ERA UNA MUJER SOBREVIVIENTE
Toda vestida de negro, arrastrando
el dolor de su vida sin nombre y sin descanso. Descalza y con los huesos en
arco desgarbado como las cañas solitarias que le cubrían la cueva en la que
vivía. Era un hoyo en la tierra húmeda de la orilla del canal. Fuente de agua
marrón y cenicienta. Un gigante dormía en su memoria. Un grotesco malón cabrío
que azotaba su cuerpo contra el jergón mugriento de chala y trapos. Tuvo como
diez pariciones. Algunas a término otras apenas esqueletos deformes inconclusos
y verdes por los golpes de la afilada verga del monstruo que la rajaba en
horario de soles o de lunas. Hijos, hijas, muertos, vivos. Todos ausentes. Como
su esperanza.
Se llama Dionisia y como
sobreviviente un día de tormenta,
desparramó las entrañas del castigo diabólico llamado por algunos: “marido”.
Escapó del campo, caminó noche y día
hacia el poniente. Como animal salvaje fue borrando la huella de sus plantas
heridas. Así llegó la
Dionisia a la orilla de una ciudad dormida. Sedienta y
furiosa cavó su guarida. La tapó con cañizo para evitar miradas. Con barro hizo
un apoyo y una mesa de piedras.
Durmió sobre la tierra. Y vivió el
resto de su triste vida.
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