A veces jugando, perseguía un perro callejero, iba tras un carro
de mudanza o llegaba a la calesita. Don Cipriano, conociéndola, le permitía
subir a dar unas vueltas. Ahí soñaba hipnotizada con su fantasía. El maquinista
del “tío vivo” sabía que cuando le solicitara a los padres del amor, le
pagarían.
Creció sin mucha instrucción, en la escuela, no duraba en el aula.
¡Era tan inquieta! El médico de la familia le hizo pruebas que superó. No era
débil mental. Era indómita, les advirtió.
Creció alertando, a quienes conocía, de los extraños sucesos que
le podían ocurrir. Si le creían evitaban una contrariedad. Caso contrario solía
sobrevenir alguna catástrofe personal o familiar.
Salió una mañana a caminar como cada
día y se perdió en la ciudad. La familia cansada de sus extravagancias no la
buscó. Regresaría cuando quisiera o necesitara volver. Ya lo sabían. Caminó y
caminó. Frente a un edificio que creyó maravilloso, se detuvo. Ingresó a la
biblioteca más completa del país. Comenzó a pedir libros que devoraba.
De noche bailaba en la calle y descubrió que los mirones le
dejaban dinero por sus extrañas contorciones. Comía poco pero no sentía hambre
de alimento, sólo de páginas y páginas. Anunciada, cuando había pasado varios
meses, regresó a la casa. Se alegraron sin sorprenderse. Traía un bagaje de
conocimientos que le había develado su condición de vidente nata. ¡Esa era su
locura infantil! No era demente, era visionaria.
Cumplió quince años. Regresó al instituto y les relató cómo había
descubierto las enfermedades de sus compañeras, quienes se iban del lugar, quienes
pasaban a ser ángeles tutelares. Supo del amor de Lelio y Renata. Siempre se
amaron y nunca se atrevieron a aceptarlo. En fin, ella tenía premoniciones.
Sabía por qué la dejaron en el Instituto. Temor, horror a lo desconocido,
escrúpulos frente a lo inexplicable. Ignorancia.
En sueños veía la cara de sus verdaderos padres que vislumbraron
su condición de videncia. La tortura que sufrieron por dejarla abandonada. Pero
creían que era hija de “Lucifer”.
Un vecino, le pidió ayuda para encontrar a un hijo perdido. Esa
fue la primera vez. Lo encontró en un tugurio de adictos. Le valió para que
llegaran muchos en búsqueda de auxilio a varios sucesos. Apoyó a todos. Quedaba
agotaba por lo que cada tanto huía y se escondía vagando por la ciudad. Así
conoció gente igual. Eran tildados de raros. Especialmente los que se negaban a
asistir en oscuros hechos policiales.
El comisario Fretes, le envió un sobre con fotos, una mañana de
verano del 2005. Necesitaba que encontrara la verdad en un caso de una rara
muerte por estrangulación. Le cambió la vida. Anunciada entró en un infierno.
No podía escapar de esa maraña de seres diabólicos. Los fantasmas
del averno la querían doblegar hacia la oscuridad. Entonces, tomó la decisión
de enmudecer. Nunca más habló y su silencio, la acompañó hasta ese día, que
ella conocía bien, en que se sumergiría con el pequeño bote en el lago de la
casa de campo donde envejeció.
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