ARROYO EL INDIO MUERTO.
Apenas habían llegado los
cosechadores al pequeño pueblo cuando el comisario Fernández, llamó a Cárdenas
a su despacho. Un nuevo incendio estaba consumiendo el cuartel sur del arroyo
Empedrado, que desembocaba en Indio Muerto. Nadie podía sofocar esos malditos
fuegos que se llevaban todo. Los animales que podían huir, quedaban tan heridos
por las espantadas, que había que sacrificarlos. De la cosecha no quedaba nada.
Los hombres que mandaba el gobierno habían encontrado entre los muros quemados
de un galpón el cuerpo irreconocible de... ¿quién sabe qué infeliz, que no
alcanzó a escapar de las llamas? Sólo el cráneo negro y los húmeros, que apenas
se tocaban se deshacían en las manos de los de “criminalística”. Ellos, los
expertos, se sorprendían del estado de los restos. Nada quedaba que les ayudara
a desentrañar el misterio de la identidad del desgraciado. Seguían los
incendios por la zona norte. Los vientos se movían como “olas de tormenta”en el
océano. Cuando abrían picadas en un lugar, ya se había desplazado el fuego
hacia otro lado. Un magnífico hidroavión comenzó a despanzar agua sobre el
cuartel nordeste. Fernández trataba de mantener a su gente alerta y lista.
Había muchos forasteros en el pueblo. No
se conocía a toda la gente y si alguien se perdía él sería el responsable.
Cárdenas
estaba proveyendo de palas a los obreros que se acercaron para ayudar, cuando
vio a Eulogio, pasar con una carretilla hacia el galpón de los herreros. Le
llamó la atención el bulto que tapaba con una lona sucia. Alguien lo distrajo.
Se dedicó a entregar picos a los hombres del pueblo cercano. Ellos querían
evitar que el fuego les llegara. Los aviones hidrantes iban y venían desde el
río al nuevo campo en llamas.
Fernández
estaba de parabienes cuando supo que se había sofocado el foco del Norte. Luego
de dos días entre los árboles quemados encontraron una calavera. Otra más. Esta
vez tenía el cráneo roto con un martillazo. Cárdenas llamó a su jefe y le
comentó que había observado a Eulogio pasar el otro día con un extraño bulto,
pero una carcajada lo dejó un instante paralizado. Eulogio les traía una de
aquellas famosas cabezas que hacía de barro cocido. Desde niño las hacía.
Eulogio era deficiente mental y no era capaz de matar una mosca. Sonriendo se
la dejó en el umbral de la comisaría. La baba del muchacho, que ya tenía como
cuarenta años; mojaba esa cabezota malformada con la que él infeliz se
distraía.
Cárdenas
trató de sacarla del medió en el momento mismo que Eulogio con un martillo la empezaba
a romper. La herramienta estaba muy sucia. Tenía pelos y sangre. Barro y el
mango algo quemado. También vio que los brazos del lelo, tenía una seria
quemadura y la ropa agujeros hechos por el fuego. Fernández le preguntó: - ¿Con
qué se había hecho eso?- A lo que el muchachote contestaba sin palabras y sólo
reía y reía sin dar mayor precisión. Nada sacarían de allí. Cárdenas lo tomó
con algo de brusquedad y lo obligó a entrar en la comisaría. Él, Eulogio, se
tiró al piso y se puso a llorar con temor. Se orinó y se secaba los mocos con
la parte de su manga donde tenía la quemadura. Luego de arrastrarse y gimotear
un rato, Fernández lo hizo tranquilizar. Le dio
un vaso de cola y un resto de emparedado que había en la mesa. Trató de
indagar pormenores. No logró nada. Llegaron desde la zona este con la noticia
que se había iniciado un nuevo incendio. Era totalmente intencional. Era
imposible impedir que se apagara en forma rápida. Ambos policías despidieron al
enfermo con la seguridad, ahora, que él nada tenía que ver en el asunto. Salió
como disparado.
En
ese tercer fuego también encontraron un cráneo roto a martillazos. Quemado.
Pero por algunas piezas de metal de la ropa, supieron que era un peón del campo
donde vivía Eulogio. El padre del muchacho era uno de los que más había ayudado
en la terrible tarea de apagar los fuegos. Cuando vio llegar a la autoridad
salió corriendo como quien se lo lleva una tormenta. Se internó en el monte.
Hasta allí llegaron más personas para buscándolo. El rastrillaje dio su
resultado. Allí estaba el viejo martillando la cabezota de su pobre idiota.
Comprendieron con dolor. Todos pensaban que ese juego que Eulogio tenía desde
niño de armar cabezas de barro y romperlas con un martillo, había sido sólo un
juego, pero en realidad el pobre “tonto” tan sólo imitaba lo que su padre hacía
en cada asesinato.
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