Una senda polvorienta
era el final de la calle principal del pueblo. Algunas edificaciones planas se
perdían detrás de los algarrobos centenarios y molles gigantes. Aún se oían los
gritos guturales de ira y un suave aire pulverulento oscurecía el perverso
atardecer. Una inaudita soledad abrazaba la pequeña figura que se arrastraba
entre la tierra blancuzca y cenicienta. Un hilillo de sangre caía sobre la piel
trigueña y doliente de Haalar Ckapin ( Estrella de Sol, lengua apatama),
mezclándose con lágrimas pequeñitas como rocío del desierto donde había nacido
hacía trece años. Un dolor agudo atormentaba su cuerpo magullado por los
infinitos golpes recibidos, las piedras agudas que golpearon su frágil carne y
dejaron ciento de diminutas heridas en las piernas flacas. Era india, era
descendiente de los viejos habitantes de esa burda población impía. Apretaba su
vientre abultado y palpitante de vida para evitar que el "daño" le
llegara al infortunado. ¡ Otro "huacho" más en este infierno! Había
gritado su padre. ¡Otra boca más para comer de nuestra hambre ! Había
vociferado con furia la madre. ¿ Quién te hizo el "gustillo" mal
parida? Se quedó en silencio. Humillada bajó la cabeza sin pronunciar palabra.
Sintió un fuerte desgarro y sostuvo el vientre donde ya se movía el niño.
Cada día la carga era
más dura y comenzó el despelleje de la gente. Fue el cura. No el
"maistro". No el Huyra. Y el silencio comenzó a provocar una sórdida
bronca, envidia y frenética agresión entre las mujeres del ínfimo caserío,
todas miraban desconfiadas a sus hombres. Ellos, se miraban con insidiosa
desconfianza. ¡Era tan linda esa garañona, tenía unas pulpas frescas y
armoniosas como tunas maduras. ¡ Quién se la escamoteó, sabía lo que hurtaba!
La envidia comenzó a crecer como una ola gigante de veneno pegajoso. Ella no
miraba a ninguno, ni les hablaba, ni contestaba las linduras que le decían
cuando atravesaba el camino polvoriento rumbo al pozo de agua del pueblo.
Ninguna hembra podía ser más jugosa que esa. ¿Mi esposa, esa vieja insaciable?
¿Mi amante, la muy inoportuna, no es joven ni fresca como esa rosa! Todos
murmuraban. El hastío y la ignorancia los hacía malignos. Ya no quería llorar
más. ¿Para qué?. Siguió haciendo su tarea, pastoreó, lavó, fregó, cortó chañar
y piquillyn para el horno, y cada día le daban más tareas y más duras. Nadie le
hablaba. Estaba sola. La espiaron de día y de noche.
Una mañana que iba al
río a buscar un burro arisco se tropezó con un hombre huraño y cerril que trató
de forzarla. Gritó hasta que pudo desasirse y corrió alocadamente hasta la
plaza. Allí la atajó la "Zósima Pyura", la medio mañosa, medio
adivina, medio "médica", como bruja que era; mirándola a los ojos, con una mirada
penetrante y huidiza de los ojillos negros y chiquititos como chispas del orco
ancestral, la escupió y la maldijo. Luego haciendo alarde de su poder atravesó
una sarta de insultos como collar de piedras espectrales y aguijoneó un: -¡
Andate del pueblo antes que provoqués una muerte, te veo a un hermoso hombre
blanco como el sol de la mañana y se muere por tu culpa! - Un murmullo
indescifrable siguió en el camino hasta perderse entre los añosos árboles del
monte. Eso fue lo que trajo el desastre. Los que la oyeron comenzaron a
desparramar blasfemias y fue acrecentándose el odio.
Para la feria, cuando
comenzaron a llegar de todos los rincones vecinos con carromatos, burros y
mulas, familias enteras, el poblado era una fragua, como una caldera en plena
ignición. La gravidez inocultable la hizo
blanco de las miradas obscenas. Ella había llevado a vender su magra cosecha de
chirymoyas. Al pasar el tiempo comenzaron los hombres a tomar chicha y a fumar
esos grandes cigarros de hoja. El calor hacía que el tibio vino agrio provocara
una borrachera cachazuda y arisca. La comenzaron a mirar con deseos peligrosos.
Alguien la insultó y una vieja le tiró una piedrita a modo de desprecio y fue
un tornado de pedradas que arreciaron sobre su cuerpo indefenso. Trató de
repararse en el atrio de la iglesia. Estaba cerrada. Salió caminando pero
rápidamente tuvo que correr. Su enorme y abultado vientre le pesaba cada vez
más. Lo rodeó con sus flacos brazos. Pero siguieron golpeándola con fustas,
palos, ponchillos y las dolorosas piedras. Mujeres histéricas y hombres
"machados" la perseguían. Salió literalmente arrojada de su pequeño
mundo. Corrió sin un rumbo fijo y su sangre pegajosa le dejaba un caminito
entre las lágrimas en sus oscuras mejillas. Se amparó en unas pircas viejas
como el territorio donde habitaba. Siguió la línea que demarcaba esa rústica
paredita de piedras, corral heredado de nativos y de indígenas. Sus pies
sangraban porque en su huida había perdido sus ojotas de cuero crudo. A pesar
del grueso callo que había ahorrado en años de pies desnudos, sus pies eran
brasas que se quemaban con el fuego ardiente del camino inexistente. Piedras
afiladas y agudas espinas, le destrozaban las pantorrillas. A lo lejos divisó
un algarrobo enorme y se acercó, se acodó un rato para descansar. El sol caía
verticalmente y le quemaba los labios resecos, así es el desierto. Buscó con
sus ojos enrojecidos las "talitas" que contienen agua y comió
desesperada y bebió el jugoso fruto silvestre que su abuela indígena le enseñó
a consumir frente a las urgencias. Sintió renacer las fuerzas y siguió
caminando con dirección al sur. Sabía que las plantas de jarillas tienen sus
hojitas orientadas para perder menos humedad en el desierto. Esa era su
brújula. El sol comenzaba a pesar menos y un color violeta derramaba una túnica
de gasa opalescente sobre los piquillines y árboles de la región.
Ya no lloraba y sus
manos acariciaron con verdadera adoración al hijo que se movía en su interior.
A lo lejos divisó un aguaribay corpulento y una desvencijada enramada que la
alentó a seguir. Allí había un refugio seguro para la noche. Sintió los labios
resquebrajados por la sed. Tenía un hambre atroz. Buscó una planta de Mburucuyá
( flor de
Casi al mediodía vio una
columna de las que llevan electricidad. Caminó hacia allí y encontró un camino
de fino pedriscal. Ahí seguro habría gente que la ayudaría. Sintió un murmullo
que aumentaba a medida que avanzaba y a lo lejos entre el reverbero del suelo,
comenzó a asomar un "misachico", creyó que un milagro se acercaba. Gente
de fiesta llevaban un santo a la solemnidad patronal. Un Jesús de palo tallado
al estilo indígena, vestido en morado terciopelo cargando su inefable Cruz,
La transportaron en el
carromato hasta el pueblo. Otro que ella no conocía. Una matrona principal la
entró, en una gran casona, fue transportada en una silla por cuatro hombres.
Atravesó varias habitaciones en una construcción de anchas paredes de adobe,
pisos de barro cocido y techos de cañas y tejas musleras artesadas en barro cocido. Pasó de un
dormitorio a otro hasta llegar a uno amplio y fresco. La recostaron en una cama
de bronce que tenía un enorme mosquitero en el techo. El perfume a lavanda y
violetas despertó un extraño éxtasis en la enferma. Una jovencita servidora de
la dueña, le sacó su escasa ropa y luego de pasarle una toalla mojada por todo
el cuerpo, destrenzarle el largo cabello y peinarla, le vendó los pies que
tenía terriblemente destrozados. Le colocó un camisón de tela suave y fresca,
de un blanco inmaculado. Se quedó dormida. Soñó que
- Es un milagro que haya
soportado el desierto y la sequía. ¿ Cuántos días viene caminando ?- preguntó
la dama, que ostentaba luto riguroso y que la miraba con severa inquietud- ¿ Cómo es tu nombre ?- preguntó tratando
de saber algo más del pajarillo herido que tenía en su casa.
Pensó decir su nombre ;
pero el miedo le hizo exclamar...Milagros, mi nombre es Milagros Choyke y bajó
avergonzada la mirada triste. Nadie sabrá donde estoy, pensó y comenzó allí
mismo una nueva vida.
- ¡Bueno, cuando te
sientas mejor comenzarás a ayudar a Blanca, que ha crecido con nosotros !.
Imagino que el padre del niño no sabe dónde estás ahora.
- No tiene padre. Él no
sabe que nacerá su hijo.- declaró con un susurro.
- Entonces te quedarás
con nosotros.- dijo en forma autoritaria la matrona. Y con seguridad comenzó a
preparar la habitación para la futura madre.
Con el tiempo llegó la
hora del parto. Milagros lo tuvo al modo de sus ancestros. Se tomó fuertemente
del barrote de la cama y agazapada, con las piernas abiertas, encogidas y
dobladas hacia afuera como para expulsarlo, parió sola al niño. Cortó el cordón que la unía a su hijo,
y luego de arrojar la placenta y revisarla como vio muchas veces hacer a su
padre, la envolvió , pidió permiso para enterrarla debajo de una queñoa muy
antigua. En ese acto devolvía la vida a ese árbol, planta que ya casi no había
en la zona. Cumplió con la tradición y los mandatos de su abuelo.
Entre todos en la casona
buscaron un nombre para el pequeñito.., Aureliano como mi abuelo, trató de
imponer doña Arminda, Tepek...dijo Milagros, Benjamín dijo Blanca y torpemente
cada nombre que surgía era reemplazado por otro. Cuando llegó el cura a ver al
recién nacido, propuso Pedro nombre que a todos les gustó y fue bautizado.
Pasó el tiempo y la vida
tranquila se motivaba con el crecimiento del niño. Milagros no soñaba con
volver a ver a nadie de su caserío. Quería borrar de su memoria el horror del
tiempo ido. Ya tenía veinte años y el cachorro con cuatro años, caminaba,
corría y hablaba en su media lengua en castellano y quechua. La lengua apatama,
estaba prohibida por su madre. Era su forma de romper con el pasado.
Doña Arminda tomó la
decidió vender todo: casa, campo y hacienda, y partir. Vivir en una ciudad
verdadera, con agua permanente, con comodidades que no lograba en ese pueblito
de provincia y tanto Blanca como Milagros la siguieron. El temor a lo
desconocido y el afecto rompió los diques de ambas. Pedrito sería el más
beneficiado. En las idas y venidas de Milagros hacia un lado al otro del
pueblo, tuvo que ir al cementerio y allí
se tropezó con Filomeno Guaquinchay, hombre de su pueblo que se quedó
sorprendido al reconocerla. El viejo acartonado por el sol y la sequía, la
observó primero con mirada de aguilucho, luego acomodó su afilada lengua
viperina y le aseguró que su madre había muerto de pena. Su padre se machaba
cada día más y los hermanos andaban de trifulca en trifulca, pero que todos la
recordaban mucho. Milagros se santiguó y salió apresuradamente hacia el gran
portón de hierro. Allí casi atropella a la " Pastora Kolque", india
hechicera, curandera y peligrosa. Nunca había tenido contacto con ella y justo
ese día demoníaco la encontró.
- Milagros, vos no te
llamás Milagros, india mentirosa. ¿Cómo te llamás?- Ya sé - escupió en la
tierra, revolvió la saliva con el bastón de caña y mirándola,- Vos te llamás Estrella
de Sol, en otra lengua.- y la carcajada retumbó en el silencio del
camposanto.-¡ Tenés un hijo de no veo bien la cara del maldito que te dejó
preñada, pero sí veo un hombre alto, moreno y de pelo medio canoso. ¡Nunca
podrás ser feliz, por tus culpas, por tu secreto nunca vas a tener paz
verdadera!- la maldición le cayó como un cubo de plomo hirviente.
- ¡Callate vieja bruja,
nadie tiene que conocer el nombre de su padre!- la joven la empujó y salió
corriendo. El estupor se marcó en el rostro percudido de
El viaje a la gran
ciudad fue largo y algo penoso. No entendían bien lo que hablaba la gente. Tan
apresurados y acelerados en palabras que desconocían. Blanca apretaba contra su
pecho flaco a Pedrito que gozaba de los mimos. Milagros, ayudaba a la viuda con
los trastos. Tenían que llegar a una casa en plena capital. Los cientos de
automóviles con sus bocinas estridentes, las luces multicolores y titilantes de
carteles enormes, las dejaban deslumbradas. Tuvieron miedo. Un hombre
gentilmente se acercó y ofreció llevarlas a un hotel. Doña Arminda con cierta
displicencia le dio la nueva dirección, donde a través de un pariente, había
comprado una casa, tratando de no mostrar su carencia de seguridad. La ciudad
era deslumbrante. Edificios de muchísimos pisos que parecían lechiguanas
apretándose y pensar que habían recorrido casi mil kilómetros. Habían visto
leguas sin casas ni gente, ni vacas, ni humanos. Y allí se apiñaban como majada
de cabras hambrientas y sedientas, como en Santiago. ¡ Es rarísima esta gente!-
dijo con disgusto
Una ofuscación nerviosa
les produjo el precio del corto viaje. Pero las mujeres pagaron en silencio,
descendieron en el frente de una pequeña casita, con jardín al frente. Era
hermosa y al ingresar se sintieron en el hogar.
La vida fue nueva como
nuevo era todo lo que les sucedía. Aprendieron con dificultad que también la
gente que tiene estudios y educación de gran poblado puede ser mala y buena.
Igual que en Quitilipi, encontraron caras amigas, nuevas y distintas porque el
clima no destruía la piel y la vista por las resolanas del desierto.
Pasó un año, dos y Pedro
tuvo que ir a la escuela. Allí Milagros conoció a otras madres y vio padres
atentos a sus niños. Ella estaba sola. Soñó con tener un compañero. Pero tenía
una marca dolorosa que la hacía huir de los hombres.
En la escuela la
maestra, un día le pidió si podía hablarle a los chiquilines sobre las
costumbres de su vieja raza indígena, le dio una gran vergüenza porque para
ella ser "India" era como ser un ser inferior al resto. El profesor
de música, un robusto mozo de tez morena, le rogó que llevara algún instrumento
musical de su región. Milagros abrió el antiguo cofre de tesoros y llevó unas
ocarinas de barro cocido, cajas, erkes y las típicas uñas de chivo atadas en
lanas de colores. Allí mostró sus valores. También ayudada por el maestro cantó
y todos asombrados descubrieron una suave voz, dulce y armoniosa que les
recitaba en lengua apatama regios retratos de divinidades y romances de gente
de otras dimensiones. Las olvidadas leyendas e historias del país, del desierto
mediterráneo surgían con una expresión agradable. Fue un descubrimiento para
todos. Incluso para sí misma. Ella la pobre desamparada tenía una mágica
herramienta en su garganta.
Entre los padres de los
alumnos alguien que conocía de música y su comercialización intentó acercarse
para ofrecerle grabar ese rico festín musiquero. Luego la llevaron a varios
centros donde amigos de la tierra y del folclore, se juntaban a recuperar esas
maravillas. La invitaron a la universidad y lentamente comenzó una vida
diferente. Era valorizada y buscada por su condición de nativa. Inalterable en
su humildad, dejó grabadas todas las canciones que sus abuelos le habían
enseñado. Así conoció a Martín un estudioso de las tradiciones. Él se enamoró
rápidamente y le propuso vivir juntos. Ella se negaba por el hijo. Él insistía
y tanto Blanca como doña Arminda la empujaban a la felicidad. Ella guardaba su
secreto y vergüenza. El origen de su muchachito.
Un día Martín logró un
sí casi inaudible. Lloró de dicha y comenzó afanosamente a preparar su hogar.
La ciudad escondía mil trampas. Milagros no sabía de documentos y papeles. Él,
le pidió su nombre y apellido para poder hacer trámites de tipo burocráticos.
Ella no tenía y no le podía hablar de su triste historia. Tornó a alejarse y
evitarlo. Impidió todo contacto con el niño y las mujeres de su casa. Se
ocultó. Lloró y rezó pidiendo justicia a sus desdichas.
Cada día dormía con
mayor dificultad. No había ni yuyos ni remedios que aliviaran su pena. Si se
dormía soñaba con la vieja Pastora Kolque o con
Los estudiosos de
tradiciones de algunos países lejanos se hacían traducir los relatos y las
leyendas. Necesitó una gran fuerza para relatar su historia personal. ¡Pero
siempre que le preguntaban por el origen del hijo, ella evitaba relatar el
suceso a pesar que formaba parte de las viejas costumbres! Ella hablaba de
"antes", pero su rebeldía le hacía comprender que aún en la época de
los viajes a la luna, se perpetraban esas salvajadas con las niñas indias.
Era miedo y vergüenza.
Ella se alejaba de los que intentaban descifrar el meollo de su desgracia.
Martín iba y venía buscando a la mujer llena de gracia y dulzura. Pedro adoraba
a ese hombre que le había enseñado como un verdadero padre a jugar al fútbol, a
pescar con un mojarrero casero, que lo llevaba al cine y a la cancha de su
equipo del "amor". No entendía a su mamá y sus amigas de vida,
tampoco.
Un día llegó una
elegante periodista, estudiosa, que comenzó con inteligencia un diálogo sobre
ciertos hechos de la tradición apatama. Sin querer fue llegando a las costumbre
de iniciación. ¡ Ahí, con inocencia, comenzó a relatar como los padres toman a las pequeñas de ocho o nueve años,
aún siendo muy pequeñitas de cuerpo!.¡ El padre y la madre, les dan a beber
yuyos y chicha, en una ceremonia muy marcada por cánticos y viejísimos ritos,
son poseídas por el padre o el abuelo, así cuando las cambian por unas vacas o
caballos; por una majada de chivos o guanacos, el hombre del que pasan a ser
propiedad, no las daña!
En el diálogo, estando
presente Pedrito, Martín, Arminda y Blanca; quedó claramente insinuado el
pasado escondido. Martín, vio como lágrimas de profundo dolor, mojaban las
mejillas de Milagros. Ninguno observó que Pedro salió lentamente del lugar.
Tampoco escucharon ningún ruido. A los veinte minutos el ulular de sirenas de
ambulancias y de autos policiales les hizo distraer la atención. El sonido
agudo del timbre y la presencia de un uniformado, les alertó de que algo andaba
muy mal. Se produjo un silencio feroz. El corazón de Milagros se detuvo.¿ Cómo
no tomó en cuenta la presencia de su hijo?.
En la calle, sobre el
pavimento con el cráneo destrozado yacía su amado Pedro, hijo y hermano. Desde
la terraza de la vivienda había volado como un pájaro herido. Como un cóndor
olvidado y extinto, como todos los cóndores del Andes indígena. ¡ Buscó la
salida entre la gente que se apretujaba para ver y se precipitó frente a un
automóvil que pasaba a toda velocidad!.
¡ Tal vez así, junto al
hijo engendrado por equivocación del destino, podría Haalar Skapin, Estrella de
Sol o Milagros... limpiar su culpa y la de todas las niñas nativas de América,
que tienen hijos incestuosos por cumplir remotas leyes de sus antepasados!.
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