Entró en la oficina y
un viento helado se coló junto a su gabardina azul. Parecía un ayudante de
avión de pasajeros. Pero era el “nuevo”. Me entregó una carpeta con sus
papeles. El membrete decía Camilo Cruz, “Despachante de Aduanas de Primera”. El
cabello cortado al ras. Y cuando se sacó los guantes, pude ver sus manos,
delgadas y azuladas. Sus dedos entintados con el color de los sellos que
viviríamos poniendo en cada expediente. Como buen profesional, llegaba a la
oficina temprano, a la hora en que yo, ya había cumplido mi horario. A él, le
tocaba el nocturno. Yo regresaba a casa, donde mi hijo Mario me esperaba
bañado, con la tarea hecha y despidiendo a su querida Clarisa, que lo cuidaba
cuando yo trabajaba. Aclaro que mi “querido esposo” se había escapado de la
región con una bailarina que conoció en el casino.
Todo andaba muy bien,
el puerto era un entrar y salir de barcos cargados de mil materiales y objetos
que partían para el mundo. Al tiempo, habrían pasado unos catorce meses, mi
compañero comenzó a traer, un portafolio de cuero negro, que no dejaba nunca a
mano de nadie. Parecía un comisionado del Estado en Guerra. Lo miraba de
soslayo y él, se ponía muy nervioso.
De la pensión se mudó
al hotel cinco estrellas, único en la zona portuaria y se alejaba cada día más
de los empleados comunes y antiguos del puerto y de la delegación de la aduana.
Yo me sentía curiosa. ¿Qué tanto podía cobrar él, más que yo, que había
trabajado veinticinco años en ese lugar?
Ese verano vino a visitarlo
una hermana de la capital y me invitaron a cenar en el famoso hotel. El chef
era famoso y algunos parroquianos eran verdaderos comerciantes del mundo mágico
de las Bolsas de los Países Ricos. Lo raro que él, portaba su famoso portafolio
que ya no era de cuero, era de aluminio o un metal semejante. Lo ponía entre
las piernas y sostenía con una pequeña cadena su manija. La gente extrañada lo
miraba. Yo pensé: “Creerán que tiene secretos de Estado y es un doble espía”.
Luego, apartaban la mirada por temor a mostrarse curiosos y vigilantes. Me
moría por saber qué cosa tan extraordinaria llevaba en ese maletín.
Pasó el tiempo y ya
hasta lo llevaba al retrete, al bar, a la cantina… en fin no se desprendía de
eso que colgaba de su muñeca entintada de los sellos que a diario golpeábamos
sobre los papeles.
¡Un día no pude más y
lo interrogué! ¿Qué llevas allí, Camilo Cruz? ¿Qué es tan importante, dime?
Hemos trabajado varios años juntos en este lugar y nunca entiendo para qué te
complicas la existencia por un maletín… y bien, ya sabes que soy gente de
confianza, puedes incluso ir al baño y dejármelo y te lo cuido. ¡Ese día me lo
entregó! Temblaba. ¡Cuídalo entre tus piernas, que de paso, te digo, son
hermosas! Yo no supe si reír o llorar. Lo esperé con él, entre los tobillos
mientras ponía en orden papeles de un nuevo barco que había ingresado a puerto
desde Rotterdam.
Cuando salió,
atribulado, secándose las manos, me dijo: ¡Amiga, si quieres saber que tiene mi
portafolio, aquí tienes la llave, ábrelo! Así lo hice. Ante mis ojos el brillo
de docenas de lingotes de oro, brillaron como el sol al medio día. Me quedé
muda. Él, sonrió, puso llave al valijín y me dijo: En casa tengo mucho más. Es
lo que me gano en esta cueva de ladrones cuando me obligan a pasar mercadería
de contrabando.
Yo, casi me desmayo.
Tantos años trabajando con total honradez y a él, le habían llenado la vida de
lingotes de oro. ¡Qué injusticia!
Tuve que denunciarlo y
al mes me trasladaron a una oficina en un lugar remoto, donde mi pequeño hijo,
ni escuela tenía. Él, Camilo Cruz siguió como jefe en el puesto que yo había
sido forzada a abandonar. La que portaba ahora una cruz, era yo por ingenua.
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