre pegajosa le dejaba un caminito entre las lágrimas en sus oscuras mejillas. Se amparó en unas pircas viejas como el territorio donde habitaba. Siguió la línea que demarcaba esa rústica paredita de piedras, corral heredado de nativos y de indígenas. Sus pies sangraban porque en su huida había perdido sus ojotas de cuero crudo. A pesar del grueso callo que había ahorrado en años de pies desnudos, sus pies eran brasas que se quemaban con el fuego ardiente del camino inexistente. Piedras afiladas y agudas espinas, le destrozaban las pantorrillas. A lo lejos divisó un algarrobo enorme y se acercó, se acodó un rato para descansar. El sol caía verticalmente y le quemaba los labios resecos, así es el desierto. Buscó con sus ojos enrojecidos las "talitas" que contienen agua y comió desesperada y bebió el jugoso fruto silvestre que su abuela indígena le enseñó a consumir frente a las urgencias. Sintió renacer las fuerzas y siguió caminando con dirección al sur. Sabía que las plantas de jarillas tienen sus hojitas orientadas para perder menos humedad en el desierto. Esa era su brújula. El sol comenzaba a pesar menos y un color violeta derramaba una túnica de gasa opalescente sobre los piquillines y árboles de la región.

                        Ya no lloraba y sus manos acariciaron con verdadera adoración al hijo que se movía en su interior. A lo lejos divisó un aguaribay corpulento y una desvencijada enramada que la alentó a seguir. Allí había un refugio seguro para la noche. Sintió los labios resquebrajados por la sed. Tenía un hambre atroz. Buscó una planta de Mburucuyá ( flor de la Pasión) y comió ávidamente los frutos dulzones de color naranja. Se lamentó no tener ni un trocito de torta de patay como era su costumbre llevar en su bolsa. Pero eso había quedado en la plaza, en el suelo, estropeado y perdido. Se quedó dormida. Se despertó con el agudo grito de los keú, que disputaban una pequeña presa. El sol doraba los chijuas, los tolas y tolillas que la rodeaban. Seguro que cerca había agua. Buscó y encontró un lugar donde crecían papas de agua. Eran pequeñitas pero le sirvieron para poder seguir su ruta.

                        Casi al mediodía vio una columna de las que llevan electricidad. Caminó hacia allí y encontró un camino de fino pedriscal. Ahí seguro habría gente que la ayudaría. Sintió un murmullo que aumentaba a medida que avanzaba y a lo lejos entre el reverbero del suelo, comenzó a asomar un "misachico", creyó que un milagro se acercaba. Gente de fiesta llevaban un santo a la solemnidad patronal. Un Jesús de palo tallado al estilo indígena, vestido en morado terciopelo cargando su inefable Cruz, la Santa Virgen del Valle con su mantilla de encaje y las preciosas flores multicolores de papel, el santo patrono de Quitilipi, San Isidro Labrador era transportado por un bullicioso y colorido grupo de poblanos. Los erkes, las quenas, las cajas chayeras y los violines de palo, que como es costumbre tocan indios ciegos, llenaron de amor a la pequeña muchacha. No bien la alcanzó la procesión con cánticos y ruido; cayó desmayada casi al pie de los porteadores, frente a Jesús. Despertó entre las puntillas del manto de la Madre y un niño con alas de papel, vestido de ángel le exprimía en la boca reseca, el zumo de una lima fresca. Creyó por un instante que había muerto y estaba en el cielo.

                        La transportaron en el carromato hasta el pueblo. Otro que ella no conocía. Una matrona principal la entró, en una gran casona, fue transportada en una silla por cuatro hombres. Atravesó varias habitaciones en una construcción de anchas paredes de adobe, pisos de barro cocido y techos de cañas y tejas musleras  artesadas en barro cocido. Pasó de un dormitorio a otro hasta llegar a uno amplio y fresco. La recostaron en una cama de bronce que tenía un enorme mosquitero en el techo. El perfume a lavanda y violetas despertó un extraño éxtasis en la enferma. Una jovencita servidora de la dueña, le sacó su escasa ropa y luego de pasarle una toalla mojada por todo el cuerpo, destrenzarle el largo cabello y peinarla, le vendó los pies que tenía terriblemente destrozados. Le colocó un camisón de tela suave y fresca, de un blanco inmaculado. Se quedó dormida. Soñó que la Virgen la recibía en sus brazos y que le entregaba a un pequeñito ,era su hijo. Un exquisito olor a caldo de gallina despertó su nublado entendimiento. Trató de incorporarse, pero sus magros músculos se lo impidieron.

                        - Es un milagro que haya soportado el desierto y la sequía. ¿ Cuántos días viene caminando ?- preguntó la dama, que ostentaba luto riguroso y que la miraba con severa inquietud-     ¿ Cómo es tu nombre ?- preguntó tratando de saber algo más del pajarillo herido que tenía en su casa.

                        Pensó decir su nombre ; pero el miedo le hizo exclamar...Milagros, mi nombre es Milagros Choyke y bajó avergonzada la mirada triste. Nadie sabrá donde estoy, pensó y comenzó allí mismo una nueva vida.

                        - ¡Bueno, cuando te sientas mejor comenzarás a ayudar a Blanca, que ha crecido con nosotros !. Imagino que el padre del niño no sabe dónde estás ahora.

                        - No tiene padre. Él no sabe que nacerá su hijo.- declaró con un susurro.

                        - Entonces te quedarás con nosotros.- dijo en forma autoritaria la matrona. Y con seguridad comenzó a preparar la habitación para la futura madre.

                        Con el tiempo llegó la hora del parto. Milagros lo tuvo al modo de sus ancestros. Se tomó fuertemente del barrote de la cama y agazapada, con las piernas abiertas, encogidas y dobladas hacia afuera como para expulsarlo, parió sola al  niño. Cortó el cordón que la unía a su hijo, y luego de arrojar la placenta y revisarla como vio muchas veces hacer a su padre, la envolvió , pidió permiso para enterrarla debajo de una queñoa muy antigua. En ese acto devolvía la vida a ese árbol, planta que ya casi no había en la zona. Cumplió con la tradición y los mandatos de su abuelo.

                        Entre todos en la casona buscaron un nombre para el pequeñito.., Aureliano como mi abuelo, trató de imponer doña Arminda, Tepek...dijo Milagros, Benjamín dijo Blanca y torpemente cada nombre que surgía era reemplazado por otro. Cuando llegó el cura a ver al recién nacido, propuso Pedro nombre que a todos les gustó y fue bautizado.

                        Pasó el tiempo y la vida tranquila se motivaba con el crecimiento del niño. Milagros no soñaba con volver a ver a nadie de su caserío. Quería borrar de su memoria el horror del tiempo ido. Ya tenía veinte años y el cachorro con cuatro años, caminaba, corría y hablaba en su media lengua en castellano y quechua. La lengua apatama, estaba prohibida por su madre. Era su forma de romper con el pasado.

                        Doña Arminda tomó la decidió vender todo: casa, campo y hacienda, y partir. Vivir en una ciudad verdadera, con agua permanente, con comodidades que no lograba en ese pueblito de provincia y tanto Blanca como Milagros la siguieron. El temor a lo desconocido y el afecto rompió los diques de ambas. Pedrito sería el más beneficiado. En las idas y venidas de Milagros hacia un lado al otro del pueblo, tuvo que ir al cementerio y allí  se tropezó con Filomeno Guaquinchay, hombre de su pueblo que se quedó sorprendido al reconocerla. El viejo acartonado por el sol y la sequía, la observó primero con mirada de aguilucho, luego acomodó su afilada lengua viperina y le aseguró que su madre había muerto de pena. Su padre se machaba cada día más y los hermanos andaban de trifulca en trifulca, pero que todos la recordaban mucho. Milagros se santiguó y salió apresuradamente hacia el gran portón de hierro. Allí casi atropella a la " Pastora Kolque", india hechicera, curandera y peligrosa. Nunca había tenido contacto con ella y justo ese día demoníaco la encontró.

                        - Milagros, vos no te llamás Milagros, india mentirosa. ¿Cómo te llamás?- Ya sé - escupió en la tierra, revolvió la saliva con el bastón de caña y mirándola,- Vos te llamás Estrella de Sol, en otra lengua.- y la carcajada retumbó en el silencio del camposanto.-¡ Tenés un hijo de no veo bien la cara del maldito que te dejó preñada, pero sí veo un hombre alto, moreno y de pelo medio canoso. ¡Nunca podrás ser feliz, por tus culpas, por tu secreto nunca vas a tener paz verdadera!- la maldición le cayó como un cubo de plomo hirviente.

                        - ¡Callate vieja bruja, nadie tiene que conocer el nombre de su padre!- la joven la empujó y salió corriendo. El estupor se marcó en el rostro percudido de la Pastora Kolque, realmente nadie debía saber la verdad de ese engendro. Caminó callada y desapareció por la senda a pesar de los llamados del Filomeno Guaquinchay, que le rogaba lo atendiera ya que traía las "aguas" para la curación de un mal que le aquejaba.

                        El viaje a la gran ciudad fue largo y algo penoso. No entendían bien lo que hablaba la gente. Tan apresurados y acelerados en palabras que desconocían. Blanca apretaba contra su pecho flaco a Pedrito que gozaba de los mimos. Milagros, ayudaba a la viuda con los trastos. Tenían que llegar a una casa en plena capital. Los cientos de automóviles con sus bocinas estridentes, las luces multicolores y titilantes de carteles enormes, las dejaban deslumbradas. Tuvieron miedo. Un hombre gentilmente se acercó y ofreció llevarlas a un hotel. Doña Arminda con cierta displicencia le dio la nueva dirección, donde a través de un pariente, había comprado una casa, tratando de no mostrar su carencia de seguridad. La ciudad era deslumbrante. Edificios de muchísimos pisos que parecían lechiguanas apretándose y pensar que habían recorrido casi mil kilómetros. Habían visto leguas sin casas ni gente, ni vacas, ni humanos. Y allí se apiñaban como majada de cabras hambrientas y sedientas, como en Santiago. ¡ Es rarísima esta gente!- dijo con disgusto la Milagros. Blanca mostró su enorme emoción. Pedro dormía y tal vez soñaba con los pavos y los chanchitos del chiquero de Quitilipi.                                                                                                                          

                        Una ofuscación nerviosa les produjo el precio del corto viaje. Pero las mujeres pagaron en silencio, descendieron en el frente de una pequeña casita, con jardín al frente. Era hermosa y al ingresar se sintieron en el hogar.

                        La vida fue nueva como nuevo era todo lo que les sucedía. Aprendieron con dificultad que también la gente que tiene estudios y educación de gran poblado puede ser mala y buena. Igual que en Quitilipi, encontraron caras amigas, nuevas y distintas porque el clima no destruía la piel y la vista por las resolanas del desierto.

                        Pasó un año, dos y Pedro tuvo que ir a la escuela. Allí Milagros conoció a otras madres y vio padres atentos a sus niños. Ella estaba sola. Soñó con tener un compañero. Pero tenía una marca dolorosa que la hacía huir de los hombres.

                        En la escuela la maestra, un día le pidió si podía hablarle a los chiquilines sobre las costumbres de su vieja raza indígena, le dio una gran vergüenza porque para ella ser "India" era como ser un ser inferior al resto. El profesor de música, un robusto mozo de tez morena, le rogó que llevara algún instrumento musical de su región. Milagros abrió el antiguo cofre de tesoros y llevó unas ocarinas de barro cocido, cajas, erkes y las típicas uñas de chivo atadas en lanas de colores. Allí mostró sus valores. También ayudada por el maestro cantó y todos asombrados descubrieron una suave voz, dulce y armoniosa que les recitaba en lengua apatama regios retratos de divinidades y romances de gente de otras dimensiones. Las olvidadas leyendas e historias del país, del desierto mediterráneo surgían con una expresión agradable. Fue un descubrimiento para todos. Incluso para sí misma. Ella la pobre desamparada tenía una mágica herramienta en su garganta.

                        Entre los padres de los alumnos alguien que conocía de música y su comercialización intentó acercarse para ofrecerle grabar ese rico festín musiquero. Luego la llevaron a varios centros donde amigos de la tierra y del folclore, se juntaban a recuperar esas maravillas. La invitaron a la universidad y lentamente comenzó una vida diferente. Era valorizada y buscada por su condición de nativa. Inalterable en su humildad, dejó grabadas todas las canciones que sus abuelos le habían enseñado. Así conoció a Martín un estudioso de las tradiciones. Él se enamoró rápidamente y le propuso vivir juntos. Ella se negaba por el hijo. Él insistía y tanto Blanca como doña Arminda la empujaban a la felicidad. Ella guardaba su secreto y vergüenza. El origen de su muchachito.

                        Un día Martín logró un sí casi inaudible. Lloró de dicha y comenzó afanosamente a preparar su hogar. La ciudad escondía mil trampas. Milagros no sabía de documentos y papeles. Él, le pidió su nombre y apellido para poder hacer trámites de tipo burocráticos. Ella no tenía y no le podía hablar de su triste historia. Tornó a alejarse y evitarlo. Impidió todo contacto con el niño y las mujeres de su casa. Se ocultó. Lloró y rezó pidiendo justicia a sus desdichas.

                        Cada día dormía con mayor dificultad. No había ni yuyos ni remedios que aliviaran su pena. Si se dormía soñaba con la vieja Pastora Kolque o con la Zósima Pyura y sus maldiciones. Se venían en sus sueños los ojos del hombre que siendo apenas una niña, con el pretexto de que él no le hacía daño, la había forzado. Recordaba con horror su miedo a las ferias donde todos, mujeres y hombres se "machaban" y recordaba el aliento a vino barato y aloja. Las náuseas al olor a sudor y a semen, mezclado con el fuerte perfume de las cabras y el guano de los guanacos y llamas. El tufo del humo de los braseros y del estiercol con el que cocinaban en las ferias, en época de carnavales y chaya, en las procesiones.Todo le producía un repulsión insufrible. Volvió a odiar a los hombres y se parapetó en su mala suerte, en los daños y maleficios de las salamancas.

                        Los estudiosos de tradiciones de algunos países lejanos se hacían traducir los relatos y las leyendas. Necesitó una gran fuerza para relatar su historia personal. ¡Pero siempre que le preguntaban por el origen del hijo, ella evitaba relatar el suceso a pesar que formaba parte de las viejas costumbres! Ella hablaba de "antes", pero su rebeldía le hacía comprender que aún en la época de los viajes a la luna, se perpetraban esas salvajadas con las niñas indias.

                        Era miedo y vergüenza. Ella se alejaba de los que intentaban descifrar el meollo de su desgracia. Martín iba y venía buscando a la mujer llena de gracia y dulzura. Pedro adoraba a ese hombre que le había enseñado como un verdadero padre a jugar al fútbol, a pescar con un mojarrero casero, que lo llevaba al cine y a la cancha de su equipo del "amor". No entendía a su mamá y sus amigas de vida, tampoco.

                        Un día llegó una elegante periodista, estudiosa, que comenzó con inteligencia un diálogo sobre ciertos hechos de la tradición apatama. Sin querer fue llegando a las costumbre de iniciación. ¡ Ahí, con inocencia, comenzó a relatar como los padres  toman a las pequeñas de ocho o nueve años, aún siendo muy pequeñitas de cuerpo!.¡ El padre y la madre, les dan a beber yuyos y chicha, en una ceremonia muy marcada por cánticos y viejísimos ritos, son poseídas por el padre o el abuelo, así cuando las cambian por unas vacas o caballos; por una majada de chivos o guanacos, el hombre del que pasan a ser propiedad, no las daña!

                        En el diálogo, estando presente Pedrito, Martín, Arminda y Blanca; quedó claramente insinuado el pasado escondido. Martín, vio como lágrimas de profundo dolor, mojaban las mejillas de Milagros. Ninguno observó que Pedro salió lentamente del lugar. Tampoco escucharon ningún ruido. A los veinte minutos el ulular de sirenas de ambulancias y de autos policiales les hizo distraer la atención. El sonido agudo del timbre y la presencia de un uniformado, les alertó de que algo andaba muy mal. Se produjo un silencio feroz. El corazón de Milagros se detuvo.¿ Cómo no tomó en cuenta la presencia de su hijo?.

                        En la calle, sobre el pavimento con el cráneo destrozado yacía su amado Pedro, hijo y hermano. Desde la terraza de la vivienda había volado como un pájaro herido. Como un cóndor olvidado y extinto, como todos los cóndores del Andes indígena. ¡ Buscó la salida entre la gente que se apretujaba para ver y se precipitó frente a un automóvil que pasaba a toda velocidad!.

                        ¡ Tal vez así, junto al hijo engendrado por equivocación del destino, podría Haalar Skapin, Estrella de Sol o Milagros... limpiar su culpa y la de todas las niñas nativas de América, que tienen hijos incestuosos por cumplir remotas leyes de sus antepasados!.

                                              

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