Mamá
nos ordenó “nunca entrarán en el altillo”. Ese fue el peor error que pudo
cometer. No dormíamos la siesta ni podíamos concentrarnos en las tareas de la
escuela pensando en lo que guardaban en ese altillo misterioso.
La
corta escalera tenía ocho, sólo ocho escalones y se encontraba detrás de ellos
una puerta de madera oscura con una vieja cerradura metálica. Solamente mamá y
el tío Eugenio tenían la llave. Siempre la limpiaban cuando estábamos en la
escuela. Nunca pudimos ver qué había ocultado el viejo gruñón, del tío, en ese
rincón famoso.
El
viejo llegó un día de otoño. Era soltero y había vendido su casa en la capital
para venir a vivir con nosotros. Mi hermana Chachi, tuvo que dejar su
habitación y cederle su cama, su ropero y su paz. Vino a dormir con Luciana y
conmigo. Estábamos apretadas en el dormitorio que daba al sur, era frío y el baño quedaba a cierta
distancia. Siempre había que esperar que el hermano de papá terminara de
vestirse, peinar su larga cabellera que pasaba de un lado a otro haciendo un
enrejado parecido a una cesta de mimbre, en su calva reluciente.
La
primera semana fue muy agradable contándonos chistes y anécdotas, de su
juventud. Luego habló de sus viajes y finalmente nos hablaba de sus maravillosas
compras de anticuario. Nos veíamos obligadas a buscar en el diccionario la
mayoría de las palabras que decía porque no sabíamos qué querían decir. Mamá
nos retaba diciendo que para eso papá pagaba una escuela tan cara. ¡Es que el
tío es tan antiguo, que nos se le entiende de qué habla! Le contestábamos
nosotras.
Comenzamos
a imaginar que en el altillo había un tesoro robado en algún lejano país
exótico. Luego decidimos que había una momia de Egipto, donde según él, había
vivido entre traficantes de tesoros perdidos. A partir de las tres o cuatro
semanas, ya habíamos llegado a la conclusión que había un cadáver de alguna
mujer, a la que había comprado a los beduinos del África y luego de matarla, la
había descuartizado para no estar preso en Devoto. Así, en las interminables
noches desveladas, hablábamos tantas tonterías, que mamá terminó por
prohibirnos dejar la luz encendida hasta que las campanadas daban doce golpes
de bronce. El reloj, es verdad, era del tío. Era hermoso y tenía además unas
bailarinas que salían de una especie de teatrito de terciopelo rojo. Lo había
comprado en Italia, en Venecia. Con eso habían llegado dos sillones color azul
y plata, de forma exótica; una vitrina repleta de miniaturas de cristal de
colores, hechas muchas de ellas en países con nombre difíciles. En fin nuestra
vida de niñas tranquilas había terminado con el famoso altillo prohibido.
Descubrimos
que el tío, estaba muy enfermo. Una extraña fiebre tropical, que había
contraído en África o en Australia. Eso creaba mayor curiosidad entre nosotros.
Esa llave... era un imán perfecto a nuestra imaginación. La cerradura
herméticamente cerrada, ponía un murallón entre los ojos despabilados y el
corazón palpitante. Mamá también escondía algo. Y para los chicos todo lo que
es prohibido es la invitación a transgredir.
Pero,
un día, salieron los tres, papá, mamá y el tío Eugenio en busca de un médico
especialista. Luciana encontró la llave y allá fuimos. Subir los escalones fue
una aventura indescriptible. El olor a humedad y el polvo, golpeó nuestras
narices. Un sin fin de cajas, baúles y arcones con maravillas se abrió a
nuestras pupilas dilatadas por el asombro.
Había
un sin número de trenes eléctricos, a cuerda, muñecas con brazos y piernas
articuladas cuyos ojitos de porcelana brillaban con el suave movimiento de sus
cabezas. Se abrían y cerraban rítmicamente, mientras de sus vientres salía un
sonido semejante al llanto o a la palabra: mamá. Quedamos boquiabiertas. Un cajón contenía
cajas de música. Las había de madera, de madre perla, de carey, de vidrio...;
algunas tenían pequeñas muñecas que danzaban otras, una cascada de nieve que
caía sobre un trineo. Había soldaditos de plomo vestidos con sus perfectos
atuendos de época. Nos distrajimos tanto que cuando quisimos salir,
descubrimos, ya tarde, que la puerta se había cerrado y no teníamos forma de
abrirla desde adentro. Yo comencé a llorar y Luciana me trataba de consolar,
pero sabíamos lo que se venía. Pasó un tiempo, para mi, interminable y
escuchamos las voces familiares. Papá discutía con el ¡famoso! Tío Eusebio.
Estaba tan enojado, que gritaba. –Han entrado sin mi autorización.- La ira lo hacía temblar, dijo luego mamá,
relatando la discusión. Chachi, por celos nos había encerrado y cuando mamá
abrió la puerta... la abrazamos, pidiéndole perdón y que nos protegiera. Todos
estaban muy serios. Papá nos habló con serenidad, pero con la formalidad de los
momentos difíciles.
La
cara del tío era una estatua de madera, pero, luego del susto, al final, nos
regaló uno de sus tesoros. Yo recibí una muñeca alemana, de cabellos rubios
naturales, que hablaba con un extraño mecanismo dentro de su cuerpo. Fui la más
feliz de las muchachas de mi barrio. Luciana recibió una cajita de música
siciliana con una arlequín que tocaba una pequeñísima guitarra y Chachi un tren
a cuerda que giraba y giraba alrededor de vías que pasaban por una ciudad en
miniatura. ¡Ah, mi muñeca tenía un precioso vestido de color azul! Aun la
conservo a pesar de mis ochenta años.
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