El rancho estaba casi destruido por la tormenta. Hacía una semana que el
fuego había quemado todo el ñandubayzal. Un rayo traicionero, carcomió el
pajonal y el bicherío se desbandó por la tierra. Luego vino la lluvia, que como
torrente llenó la tierra roja en un guadal de sangre y cenizas.
Victorino Agüero se arremangó para evitar que sus animales escaparan del
corral. Era su único bien. La tierra con su fruto que crecía como la misma vida
y los animales, pocos, que había logrado tener.
Los monos chillaban entre los pocos árboles chamuscados que habían
quedado en pie.
¡Es lo habitual en la tierra colorada! El trabajo de atrapar cerca de la
orilla los sábalos y peces que se quedaban en el sedal, a veces se prendían
bichos que daban asco por el tufo que producían al estar entreverados vivos y
muertos.
Había amarrado bien la canoa, única forma de salir del bañado. Escampó y
él, fue con mucho cuidado a ver su espinel. Trajo dos peces dorados, lindos
animales. Coleteaban cuando los sacó del río, pero necesitaba comer y
recuperarse de tantos días de sufrir frío y hambre. Sólo comió algo de galleta
seca y enmohecida que le quedaba entre los bártulos que se habían salvado del
fuego y de la tormenta. Apareció el perro medio torrado y flaco como la orilla
de la tapera. El “Truco” fiel compañero siempre regresaba después de las
desgracias que les mandaba ese cielo que podía ser gloria o tormento.
Se sentó en un tocón en la abertura del rancho, la vieja puerta se había
volado con el viento. Prendió un cigarro forzudo y echó humo a su tristeza de
campesino olvidado.
Cuando se dormitó, el Truco se echó a su lado expectante. Regresaban
primero las aves, los guacamayos y las cotorras. Después se oía el grito de los
simios que peleaban por un lugar en ese desquicio que había dejado el incendio.
Pero olfateaba que cerca había una yarará. La bicha se enroscaba como una
mentira alrededor de una estaca y se quedaba quieta, esperando dar el salto y
engullir al perro o al hombre.
El animal, esperó paciente que se despertara su amo. Al abrir los ojos
se vio de frente con la bicha que lo oteaba como presa. ¡No me vas a
verduguear! ¡Carajo! Se irguió y con destreza le tiró un palo, la yarará se
escapó entre los yuyales que parecían crecer a ritmo enloquecido después de la
lluvia.
Victorino conoce la costumbre de los animales. Prendió una tea y se fue
derechito al gallinero y allí no sólo la vio a la entrometida, sino que se
encontró una boa que se movía contorneándose con uno de sus corderos en las
tripas. ¡Hija y puta! Le dio con la azada en medio del lomo y saltó con fuerza
sobre su cuerpo nervioso y opulento. La yarará se enroscó y se prendió de la
boa que cortada en dos seguía envolviendo al cordero. Ya estaba muerto y la
sangre mojaba el cuerpo de la ladrona.
Con el fuego, le zampó una buena quemazón a los bichos. Se retorcieron
sobre sus huesos como enredaderas de verano. Los cubrió con latas de kerosene y
les prendió fuego. El olor volvió loco a los monos que aullaban de terror.
Truco arrastró a su amo que parecía
enloquecido, lo garroneó para que se alejara.
Entró en el rancho, rebuscó entre el catre para ver si no había otro
animal inesperado, pero se hubiera dado cuenta el perro y ladraría. Se recostó
y junto a él, su amigo. Soñó con la casa de su madre, allá en la villa. Soñó
con una vida mejor, pero sabía que al despertar sólo lo esperaría otra vez su
triste vida. Allí, se escondía de los controles de la policía, después que atravesó
con el facón al Emeterio Maidana en una bailanta de Oberá. No sabía que una
yarará se deslizaba debajo de la cumbrera del rancho para vengar la muerte de
su casal. Su perro agotado estaba dormido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario